Eché a andar hacia el asqueroso Támesis, aquella especie de marea de cagarros infestada de imbéciles que vivían en barcos y demás memos amantes del remo. Estuve andando a buen paso bastante rato hasta que, de pronto, advertí que una especie de ser pequeñito que paseaba tranquilamente con las manos metidas en los bolsillos me estaba siguiendo. Pues me importaba un comino.
Quería pensar en Eleanor y en lo penoso que era para mí verla todos los días cuando lo único que deseaba en el mundo era volver con ella. Tengo que reconocer que había abrigado la esperanza de que mi indiferencia conseguiría reavivar su antiguo interés por mí, que me echaría de menos y me invitaría de nuevo a su casa, comería repollo hervido y volvería a darle un beso entre los muslos. Pero en mi carta le había pedido que no se me acercara; eso era precisamente lo que hacía y, además, sin esfuerzo aparente. A lo mejor trataría de hablar con ella por última vez.
La curiosidad que sentía por la persona que me estaba siguiendo me resultaba ya difícil de soportar, así que, un poco más abajo, me escondí en el portal de un pub a la orilla del río y me abalancé sobre ella medio desnudo gritando:
—¿Quién eres? ¿Por qué me sigues?
Cuando la solté, vi que aquello la había dejado impertérrita porque no parecía asustada y sonreía.
—Tu actuación me ha encantado —me dijo, mientras seguíamos paseando—. Me has hecho reír un montón, sólo quería que lo supieras. Y, además, tienes una cara preciosa. Y qué labios. Bueno.
—¿Ah, sí? ¿Te gusto?
—Pues claro, por eso quería estar un rato contigo. Espero que no te haya molestado que te siguiera. Es que he visto enseguida que querías marcharte. Parecías asustado. Enfadado, incluso. Menudo lío, ¿eh? ¿No querrás estar solo?
—Tú no te preocupes. Tener amigos siempre es bueno.
¡Dios mío, pero si hablaba como un idiota! Y, sin embargo, ella me cogió del brazo y seguimos paseando junto al río, dejando atrás la casa de William Morris camino de la tumba de Hogarth.
—Mira que es curioso que otro haya tenido la misma ocurrencia que yo —dijo la mujer en cuestión, que se llamaba Hilary.
—¿Qué ocurrencia?
—Pues seguirte —me aclaró.
Al volverme vi a Heater ahí de pie, y ni siquiera se molestó en esconderse. Le saludé con un alarido que me salió directo del estómago y que hizo retumbar el aire como un jet. Hasta Janov me habría aplaudido.
—¿Y ahora qué quieres, Heater? ¿Por qué no te vas a la mierda y te mueres de cáncer de una vez, cabrón rechoncho y monstruoso?
Rectificó la postura y separó las piernas para distribuir el peso de manera equilibrada y quedar mejor afianzado. Ya estaba listo. Quería pelea.
—¡He venido por ti, paqui de mierda! ¡Nunca me has gustado! ¡Y encima os habéis aprovechado de Eleanor! ¡Tú y ese Pyke!
Hilary me cogió, de la mano. Estaba tranquila.
—¿Por qué no echamos a correr? —me propuso.
—Buena idea —dije—. Eso es.
—Pues anda, vamos.
Eché a correr hacia Heater y, para encaramarme a él, me subí a su rodilla, le agarré de las solapas y aproveché el impulso para darle un buen golpetazo en la nariz con la frente, tal como me habían enseñado en la escuela. ¡Gracias a Dios que existe una cosa que se llama educación! Heater se alejó haciendo eses con las manos en la nariz. Y, entonces, Hilary y yo echamos a correr y a gritar y a abrazarnos y a besarnos y, de pronto, vi sangre por todas partes, estábamos literalmente cubiertos de sangre. Había olvidado por completo que si algo había aprendido Heater en la escuela era a no salir nunca de casa sin llevar cuchillas de afeitar cosidas debajo de las solapas.
