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Authors: Miguel Delibes

El camino (14 page)

¿Y lo del túnel? Porque todavía en lo de la lupa hubo una víctima inocente: el gato; pero en lo del túnel no hubo víctimas y de haberlas habido, hubieran sido ellos y encima vengan regletazos en la palma de la mano y vengan horas de rodillas, con el brazo levantado con la Historia Sagrada sobrepasando siempre el nivel de la cabeza. Esto era inhumano, un evidente abuso de autoridad, ya que, en resumidas cuentas, ¿no hubiera descansado don Moisés, el Peón, si el rápido se los lleva a los tres aquella tarde por delante? Y, si era así, ¿por qué se les castigaba? ¿Tal vez porque el rápido no se les llevó por delante? Aviados estaban entonces; la disyuntiva era ardua: o morir triturados entre los ejes de un tren o tres días de rodillas con la Historia Sagrada y sus más de cien grabados a todo color, izada por encima de la cabeza.

Tampoco Roque, el Moñigo, acertaría a explicarse en qué región de su cerebro se generó la idea estrambótica de esperar al rápido dentro del túnel con los calzones bajados. Otras veces habían aguantado en el túnel el paso del mixto o del tranvía interprovincial. Mas estos trenes discurrían cachazudamente y su paso, en la oscuridad del agujero, apenas si les producía ya emoción alguna. Era preciso renovarse. Y Roque, el Moñigo, les exigió este nuevo experimento: aguardar al rápido dentro del túnel y hacer los tres, simultáneamente, de vientre, al paso del tren.

Daniel, el Mochuelo, antes de aceptar, apuntó algunos sensatos inconvenientes.

—¿Y el que no tenga ganas? —dijo.

El Moñigo arguyó, contundente:

—Las sentirá en cuanto oiga acercarse la máquina.

El detalle que descuidaron fue el depósito de los calzones. De haber atado este cabo, nada se hubiera descubierto. Como no hubiera pasado nada tampoco si el día que el Tiñoso llevó la lupa a la escuela no hubiera habido sol. Pero existen, flotando constantemente en el aire, unos entes diabólicos que gozan enredando los actos inocentes de los niños, complicándoles las situaciones más normales y simples.

¿Quién pensaba, en ese momento, en la suerte de los calzones estando en juego la propia suerte? ¿Se preocupa el torero del capote cuando tiene las astas a dos cuartas de sus ingles? Y aunque al torero le rasgue el toro el capote no le regaña su madre, ni le aguarda un maestro furibundo que le dé dos docenas de regletazos y le ponga de rodillas con la Historia Sagrada levantada por encima de la cabeza. Y, además, al torero le dan bastante dinero. Ellos arriesgaban sin esperar una recompensa ni un aplauso, ni la chimenea ni una rueda del tren tan siquiera. Trataban únicamente de autoconvencerse de su propio valor. ¿Merece esta prueba un suplicio tan refinado?

El rápido entró en el túnel silbando, bufando, echando chiribitas, haciendo trepidar los montes y las piedras. Los tres rapaces estaban pálidos, en cuclillas, con los traseritos desnudos a medio metro de la vía. Daniel, el Mochuelo, sintió que el mundo se dislocaba bajo sus plantas, se desintegraba sin remedio y, mentalmente, se santiguó. La locomotora pasó bufando a su lado y una vaharada cálida de vapor le lamió el trasero. Retemblaron las paredes del túnel, que se llenó de unas resonancias férreas estruendosas. Por encima del fragor del hierro y la velocidad encajonada, llegó a su oído la advertencia del Moñigo, a su lado:

—¡Agarráos a las rodillas!

Y se agarró ávidamente, porque lo ordenaba el jefe y porque la atracción del convoy era punto menos que irresistible. Se agarró a las rodillas, cerró los ojos y contrajo el vientre. Fue feliz al constatar que había cumplido ce por be lo que Roque les había exigido.

