Authors: Miguel Delibes
—Se ponen enfermas al ver al niño —confesó—. Los niños nacen con el cuerpo lleno de vello y sin ojos, ni orejas, ni narices. Sólo tienen una boca muy grande para mamar. Luego les van naciendo los ojos, y las orejas, y las narices y todo.
Daniel, el Mochuelo, escuchaba las palabras del Moñigo todo estremecido y anhelante. Ante sus ojos se abría una nueva perspectiva que, al fin y al cabo, no era otra cosa que la justificación de la vida y la humanidad. Sintió una repentina vergüenza de hallarse enteramente desnudo al aire libre. Y, al tiempo, experimentó un amor remozado, vibrante e impulsivo hacia su madre. Sin él saberlo, notaba, por primera vez, dentro de sí, la emoción de la consanguinidad. Entre ellos había un vínculo, algo que hacía, ahora, de su madre una causa imprescindible, necesaria. La maternidad era más hermosa así; no se debía al azar, ni al capricho un poco absurdo de una cigüeña. Pensó Daniel, el Mochuelo, que de cuanto sabía de «eso», era esto lo que más le agradaba; el saberse consecuencia de un gran dolor y la coincidencia de que ese dolor no lo hubiera esquivado su madre porque deseaba tenerle precisamente a él.
Desde entonces, miró a su madre de otra manera, desde un ángulo más humano y simple, pero más sincero y estremecido también. Era una sensación extraña la que le embargaba en su presencia; algo así como si sus pulsos palpitasen al unísono, uniformemente; una impresión de paralelismo y mutua necesidad.
En lo sucesivo, Daniel, el Mochuelo, siempre que iba a bañarse a la Poza del Inglés, llevaba un calzoncillo viejo y remendado, como el Moñigo, y se ponía lo de atrás delante. Y, entonces, pensaba en lo feo que debía ser él nada más nacer, con todo el cuerpo cubierto de vello y sin ojos, ni orejas, ni narices, ni nada... Sólo una bocaza enorme y ávida para mamar. «Como un topo», pensaba. Y el primer estremecimiento se transformaba al poco rato en una risa espasmódica y contagiosa.
Según Roque, el Moñigo, la Guindilla menor era una de las mujeres del pueblo que tenía el vientre seco. Esto, aunque de difícil comprobación, no suponía nada de particular porque las Guindillas, más o menos, lo tenían seco todo.
La Guindilla menor regresó al pueblo en el tranvía interprovincial a los tres meses y cuatro días, exactamente, de su fuga. El regreso, como antes la fuga, constituyó un acontecimiento en todo el valle, aunque, también, como todos los acontecimientos, pasó y se olvidó y fue sustituido por otro acontecimiento que, a su vez, le ocurrió otro tanto y también se olvidó. Pero, de esta manera, iba elaborándose, poco a poco, la pequeña y elemental historia del valle. Claro que la Guindilla regresó sola, y a don Dimas, el del Banco, no se le volvió a ver el pelo, a pesar de que don José, el cura, prejuzgaba que no era mal muchacho. Bueno o malo, don Dimas se disolvió en el aire, como se disolvía, sin dejar rastro, el eco de las montañas.
Fue Cuco, el factor, quien primero llevó la noticia al pueblo. Después de la «radio» de don Ramón, el boticario, Cuco, el factor, era la compañía más codiciada del lugar. Sus noticias eran siempre frescas y curiosas, aunque no siempre edificantes. Cuco, el factor, ostentaba una personalidad rolliza, pujante, expansiva y físicamente optimista. Daniel, el Mochuelo, le admiraba; admiraba su carácter, sus conocimientos y la simplicidad con que manejaba y controlaba la salida, entrada y circulación de los trenes por el valle. Todo esto implicaba una capacidad; la ductilidad y el talento de organización de un factor no se improvisan.
Irene, la Guindilla menor, al apearse del tren, llevaba lágrimas en los ojos y parecía más magra y consumida que cuando marchó, tres meses antes. Aparentaba caminar bajo el peso de un fardo invisible que la obligaba a encorvarse por la cintura. Eran, sin duda, los remordimientos. Vestía como suelen vestir las mujeres viudas, muy viudas, toda enlutada y con una mantilla negra y tupida que le escamoteaba el rostro.