El teatro se llenaba todas las noches y, para mayor satisfacción, los viernes y sábados había gente que tenía que volverse a casa sin entrada. Haríamos más funciones de las previstas. No me podía quitar el espectáculo de la cabeza en todo el día. ¿Cómo iba a olvidarlo? Pasar por aquella experiencia todas las noches suponía un esfuerzo tremendo. Si no estaba concentrado de verdad, era imposible actuar, como descubrí la noche que me encontré desamparado, en medio del escenario, mirando a Eleanor embobado y sin saber por qué acto íbamos. Enseguida aprendí que la mejor táctica para evitar que la función de la noche me amargara el día era volver el horario normal del revés: levantarme a las tres o las cuatro de la tarde para tener la sensación de que la función se hacía por la mañana y, así, después siempre me quedaban muchas horas por delante para pensar en otras cosas.
Después de la función íbamos siempre a algún restaurante y todas las miradas se posaban en nosotros. La gente nos señalaba. Nos invitaban a copas, les parecía un privilegio conocernos. Nos invitaban con insistencia a sus fiestas, para darles un toque interesante. Y nosotros aceptábamos las invitaciones y aparecíamos a medianoche cargados de botellas de vino y cerveza. Siempre nos ofrecían alguna droga. Me acosté con varias mujeres. Ahora todo esto resultaba mucho más fácil. También tenía un agente. De hecho, hasta me habían ofrecido un pequeño papel de taxista en una película de televisión. Disponía de dinero para divertirme. Una noche, Pyke pasó por el teatro y nos preguntó si nos apetecía irnos a Nueva York con el espectáculo. Al parecer, un teatro pequeño pero de mucho prestigio nos había hecho una oferta. ¿Nos apetecía ir?
—Si os interesa, decídmelo —dejó caer, como si no le importara—. Vosotros tenéis la última palabra.
Pyke nos hizo algunas recomendaciones después del espectáculo y aproveché la ocasión para preguntarle si le iba bien que fuera a visitarle ese fin de semana. Pyke sonrió y me dio unas palmaditas en el trasero.
—Ven cuando quieras —dijo—. ¿Por qué no?
—Siéntate —me dijo cuando llegué, dispuesto a pedirle dinero.
Una mujer ya bastante vieja con bata de nailon rosa apareció en el salón con un plumero.
—Déjalo para más tarde, Mavis —le aconsejó.
—Matthew… —dije.
—Ponte cómodo mientras me ducho —me interrumpió—. ¿Tienes prisa?
Y se marchó, dejándome a solas en el salón con aquella escultura de un coño. Como la última vez, empecé a deambular por la habitación. Se me ocurrió que podía robar algo que Terry pudiera luego vender para el Partido. O también podía conservarlo como un trofeo. Examiné los jarrones y sopesé los pisapapeles, pero no tenía ni la menor idea de si eran o no valiosos. Y precisamente estaba a punto de meterme uno en el bolsillo cuando apareció Marlene, en pantalones cortos y camiseta. Tenía las manos y los brazos manchados de pintura. Al parecer, estaba pintando. Su piel se me antojó de una palidez enfermiza. ¿Cómo había sido capaz de besarla y lamerla de aquel modo?
—Ah, eres tú. —No quedaba ni rastro de su antiguo entusiasmo. Probablemente se debía de haber hartado de mí. Esa gente siempre cambiaba de la noche a la mañana—. ¿A qué has venido? —me preguntó. Se me acercó y, de pronto, se le iluminó la expresión—. Venga, démonos un beso, Karim. —Marlene se inclinó hacia mí con los ojos cerrados. Apenas le rocé los labios, pero Marlene no quiso abrir los ojos—. Eso no es un beso. Cuando me besan quiero sentir el beso —puntualizó.
Entonces me metió la lengua en la boca y empezó a mover los labios pegados a los míos y a meterme mano por todas partes.
—¡Por el amor de Dios! ¿No puedes dejarle en paz? —dijo Pyke, que acababa de entrar en la habitación—. ¿Dónde está ese gel de madera de sándalo que tanto me gusta?
Marlene se incorporó.
