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Authors: Miguel Delibes

El camino (17 page)

A la salida, Roque, el Moñigo, capitaneando el grupo de «voces impuras», les rodeó de nuevo con su maldito estribillo:

—¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas! ¡Niñas, maricas!

Daniel, el Mochuelo, experimentaba deseos de llorar. Se contuvo, sin embargo, porque sabía que su vacilante virilidad acabaría derrumbándose con el llanto ante el grupo de energúmenos, de «las voces impuras».

Así llegó el día de la Virgen. Al despertarse aquel día, Daniel, el Mochuelo, pensó que no era tan descorazonador tener la voz aguda a los diez años y que tiempo sobrado tendría de cambiarla. No había razón por la que sentirse triste y humillado. El sol entraba por la ventana de su cuarto y a lo lejos el Pico Rando parecía más alto y majestuoso que de ordinario. A sus oídos llegaba el estampido ininterrumpido de los cohetes y las notas desafinadas de la charanga bajando la varga. A lo lejos, a intervalos, se percibía el tañido de la campana, donada por don Antonino, el marqués, convocando a misa mayor. A los pies de la cama tenía su traje nuevo, recién planchado, y una camisa blanca, escrupulosamente lavada, que todavía olía a añil y a jabón. No. La vida no era triste. Ahora, acodado en la ventana, podía comprobarlo. No era triste, aunque media hora después tuviera que cantar el «Pastora Divina» desde el coro de las «voces puras». No lo era, por más que a la salida «las voces impuras» les llamasen niñas y maricas.

Un polvillo dorado, de plenitud vegetal, envolvía el valle, sus dilatadas y vastas formas. Olía al frescor de los prados, aunque se adivinaba en el reposo absoluto del aire un día caluroso. Debajo de la ventana, en el manzano más próximo del huerto, un mirlo hacía gorgoritos y saltaba de rama en rama. Ahora pasaba la charanga por la carretera, hacia El Chorro y la casa de Quino, el Manco, y un grupo de chiquillos la seguía profiriendo gritos y dando volteretas. Daniel, el Mochuelo, se escondió disimuladamente, porque casi todos los chiquillos que acompañaban a la charanga pertenecían al grupo de «voces impuras».

En seguida se avió y marchó a misa. Los cirios chisporroteaban en el altar y las mujeres lucían detonantes vestidos. Daniel, el Mochuelo, subió al coro y desde allí miró fijamente a los ojos de la Virgen. Decía don José que, a veces, la imagen miraba a los niños que eran buenos. Podría ser debido a las llamas tembloteantes de las velas, pero a Daniel, el Mochuelo, le pareció que la Virgen aquella mañana volvía los ojos a él y le miraba. Y su boca sonreía. Sintió un escalofrío y entonces le dijo, sin mover los labios, que le ofrecía el «Pastora Divina» para que «las voces impuras» no se rieran de él ni le motejaran.

Después del Evangelio, don José, el cura, que era un gran santo, subió al púlpito y empezó el sermón. Se oyó un carraspeo prolongado en los bancos de los hombres e instintivamente Daniel, el Mochuelo, comenzó a contar las veces que don José, el cura, decía «en realidad». Aunque él no jugaba a pares o nones. Pero don José decía aquella mañana cosas tan bonitas, que el Mochuelo perdió la cuenta.

—Hijos, en realidad, todos tenemos un camino marcado en la vida. Debemos seguir siempre nuestro camino, sin renegar de él —decía don José—. Algunos pensaréis que eso es bien fácil, pero, en realidad, no es así. A veces el camino que nos señala el Señor es áspero y duro. En realidad eso no quiere decir que ése no sea nuestro camino. Dios dijo: «Tomad la cruz y seguidme».