Había llovido durante el día y la Guindilla, al subir la varga, camino del pueblo, no se preocupaba de sortear los baches, antes bien parecía encontrar algún raro consuelo en la inmersión repetida de sus piececitos en los charcos y el fango de la carretera.
Lola, la Guindilla mayor, quedó pasmada al sorprender a su hermana, indecisa, a la puerta de la tienda. Se pasó la mano repetidamente por los ojos como queriendo disipar alguna mala aparición.
—Sí, soy yo, Lola —murmuró la menor—. No te extrañes. Aunque pecadora y todo, he vuelto. ¿Me perdonas?
—¡Por los siglos de los siglos! Ven aquí. Pasa —dijo la Guindilla mayor.
Desaparecieron las dos hermanas en la trastienda. Ya en ella, se contemplaron una a otra en silencio. La Guindilla menor se mantenía encogida y cabizbaja y humillada. La mayor aparentaba haber engordado instantáneamente con el regreso y el arrepentimiento de la otra.
—¿Sabes lo que has hecho, Irene? —fue lo primero que le dijo.
—Calla, por favor —gimoteó la hermana, y se desplomó sobre el tablero de la mesa, llorando a moco tendido.
La Guindilla mayor respetó el llanto de su hermana. El llanto era necesario para lavar la conciencia. Cuando Irene se incorporó, las dos hermanas se miraron de nuevo a los ojos. Apenas precisaban de palabras para entenderse. La comprensión brotaba de lo inexpresado:
—Irene, ¿has...?
—He...
—¡Dios mío!
—Me engañó.
—¿Te engañó o te engañaste?
—Como quieras, hermana.
—¿Era tu marido cuando...?
—No... No lo es ahora, siquiera.
—¡Dios mío! ¿Esperas...?
—No. Él me dijo... él me dijo...
Se le rompió la voz en un sollozo. Se hizo otro silencio. Al cabo, la Guindilla mayor inquirió:
—¿Qué te dijo?
—Que era machorra.
—¡Canalla!
—Ya lo ves; no puedo tener hijos.
La Guindilla mayor perdió de repente los buenos modales y, con éstos, los estribos.
—Ya sabes lo que has hecho, ¿verdad? Has tirado la honra. La tuya, la mía y la de la bendita memoria de nuestros padres...
—No. Eso no, Lola, por amor de Dios.
—¿Qué otra cosa, entonces?
—Las mujeres feas no tenemos honra, desengáñate, hermana.
Decía esto con gesto resignado, aplanada por un inexorable convencimiento. Luego añadió:
—Él lo dijo así.
—La reputación de una mujer es más preciosa que la vida, ¿no lo sabías?
—Lo sé, Lola.
—¿Entonces?
—Haré lo que tú digas, hermana.
—¿Estás dispuesta?
La Guindilla menor agachó la cabeza.
—Lo estoy —dijo.
—Vestirás de luto el resto de tu vida y tardarás cinco años en asomarte a la calle. Ésas son mis condiciones, ¿las aceptas?
—Las acepto.
—Sube a casa, entonces.
La Guindilla mayor cerró con llave la puerta de la tienda y subió tras ella. Ya en su cuarto, la Guindilla menor se sentó en el borde de la cama; la mayor trajo una palangana con agua tibia y le lavó los pies. Durante esta operación permanecieron en silencio. Al concluir, la Guindilla menor suspiró y dijo:
—Ha sido un malvado, ¿sabes?
La Guindilla mayor no contestó. Le imbuía un seco respeto el ademán de desolación de su hermana. Ésta continuó:
—Quería mi dinero. El muy sinvergüenza creía que teníamos mucho dinero; un montón de dinero.
—¿Por qué no le dijiste a tiempo que entre las dos sólo sumábamos mil duros?
—Hubiera sido mi perdición, hermana. Me hubiera abandonado y yo estaba enamorada de él.
—Callar es lo que te ha perdido, loca.