—¿Y cómo quieres que lo sepa? No soy una presumida como tú, ni un machito asqueroso. No lo uso.
Pyke revolvió el bolso de Marlene y luego revolvió varios cajones, y sacó un montón de cosas. Marlene se limitó a mirarle en silencio, con los brazos en jarra, y esperó a que estuviera a punto de marcharse para soltarle a gritos:
—¿Por qué eres tan arrogante? ¡A mí no me hables como si fuera una de tus putitas actrices! ¿Por qué tendría que dejarle en paz? ¿Acaso no te has liado tú con su novia?
Pyke se detuvo y le replicó:
—Por mí te lo puedes tirar. Me da igual. Y sabes perfectamente que me da igual. Haz lo que te apetezca, Marlene.
—¡Anda y que te jodan! —dijo Marlene—, ¡a ti y a tu libertad de mierda! Por mí te la puedes meter en el culo.
—Además, no es su novia —dijo Pyke.
—¿Que no es su novia? —Marlene se volvió hacia mí—. ¿Ah, no? —Volvió a dirigirse a Pyke—. ¿Puede saberse qué has hecho? —Pyke no abría la boca—. Habéis terminado por su culpa, ¿no es eso, Karim?
—Pues sí —reconocí.
Me levanté. Marlene y Pyke se miraban el uno al otro cargados de odio.
—Matthew, sólo he venido a pedirte una cosa. No es nada, no tardaremos mucho. ¿Tienes tiempo?
—Será mejor que os deje a solas entonces —dijo Marlene, con cierto sarcasmo.
—¿Dónde está mi gel de baño? —insistió Pyke—. Te lo pregunto en serio, ¿dónde está?
—¡Anda y que te den por el culo! —dijo Marlene al salir.
—Vaya, vaya —dijo Pyke, ya más tranquilo.
Le pedí el dinero. Le expliqué para qué lo quería. Le pedí trescientas libras.
—¿Para fines políticos? —me preguntó—. Lo haces por el Partido, ¿no? ¿No tengo razón?
—Sí.
—¿Tú?
—Sí.
—Vaya, vaya con Karim. Ahora resulta que tenía una idea equivocada de ti.
Traté de mostrarme despreocupado.
—Pues sí. A lo mejor sí la tenías.
Entonces Pyke me miró muy serio, pero con verdadero afecto, como si me comprendiera.
—No pretendía ofenderte —se disculpó—, pero es que no me había enterado de que estuvieras tan comprometido políticamente.
—Y no lo estoy —quise aclarar—. Pero me han pedido si podía hacerles este favor.
Pyke fue a buscar el talonario.
—Supongo que no te dijeron que me explicaras todo esto. —Cogió el bolígrafo—. De modo que eres su chico de los recados. Eres un chiquillo muy vulnerable, Karim. No permitas que te utilicen. Toma el cheque.
Pyke estuvo encantador. Me dio un cheque de quinientas libras. Me podría haber pasado el día entero hablando con él, charlando y chismorreando como solíamos hacer en su coche. Sin embargo, cuando me hubo dado el dinero, me marché. No le apetecía especialmente que me quedara y, además, tampoco quería arriesgarme a que Marlene me acorralara.
Estaba ya traspasando el umbral de la puerta principal cuando la vi bajar por las escaleras y gritar:
—¡Karim, Karim!
Y antes de cerrar la puerta de un portazo, oí a Pyke que le decía:
—¿Pero no te das cuenta de que huye de ti como de la peste?
Como no tenía valor para ir a visitar a Eleanor a su casa, decidí pedirle el dinero una noche, en el teatro. Hablar con ella me costaba mucho y ella no me facilitaba precisamente las cosas pues, mientras le explicaba el asunto y le aclaraba que no pretendía hablar de amor, sino de negocios, se pasó el rato jugueteando con todo lo que tenía en el camerino: libros, cintas, maquillaje, fotografías, tarjetas, cartas, ropa… Hasta se probó un par de sombreros, ¡por el amor de Dios! Y me hizo todo esto porque no quería verme, no quería tener que sentarse y mirarme a la cara. No obstante, enseguida tuve la sensación de que me había arrancado de sus pensamientos. Significaba muy poco para ella: ni siquiera había sido un fracaso importante.