»Una cosa os puedo asegurar —continuó—. El camino del Señor no está en esconderse en la espesura al anochecer los jóvenes y las jóvenes. En realidad, tampoco está en la taberna, donde otros van a buscarlo los sábados y los domingos; ni siquiera está en cavar las patatas o afeitar los maizales durante los días festivos. Dios mismo, en realidad, creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Y era Dios. Y como Dios que era, en realidad, no estaba cansado. Y, sin embargo, descansó. Descansó para enseñarnos a los hombres que el domingo había que descansar.

Don José, el cura, hablaba aquel día, sin duda, inspirado por la Virgen, y hablaba suavemente, sin estridencias. Prosiguió diciendo cosas del camino de cada uno, y luego pasó a considerar la infelicidad que en ocasiones traía el apartarse del camino marcado por el Señor por ambición o sensualidad. Dijo cosas inextricables y confusas para Daniel. Algo así como que un mendigo podía ser más feliz sin saber cada día si tendría algo que llevarse a la boca, que un rico en un suntuoso palacio lleno de mármoles y criados. «Algunos —dijo— por ambición, pierden la parte de felicidad que dios les tenía asignada en un camino más sencillo. La felicidad —concluyó— no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra. Aunque sea humilde».

Acabó don José y Daniel, el Mochuelo, persiguió con los ojos su menuda silueta hasta el altar. Quería llenarse los ojos de él, de su presencia carnal, pues estaba seguro que un día no lejano ocuparía una hornacina en la parroquia. Pero no sería él mismo, entonces, sino una talla en madera o una figura en escayola detestablemente pintada.

Casi le sorprendió el ruido del armonio, activado por Trino, el sacristán. La Guindilla estaba ante ellos, con la varita en la mano. Los «voces puras» carraspearon un momento. La Guindilla golpeó el armonio con la varita y Trino acometió los compases preliminares del «Pastora Divina». Luego sonaron las voces puras, acompasadas, meticulosamente controladas por la varita de la Guindilla:

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

Pooor va-lles y o-te-rooos

Tuuus hue-llas en pooos.

Tuuu grey des-va-li-da

Gi-mien-do te im-plo-ra

Es-cu-cha, Se-ño-ra,

Su ar-dien-te cla-mor.

Paaas-to-ra Di-vi-naaa

Seee-guir-te yo quie-rooo

Pooor va-lles y o-te-rooos

Tuuus hue-llas en pooos.

Cuando terminó la misa, la Guindilla les felicitó y les obsequió con un chupete a cada uno. Daniel, el Mochuelo, lo guardó en el bolsillo subrepticiamente, como una vergüenza.

Ya en el atrio, dos envidiosos le dijeron al pasar «niña, marica», pero Daniel, el Mochuelo, no les hizo ningún caso. Ciertamente, sin el Moñigo guardándole las espaldas, se sentía blando y como indefenso. A la puerta de la iglesia la gente hablaba del sermón de don José. Un poco apartada, a la izquierda, Daniel, el Mochuelo, divisó a la Mica. Le sonrió ella.

—Habéis cantado muy bien, muy bien —dijo, y le besó en la frente.

Los diez años del Mochuelo se pusieron ansiosamente de puntillas. Pero fue en vano. Ella ya le había besado. Ahora la Mica volvía a sonreír, pero no era a él. Se acercaba a ella un hombre joven, delgado y vestido de luto. Ambos se cogieron de las manos y se miraron de un modo que no le gustó al Mochuelo.

—¿Qué te ha parecido? —dijo ella.

—Encantador; todo encantador —dijo él.

Y entonces, Daniel, el Mochuelo, acongojado por no sabía qué extraño presentimiento, se apartó de ellos y vio que toda la gente se daba codazos y golpecitos y miraban de un lado a otro de reojo y se decían con voz queda: «Mira, es el novio de la Mica», «Mira, es el novio de la Mica», «¡Caramba! Ha venido el novio de la Mica», «Es guapo el novio de la Mica», «No está mal el novio de la Mica». Y ninguno quitaba el ojo del hombre joven delgado y vestido de luto, que tenía entre las suyas las manos de la Mica.