—Lo gastó todo, ¿sabes?
—¿Qué?
—Vivió conmigo mientras duró el dinero. Se acabó el dinero, se acabó Dimas. Luego me dejó tirada como a una perdida. Dimas es un mal hombre, Lola. Es un hombre perverso y cruel.
Las escuálidas mejillas de la Guindilla mayor se encendieron aún más de lo que habitualmente estaban.
—Es un ladrón. Eso es lo que es. Igual, lo mismo que el otro Dimas —dijo.
Se quedó silenciosa al apagarse su arrebato. Repentinamente los escrúpulos empezaron a socavarle la conciencia. ¿Qué es lo que había dicho de Dimas, el buen ladrón? ¿No gustaba el Señor de esta clase de arrepentidos? La Guindilla mayor sintió un vivo remordimiento. «De todo corazón te pido perdón, Dios mío», se dijo. Y se propuso que al día siguiente, nada más levantarse, iría a reconciliarse con don José; él sabría perdonarla y consolarla. Esto era lo que la urgía: un poco de consuelo.
Se pasó, de nuevo, la mano por los ojos, tratando de desvanecer la pesadilla. Luego se sonó ruidosamente la larga nariz y dijo:
—Está bien, hermana; cámbiate de ropa. Yo vuelvo a la tienda. Cuando acabes puedes regar los geranios de la galería como hacías siempre antes de la desgracia. Mañana verás a don José. Has de lavar cuanto antes tu alma empecatada.
La Guindilla menor la interrumpió:
—¡Lola!
—¿Qué?
—Me da mucha vergüenza.
—¿Es que todavía te queda algo?
—¿De qué?
—De vergüenza.
Irene hizo un mohín de desesperación.
—No lo puedo remediar, hermana.
—Vergüenza debería haberte dado escaparte con un hombre desconocido. ¡Por Dios bendito que entonces no hiciste tanto remilgo!
—Es que don José, don José... es un santo, Lola, compréndelo. No entendería mi flaqueza.
—Don José comprende todas las flaquezas humanas, Irene. Dios está en él. Además, una buena confesión forma también parte de mis condiciones, ¿entiendes?
Se oyó el tintineo de una moneda contra los cristales de la tienda. La Guindilla mayor se impacientó:
—Vamos, decídete, hermana; llaman abajo.
Irene, la Guindilla menor, accedió, al fin:
—Está bien, Lola; mañana me confesaré. Estoy decidida.
La Guindilla mayor descendió a la tienda. Dio media vuelta a la llave y entró Catalina, la Lepórida. Ésta, al igual que sus hermanas, tenía el labio superior plegado como los conejos y su naricita se fruncía y distendía incesantemente como si incesantemente olisquease. Las llamaban, por eso, las Lepóridas. También las apodaban las Cacas, porque se llamaban Catalina, Carmen, Camila, Caridad y Casilda y el padre había sido tartamudo.
Catalina se aproximó al mostrador.
—Una peseta de sal —dijo.
Mientras la Guindilla mayor la despachaba, ella alzó la carita de liebre hacia el techo y durante unos segundos vibraron nerviosamente las aletillas de su nariz.
—Lola, ¿es que tienes forasteros?
La Guindilla se cerró, hermética. Las Lepóridas eran las telefonistas del pueblo y conocían las noticias casi tan pronto como Cuco, el factor. Respondió cauta:
—No, ¿por qué?
—Parece que se oye ruido arriba.
—Será el gato.
—No, no; son pisadas.
—También el gato pisa.
—Entiéndeme, son pisadas de personas. No serán ladrones, ¿verdad?
La Guindilla mayor cortó:
—Toma, la sal.
La Lepórida miró de nuevo al techo, olisqueó el ambiente con insistencia y, ya en la puerta, se volvió:
—Lola, sigo oyendo pisadas arriba.
—Está bien. Vete con Dios.
Pocas veces la tienda de las Guindillas estuvo tan concurrida como aquella tarde y pocas veces también, de tan crecido número de clientes, salió una caja tan mezquina.
Rita, la Tonta, la mujer del zapatero, fue la segunda en llegar.