Se oyeron las risas sofocadas de los tres amigos al concluir de desfilar el tren. El Tiñoso se irguió y comenzó a toser ahíto de humo. Luego tosió el Mochuelo y, el último, el Moñigo. Jamás el Moñigo rompía a toser el primero, aunque tuviese ganas de hacerlo. Sobre estos extremos existía siempre una competencia inexpresada.

Se reían aún cuando Roque, el Moñigo, dio la voz de alarma.

—No están aquí los pantalones —dijo.

Cedieron las risas instantáneamente.

—Ahí tenían que estar —corroboró el Mochuelo, tanteando en la oscuridad.

El Tiñoso dijo:

—Tened cuidado, no piséis...

El Moñigo se olvidó, por un momento, de los pantalones.

—¿Lo habéis hecho? —inquirió.

Se fundieron en la tenebrosa oscuridad del túnel las afirmaciones satisfechas del Mochuelo y el Tiñoso.

—¡Sí!

—También yo —confesó Roque, el Moñigo; y rió en torno al comprobar la rara unanimidad de sus vísceras.

Los pantalones seguían sin aparecer. Tanteando llegaron a la boca del túnel. Tenían los traseros salpicados de carbonilla y el temor por haber extraviado los calzones plasmaba en sus rostros una graciosa expresión de estupor. Ninguno se atrevió a reír, sin embargo. El presentimiento de unos padres y un maestro airados e implacables no dejaba mucho lugar al alborozo.

De improviso divisaron, cuatro metros por delante, en medio del senderillo que flanqueaba la vía, un pingajo informe y negruzco. Lo recogió Roque, el Moñigo, y los tres lo examinaron con detenimiento. Sólo Daniel, el Mochuelo, osó, al fin, hablar:

—Es un trozo de mis pantalones —balbuceó con un hilo de voz.

El resto de la ropa fue apareciendo, disgregada en minúsculos fragmentos, a lo largo del sendero. La onda de la velocidad había arrebatado las prendas, que el tren deshizo entre sus hierros como una fiera enfurecida.

De no ser por este inesperado contratiempo nadie se hubiera enterado de la aventura. Pero esos entes siniestros que constantemente flotan en el aire, les enredaron el asunto una vez más. Claro que, ni aun sopesando la diablura en toda su dimensión, se justificaba el castigo que les impuso don Moisés, el maestro. El Peón siempre se excedía, indefectiblemente. Además, el castigar a los alumnos parecía procurarle un indefinible goce o, por lo menos, la comisura derecha de su boca se distendía, en esos casos, hasta casi morder la negra patilla de bandolero.

¿Que habían escandalizado entrando en el pueblo sin calzones? ¡Claro! Pero ¿qué otra cosa cabía hacer en un caso semejante? ¿Debe extremarse el pudor hasta el punto de no regresar al pueblo por el hecho de haber perdido los calzones? Resultaba tremendo para Daniel, el Mochuelo; Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, tener que decidir siempre entre unas disyuntivas tan penosas. Y era aún más mortificante la exacerbación que producían en don Moisés, el maestro, sus cosas, unas cosas que ni de cerca, ni de lejos, le atañían.

XV

Don Moisés, el maestro, decía a menudo que él necesitaba una mujer más que un cocido. Pero llevaba diez años en el pueblo diciéndolo y aún seguía sin la mujer que necesitaba. Las Guindillas, las Lepóridas y don José, el cura, que era un gran santo, reconocían que el Peón necesitaba una mujer. Sobre todo por dignidad profesional. Un maestro no puede presentarse en la escuela de cualquier manera; no es lo mismo que un quesero o un herrero, por ejemplo. El cargo, exige. Claro que lo primero que exige el cargo es una remuneración suficiente, y don Moisés, el Peón, carecía de ella. Así es que tampoco tenía nada de particular que don Moisés, el Peón, se embutiese cada día en el mismo traje con que llegó al pueblo, todo tazado y remendado, diez años atrás, e incluso que no gastase ropa interior. La ropa interior costaba un ojo de la cara y el maestro precisaba los dos ojos de la cara para desempeñar su labor.