Comprendió entonces Daniel, el Mochuelo, que sí había motivos suficientes para sentirse atribulado aquel día, aunque el sol brillase en un cielo esplendente y cantasen los pájaros en la maleza, y agujereasen la atmósfera con sus melancólicas campanadas los cencerros de las vacas y la Virgen le hubiera mirado y sonreído. Había motivos para estar triste y para desesperarse y para desear morir y algo notaba él que se desgajaba amenazadoramente en su interior.

Por la tarde, bajó a la romería. Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, le acompañaban. Daniel, el Mochuelo, seguía triste y deprimido; sentía la necesidad de un desahogo. En el prado olía a churros y a aglomeración humana; a alegría congestiva y vital. En el centro estaba la cucaña, diez metros más alta que otros años. Se detuvieron ante ella y contemplaron los intentos fallidos de dos mozos que no pasaron de los primeros metros. Un hombre borracho señalaba con un dedo la punta de la cucaña y decía:

—Hay allí cinco duros. El que suba y los baje que me convide.

Y se reía con un cloqueo contagioso. Daniel, el Mochuelo, miró a Roque, el Moñigo.

—Voy a subir yo —dijo.

Roque le acució:

—No eres hombre.

Germán, el Tiñoso, se mostraba extrañamente precavido:

—No lo hagas. Te puedes matar.

Le empujó su desesperación, un vago afán de emular al joven enlutado, a los niños del grupo de «las voces impuras». Saltó sobre el palo y ascendió, sin esfuerzo, los primeros metros. Daniel, el Mochuelo, tenía como un fuego muy vivo en la cabeza, una mezcla rara de orgullo herido, vanidad despierta y desesperación. «Adelante —se decía—. Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas». «Nadie será capaz de hacer lo que tú hagas». Y seguía ascendiendo, aunque los muslos le escocían ya. «Subo porque no me importa caerme». «Subo porque no me importa caerme», se repetía, y al llegar a la mitad miró hacia abajo y vio que toda la gente del prado pendía de sus movimientos y experimentó vértigo y se agarró afanosamente al palo. No obstante, siguió trepando. Los músculos comenzaban a resentirse del esfuerzo, pero él continuaba subiendo. Era ya como una cucarachita a los ojos de los de abajo. El palo empezó a oscilar como un árbol mecido por el viento. Pero no sentía miedo. Le gustaba estar más cerca del cielo, poder tratar de tú al Pico Rando. Se le enervaban los brazos y las piernas. Oyó un grito a sus pies y volvió a mirar abajo.

—¡Daniel, hijo!

Era su madre, implorándole. A su lado estaba la Mica, angustiada. Y Roque, el Moñigo, disminuido, y Germán, el Tiñoso, sobre quien acababa de recobrar la jerarquía, y el grupo de «los voces puras» y el grupo de «las voces impuras», y la Guindilla mayor y don José, el cura, y Paco, el herrero, y don Antonino, el marqués, y también estaba el pueblo, cuyos tejados de pizarra ofrecían su mate superficie al sol. Se sentía como embriagado; acuciado por una ambición insaciable de dominio y potestad. Siguió trepando sordo a las reconvenciones de abajo. La cucaña era allí más delgada y se tambaleaba con su peso como un hombre ebrio. Se abrazó al palo frenéticamente, sintiendo que iba a ser impulsado contra los montes como el proyectil de una catapulta. Ascendió más. Casi tocaba ya los cinco duros donados por «los Ecos del Indiano». Pero los muslos le escocían, se le despellejaban, y los brazos apenas tenían fuerzas. «Mira, ha venido el novio de la Mica», «Mira, ha venido el novio de la Mica», se dijo, con rabia mentalmente, y trepó unos centímetros más. ¡Le faltaba tan poco! Abajo reinaba un silencio expectante. «Niña, marica; niña, marica», murmuró, y ascendió un poco más. Ya se hallaba en la punta. La oscilación de la cucaña aumentaba allí. No se atrevía a soltar la mano para asir el galardón. Entonces acercó la boca y mordió el sobre furiosamente. No se oyó abajo ni un aplauso, ni una voz. Gravitaba sobre el pueblo el presagio de una desgracia. Daniel, el Mochuelo, empezó a descender. A mitad del palo se sintió exhausto, y entonces dejó de hacer presión con las extremidades y resbaló rápidamente sobre el palo encerado, y sintió abrasársele las piernas y que la sangre saltaba de los muslos en carne viva.