—Dos reales de sal —pidió.
—¿No lo llevaste ayer?
—Puede. Quiero más.
Al cabo de una pausa, Rita, la Tonta, bajó la voz:
—Digo que tienes luz arriba. Estará corriendo el contador.
—¿Vas a pagármelo tú?
—Ni por pienso.
—Entonces déjalo que corra.
Llegaron después la Basi, la criada del boticario; Uca, la del Chano; María, la Chata, que también tenía el vientre seco; Sara, la Moñiga; las otras cuatro Lepóridas; Juana, el ama de don Antonino, el marqués; Rufina, la de Pancho, que desde que se casó tampoco creía en Dios ni en los santos, y otras veinte mujeres más. Salvo las cuatro Lepóridas, todas iban a comprar sal y todas oían pisadas arriba o se inquietaban, al ver luz en los balcones, por la carrera del contador.
A las diez, cuando ya el pueblo se rendía al silencio, se oyó la voz potente, un poco premiosa y arrastrada de Paco, el herrero. Iba éste haciendo eses por la carretera y ante los balcones de las Guindillas se detuvo. Portaba una botella en la mano derecha y, con la izquierda, se rascaba incesantemente el cogote. Las frases que voceaba hubiesen resultado abstrusas e incoherentes si todo el pueblo no hubiera estado al cabo de la calle.
—¡Viva la hermana pródiga! ¡Viva la mujer de los muslos escurridos y el pecho de tabla!... —Hizo un cómico gesto de estupor, se rascó otra vez el cogote, eructó, volvió a mirar a los balcones y remató: —¿Quién te robó el corazón? ¡Dimas, el buen ladrón!
Y se reía él solo, incrustando el poderoso mentón en el pecho gigantesco. Las Guindillas apagaron la luz y observaron al escandaloso por una rendija de la ventana. «Este perdido tenía que ser», murmuró Lola, la Guindilla mayor, al descubrir los destellos que el mortecino farolillo de la esquina arrancaba del pelo híspido y rojo del herrero. Cuando éste pronunció el nombre de Dimas, le entró una especie de ataque de nervios a la Guindilla menor. «Por favor, echa a ese hombre de ahí; que se vaya ese hombre, hermana. Su voz me vuelve loca», dijo. La Guindilla mayor agarró el cubo donde desaguaba el lavabo, entreabrió la ventana y vertió su contenido sobre la cara de Paco, el herrero, que en ese momento iniciaba un nuevo vítor:
—¡Vivan las...!
El remojón le cortó la frase. El borracho miró al cielo con gesto estúpido, extendió sus manazas poniéndose en cruz y murmuró para sí, al tiempo que avanzaba tambaleándose carretera adelante:
—Vaya, Paco, a casita. Ya está diluviando otra vez.
Comprendía Daniel, el Mochuelo, que ya no le sería fácil dormirse. Su cabeza, desbocada hacia los recuerdos, en una febril excitación, era un hervidero apasionado, sin un momento de reposo. Y lo malo era que al día siguiente habría de madrugar para tomar el rápido que le condujese a la ciudad. Pero no podía evitarlo. No era Daniel, el Mochuelo, quien llamaba a las cosas y al valle, sino las cosas y el valle quienes se le imponían, envolviéndole en sus rumores vitales, en sus afanes ímprobos, en los nimios y múltiples detalles de cada día.
Por la ventana abierta, frente a su camastro quejumbroso, divisaba la cresta del Pico Rando, hincándose en la panza estrellada del cielo. El Pico Rando asumía de noche una tonalidad mate y tenebrosa. Mandaba en el valle esta noche como había mandado en él a lo largo de sus once años, como mandaba en Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, su amigo Roque, el Moñigo. La pequeña historia del valle se reconstruía ante su mirada interna, ante los ojos de su alma, y los silbidos distantes de los trenes, los soñolientos mugidos de las vacas, los gritos lúgubres de los sapos bajo las piedras, los aromas húmedos y difusos de la tierra avivaban su nostalgia, ponían en sus recuerdos una nota de palpitante realidad.