Camila, la Lepórida, se portó mal con él; eso desde luego; don Moisés, el maestro, anduvo enamoriscado de ella una temporada y ella le dio calabazas, porque decía que era rostritorcido y tenía la boca descentrada. Esto era una tontería, y Paco, el herrero, llevaba razón al afirmar que eso no constituía inconveniente grave, ya que la Lepórida, si se casaba con él, podría centrarle la boca y enderezarle la cara a fuerza de besos. Pero Camila, la Lepórida, no andaba por la labor y se obstinó en que para besar la boca del maestro habría de besarla en la oreja y esto le resultaba desagradable. Paco, el herrero, no dijo que sí ni que no, pero pensó que siempre sería menos desagradable besar la oreja de un hombre que besar los hocicos de una liebre. Así que la cosa se disolvió en agua de borrajas. Camila, la Lepórida, continuó colgada del teléfono y don Moisés, el maestro, acudiendo diariamente a la escuela sin ropa interior, con la vuelta de los puños tazada y los codos agujereados.

El día que Roque, el Moñigo, expuso a Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sus proyectos fue un día soleado de vacación, en tanto Pascual, el del molino, y Antonio, el Buche, disputaban una partida en el corro de bolos.

—Oye, Mochuelo —dijo de pronto—; ¿por qué no se casa la Sara con el Peón?

Por un momento, Daniel, el Mochuelo, vio los cielos abiertos. ¿Cómo siendo aquello tan sencillo y pertinente no se le ocurrió antes a él?

—¡Claro! —replicó—. ¿Por qué no se casan?

—Digo —agregó a media voz el Moñigo—, que para casarse dos basta con que se entiendan en alguna cosa. La Sara y el Peón se parecen en que ninguno de los dos me puede ver a mí ni en pintura.

A Daniel, el Mochuelo, iba pareciéndole el Moñigo un ser inteligente. No veía manera de cambiar de exclamación, tan perfecto y sugestivo le parecía todo aquello.

—¡Claro! —dijo.

Prosiguió el Moñigo:

—Figúrate lo que sería vivir yo en mi casa con mi padre, los dos solos, sin la Sara. Y en la escuela, don Moisés siempre me tendría alguna consideración por el hecho de ser hermano de su mujer e incluso a vosotros por ser los mejores amigos del hermano de su mujer. Creo que me explico, ¿no?

De la contumacia del Mochuelo se infería su desbordado entusiasmo.

—¡Claro! —volvió a decir.

—¡Claro! —adujo el Tiñoso, contagiado.

El Moñigo movió la cabeza dubitativamente:

—El caso es que ellos se quieran casar —dijo.

—¿Por qué no van a querer? —afirmó el Mochuelo—. El Peón hace diez años que necesita una mujer y a la Sara no la disgustaría que un hombre le dijese cuatro cosas. Tu hermana no es guapa.

—Es fea como un diablo, ya lo sé; pero también es fea la Lepórida.

—¿Es escrupulosa la Sara? —dijo el Tiñoso.

—Qué va; si le cae una mosca en la leche se ríe y le dice: «Prepárate, que vas de viaje», y se la bebe con la leche como si nada. Luego se ríe otra vez —dijo Roque, el Moñigo.

—¿Entonces? —dijo el Tiñoso.

—La mosca ya no vuelve a darle guerra; es cosa de un momento. Casarse es diferente —dijo el Moñigo.

Los tres permanecieron un rato silenciosos. Al cabo, Daniel, el Mochuelo, dijo:

—¿Por qué no hacemos que se vean?

—¿Cómo? —inquirió el Moñigo.

El Mochuelo se levantó de un salto y se palmeó el polvo de las posaderas:

—Ven, ya verás.