De improviso se vio en tierra firme, rodeado de un clamor estruendoso, palmetazos que le herían la espalda y cachetes y besos y lágrimas de su madre, todo mezclado. Vio al hombre enlutado que llevaba del brazo a la Mica y que le decía, sonriente: «Bravo, muchacho». Vio al grupo de «las voces impuras» alejarse cabizbajos. Vio a su padre, haciendo aspavientos y reconviniéndole y soltando chorros de palabras absurdas que no entendía. Vio, al fin, a la Uca-uca correr hacia él, abrazársele a las piernas magulladas y prorrumpir en un torrente de lágrimas incontenibles...

Luego, de regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, cambió otra vez de parecer en el día y se confesó que no tenía ningún motivo para estar atribulado. Después de todo, el día estaba radiante, el valle era hermoso y el novio de la Mica le había dicho sonriente: «¡Bravo, muchacho!».

XVIII

Como otras muchas mujeres, la Guindilla mayor despreció el amor mientras ningún hombre le propuso amar y ser amada. A veces, la Guindilla se reía de que el único amor de su vida hubiera nacido precisamente de su celo moralizador. Sin su afán de recorrer los montes durante las anochecidas de los domingos no hubiera soliviantado a los mozos del pueblo, y, sin soliviantar a los mozos del pueblo, no hubiera dado a Quino, el Manco, oportunidad de defenderla y sin esta oportunidad, jamás se hubiera conmovido el seco corazón de la Guindilla mayor, demasiado ceñido y cerrado entre las costillas. Era, la de su primer y único amor, una cadena de causalidad y casualidad que si pensaba en ella la abrumaba. Son infinitos los caminos del Señor.

Los amores de la Guindilla y Quino, el Manco, tardaron en conocerse en el pueblo. Además, progresaron con una lentitud crispante. Era un paso definitivo, a la postre. Quino, el Manco, ya había pensado en ella, en la Guindilla, antes del incidente con los mozos. La Guindilla no era joven y él tampoco. Por otro lado, la Guindilla era enjuta y delgada y poseía un negocio en marcha; y un evidente talento comercial. Precisamente de lo que él carecía. Ultimamente, Quino estaba asfixiado por las hipotecas. Bien mirado, propiedad de él, lo que se dice de él, no restaba ni un hierbajo del huerto. Además, la Guindilla era delgada y tenía los muslos escurridos. Vamos, al parecer. Naturalmente, ni él ni nadie vieron nunca los muslos a la Guindilla. En fin, la Guindilla mayor constituía para él una solución congruente y pintiparada.

Cuando Quino, el Manco, la defendió de los mozos en el puente no lo hizo con miras egoístas. Lo hizo porque era un hombre noble y digno y detestaba la violencia, sobre todo con las mujeres. ¿Que luego se enredó la cosa y la Guindilla le miró de éste u otro modo, y le besó ardorosamente el muñón y él, al beso, sintió como el cosquilleo de un calambre a lo largo del brazo y se conmovió? bien. Eslabones de una misma cadena. Incidencias necesarias para abordar un fin ineluctable. Designios de Dios.

El beso en la carne retorcida del muñón sirvió también para que Quino, el Manco, constatase que aún existía en su cuerpo pujanza y la eficacia de la virilidad. Aún no estaba neutralizado como sexo; contaba todavía. Y se dio en pensar en eventualidades susceptibles de ser llevadas a la práctica. Y así nació la idea de introducir una flor cada mañana a la Guindilla, por debajo de la puerta de la tienda, antes de que el pueblo despertase.

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