Tampoco era que ella me gustara mucho, pero no quería que se me escapara. No podía soportar que me dejaran de lado, que me abandonaran, que no me tuvieran en cuenta. Y, sin embargo, ya lo habían hecho. Ahí estaba la prueba. No podía hacer nada por evitarlo, de modo que le dije lo que quería. Eleanor se limitó a asentir con la cabeza y a coger un libro.
—¿Lo has leído?
Ni siquiera me molesté en mirarlo. No era momento de hablar de libros. Insistí en lo del dinero. Así ayudaría al Partido y ellos se encargarían de cambiar lo que había que cambiar.
—No —dijo, por fin—, no pienso darte esas quinientas libras.
—¿Por qué no?
—He estado pensando en Gene.
—Siempre estás pensando en Gene y…
—Sí. ¿Y qué? ¿No puedo?
—Dejémoslo, Eleanor —la apacigüé—. Vamos a seguir con esto.
—Gene era…
Descargué mi puño contra la mesa. Me estaba empezando a hartar. No podía quitarme de la cabeza una frase de una canción de Bob Dylan: «Stuck Inside of Mobile with the Memphis Blues Again».
—Se trata del Partido. Necesitan el dinero. Eso es todo. Ya está. No tiene nada que ver con Gene ni con nosotros.
Pero Eleanor insistía.
—Te estoy hablando y no me escuchas.
—Eres rica, ¿no? ¡Pues a repartirlo, cariño!
—¡Cabrón asqueroso! —me insultó—. ¿Acaso no lo pasamos bien juntos, tú y yo?
—Sí, es verdad. Lo pasé muy bien. Íbamos al teatro, follábamos y tú salías con Pyke.
Entonces me sonrió y dijo:
—Ahí está. No es un Partido para negros, es sólo para blancos, por si no te has enterado. Así que no pienso dar ni un céntimo a ese tipo de tinglados racistas.
—De acuerdo —dije y me levanté—. Gracias de todos modos.
—Y Karim —dijo, mirándome a la cara. Quería ser amable, así que añadió—: No te amargues.
Aproveché mi día libre para ir a ver a Terry. Sus amigos y él acababan de ocupar una casa en Brixton. Al salir del metro seguí las instrucciones de Terry: eché a andar hacia el norte y pasé por debajo del puente, el mismo puente que había cruzado en metro con tío Ted el día que despanzurró los asientos, el día en que le oí decir «los negros». Era la misma línea que mi padre había usado para ir a la oficina durante tantos y tantos años, con su diccionario azul en el maletín.
«Estas casas fueron construidas para otra era», pensé al ver la de Terry. Se trataba de edificios de cinco plantas que daban a bonitos parques y que se estaban viniendo abajo, del mismo modo en que se estaba viniendo abajo toda aquella zona de la ciudad a pesar de que florecieran las plantas entre las grietas. Ahí los jóvenes eran más bestias que en cualquier otro lugar de Londres. El peinado que Charlie se había apropiado y reinventado —aquellas púas negras, como esculturas, más llevaderas de noche, como ornamento vistoso, que para trabajar— había ido evolucionando hasta el estilo mohicano. Chicas y chicos lucían ahora arco iris de cabellos tiesos sobre unos cráneos rasurados. Los negros llevaban trencitas hasta media espalda, empuñaban bastones y usaban bambas. Las chicas se ponían pantalones que se iban estrechando hasta los tobillos y los chicos pantalones negros estilo sado con faldones, hebillas y cremalleras. Toda la zona estaba abarrotada de locales que servían alcohol sin licencia, de casas ocupadas, de bares de lesbianas, pubs de homosexuales, bares de drogas, organizaciones de drogas, centros de ayuda y sedes de varias organizaciones políticas radicales. La gente no tenía el aspecto de trabajar demasiado: andaba por ahí, preguntaba si no querías hachís afgano, que me apetecía de verdad, pero no de ellos.