Salieron de la bolera a la carretera. La actitud del Mochuelo revelaba una febril excitación.

—Escribiremos una nota al Peón como si fuera la propia Sara, ¿me entiendes? Tu hermana sale todas las tardes a la puerta de casa para ver pasar la gente. Le diremos que le espera a él y cuando él vaya y la vea creerá que le está esperando de verdad.

Roque, el Moñigo, adoptaba un gesto hosco, enfurruñado, habitual en él cuando algo no le convencía plenamente.

—¿Y si el Peón conoce la letra? —arguyó.

—La desfiguraremos —intervino, entusiasmado, el Tiñoso.

Añadió el Moñigo:

—¿Y si le enseña la carta a la Sara?

Daniel caviló un momento.

—Le diremos que queme la carta antes de ir a verla y que jamás le hable de esa carta si no quiere que se muera de vergüenza y que no le vuelva a mirar a la cara.

—¿Y si no la quema? —argumentó, obstinado, el Moñigo.

—La quemará. El asqueroso Peón tiene miedo de quedarse sin mujer. Ya es un poco viejo y él sabe que tuerce la boca. Y que eso hace feo. Y que a las mujeres no les gusta besar la boca de un hombre en la oreja. Ya se lo dijo la Lepórida bien claro —dijo el Mochuelo.

Roque, el Moñigo, añadió como hablando consigo mismo:

—Él no dirá nada por la cuenta que le tiene; le queda canguelo desde que la Camila le dio calabazas. Tienes razón.

Paulatinamente renacía la confianza en el ancho pecho del Moñigo. Ya se veía sin la Sara, sin la constante amenaza de la regla del Peón sobre su cabeza en la escuela; disfrutando de una independencia que hasta entonces no había conocido.

—¿Cuándo le escribimos la carta, entonces? —dijo.

—Ahora.

Estaban frente a la quesería y entraron en ella. El Mochuelo tomó un lápiz y un papel y escribió con caracteres tipográficos: «Don Moisés, si usted necesita una mujer, yo necesito un hombre. Le espero a las siete en la puerta de mi casa. No me hable jamás de esta carta y quémela. De otro modo me moriría de vergüenza y no volvería a mirarle a usted a la cara. Tropiécese conmigo como por casualidad. Sara».

A la hora de comer, Germán, el Tiñoso, introdujo la carta al maestro por debajo de la puerta de su casa y a las siete menos cuarto de aquella misma tarde entraba con Daniel, el Mochuelo, en casa del Moñigo a esperar los acontecimientos desde el ventanuco del pajar.

El asunto estaba bien planeado y todo, mas a pique estuvo de venirse abajo. La Sara, como de costumbre, tenía encerrado al Moñigo en el pajar cuando ellos llegaron. Y eran las siete menos cuarto. Daniel, el Mochuelo, presumía que, necesitando como necesitaba el Peón una mujer desde hacía diez años, no se retrasaría ni un solo minuto.

La voz de la Sara se desgranaba por el hueco de la escalera. A pesar de haber oído un millón de veces aquella retahíla, Daniel, el Mochuelo, no pudo evitar ahora un estremecimiento:

—Cuando mis ojos vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte fijen en Vos sus miradas lánguidas y moribundas...

El Moñigo debía saber que eran cerca de las siete, porque respondía atropelladamente, sin dar tiempo a la Sara a concluir la frase:

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

La Sara se detuvo al oír que alguien subía la escalera. Eran el Mochuelo y el Tiñoso.

—Hola, Sara —dijo el Mochuelo, impaciente—. Perdona al Moñigo, no lo volverá a hacer.

—Qué sabes tú lo que ha hecho, zascandil —dijo ella.

—Algo malo será. Tú no le castigas nunca sin un motivo. Tú eres justa.

La Sara sonrió, complacida.

—Aguarda un momento —dijo, y prosiguió rápidamente, ansiando dar cuanto antes cima a su castigo:

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