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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (43 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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—Esos ingleses son como animales. Han tirado toda su cultura a la basura.

Bueno, en la ciudad de Nueva York, los taxis llevan ese cristal blindado para que no se carguen al conductor y los asientos patinan, así que prácticamente iba sentado en el suelo. Gracias a Dios que Charlie estaba conmigo. Me rodeaba el pecho con los brazos para que no acabara en el suelo. Se negaba a dejarme entrar en algún bar topless. Entonces, reconocí a los haitianos caminando por la calle, así que bajé la ventanilla, pedí al taxista que aminorara la marcha y les grité:

—¡Eh, tíos! ¿Adónde vais?

—Para de una vez, Karim —dijo Charlie, sin enfadarse.

—¡Venga, tíos! —chillé—. ¡Vayamos a algún sitio! ¡Disfrutemos de América!

Charlie ordenó al taxista que siguiera. Sin embargo, estaba de buen humor y parecía contento de verme, y eso que, al apearnos del taxi, me emperré en tumbarme en la acera y echar una cabezadita.

Charlie había asistido al estreno, pero, después de la función, había tenido que marcharse a cenar con un productor discográfico y no se había presentado a la fiesta hasta muy tarde. Cuando me encontró desmayado debajo del piano, rodeado de actores furiosos, me llevó a casa. Luego Tracey me dijo que precisamente me estaba aflojando la camisa cuando vio a Charlie que se me acercaba. Era tan guapo, me dijo, que no había podido reprimir las lágrimas.

Me desperté tapado con una manta en una habitación preciosa y alegre, no excesivamente grande, pero abarrotada de sofás y varios sillones viejos, una chimenea y una cocina que se adivinaba al otro lado de una puerta. De las paredes colgaban carteles enmarcados que anunciaban exposiciones de arte. También había libros: era un lugar con clase, no la típica madriguera de estrella del rock. Pero es que yo no consideraba a Charlie una estrella del rock. Aquélla no era su verdadera personalidad, sino sólo una máscara temporal, prestada.

Tuve que vomitar tres o cuatro veces antes de poder subir al piso de Charlie con café y tostadas con mermelada. Le encontré solo en la cama. Cuando le desperté no refunfuñó como de costumbre, sino que se incorporó, sonrió y me dio un beso. De hecho dijo un montón de cosas que me parecieron insólitas en sus labios.

—Bienvenido a Nueva York. Ya sé que ahora estás hecho polvo, pero aquí nos vamos a divertir como nunca. ¡Menuda ciudad! ¡Y pensar que hemos desperdiciado tantos años viviendo en el lugar equivocado! Pero pon ese disco de Lightnin' Hopkins. ¡Vamos a arrancar con buen pie!

Charlie y yo pasamos el día juntos paseando por el Village y nos tomamos batidos espesísimos de helado italiano. Una chica le reconoció y vino hasta nuestra mesa para entregarle una nota. «Gracias por haber regalado tu genio al mundo», había escrito. Pero también figuraba su número de teléfono en un rinconcito. Charlie la saludó con un gesto desde la otra punta de la cafetería. Había olvidado por completo la aventura que suponía salir con él por ahí. La gente le reconocía en todas partes, aunque se escondiera el pelo bajo un gorrito negro de lana y llevara un mono de mecánico y botas de trabajo.

No tenía ni la menor idea de que fuera tan famoso en los Estados Unidos. Doblaba una esquina y tropezaba con su cara pegada en la pared de una obra o en un cartel luminoso. Charlie había salido de gira con su nuevo grupo y había tocado en varios estadios y polideportivos del país. Me pasó los vídeos de los conciertos, pero no quiso estar presente mientras los veía. Y lo comprendía perfectamente. En el escenario llevaba cuero negro, hebillas plateadas, cadenas y collares de púas y al final de la actuación siempre acababa con el torso desnudo, delgado y pálido como Jagger, paseando su cuerpo desgarbado por escenarios espaciosos como hangares como un jugador de baloncesto insolente. Gustaba entre la gente que tenía más dinero para gastar, homosexuales y jóvenes, y su último disco, «Kill For DaDa», todavía estaba en las listas, a pesar de que habían transcurrido varios meses desde su lanzamiento.

Con todo, el sentido de amenaza se había disipado. Su fiereza era postiza y la música, ya bastante anodina de por sí, había perdido todo su dramatismo y agresividad al salir de Inglaterra y dejar atrás el desempleo, las huelgas y el antagonismo de clases. Lo que más impresionado me dejó fue que Charlie era consciente de todo eso.

—La música no vale mucho, ¿no? Pero es que no soy un Bowie y no te creas que no lo sé. Pero tengo ideas y cerebro. En el futuro, puede que haga algo bueno, Karim. Este país me inyecta tanto optimismo… Aquí la gente cree en ti y no se pasan el día tratando de hundirte como hacen en Inglaterra.

Por esa razón tenía alquilado aquel apartamento de tres plantas en un edificio de piedra caliza roja en la calle Diez Este, para poder componer las canciones de su siguiente disco y aprender a tocar el saxofón. Por la mañana, curioseando por ahí, descubrí que había un apartamento vacío y totalmente independiente en el ático de la casa. Así que, cuando ya me había puesto el abrigo para marcharme al teatro apenado por tener que separarme de él, le confesé:

—Mira, Charlie, ahora vivo con toda la compañía en un apartamento enorme. Pero es que no puedo soportar tener que ver a Eleanor todo el día. Me hace polvo el corazón.

Charlie no lo pensó dos veces.

—Me encantaría tenerte aquí. Ven esta noche, sí.

—Perfecto. Gracias, tío.

Eché a andar calle abajo medio riéndome, porque me hacía gracia que precisamente aquí, en los Estados Unidos, a Charlie le hubiera dado por hablar con aquel acento de los barrios bajos londinenses cuando mi primer recuerdo de él, de la escuela, se remontaba al día en que se había echado a llorar porque unos gitanillos se habían burlado de su acento de niño bien. Bueno, de hecho tampoco había oído a nadie hablar así en mi vida y, por si fuera poco, a Charlie le había dado también por la jerga de las rimas populares. Vendía britanidad y se estaba forrando.

Al cabo de unos días ya me había mudado a su casa. Charlie se pasaba prácticamente todo el día allí metido, concediendo entrevistas a periodistas del mundo entero, posando para fotos, probándose ropa y leyendo. A veces la casa aparecía sembrada de chicas californianas que escuchaban a Nick Lowe, Ian Dury y, especialmente, a Elvis Costello tumbadas por ahí. Sólo les hablaba cuando ellas me hablaban primero, pues esa combinación de belleza, experiencia, fatuidad y crueldad me tenía muy despistado.

Sin embargo, había también tres o cuatro mujeres neoyorquinas inteligentes y serias, editoras, críticas de cine, catedráticas de Columbia o sufíes, que se entregaban a danzas con vueltas y más vueltas: mujeres a las que él escuchaba con atención durante horas y horas antes de acostarse con ellas, para luego levantarse repentinamente y tomar nota de algunos puntos de la conversación que a los pocos días se encargaría de repetir delante de otra gente.

—Me están educando, chaval —solía decir, a propósito de aquella pandilla de ilusas con las que hablaba de política internacional, literatura sudamericana, danza y las virtudes del alcohol a la hora de inducir estados místicos. En Nueva York no se avergonzaba de su ignorancia: quería aprender, quería dejar de mentir y de echarse faroles.

Y mientras me paseaba por el piso y le oía hablar de Le Corbusier me di cuenta de lo bien que le sentaban la fama, el éxito y la riqueza. Ya no estaba tan inquieto, desagradable ni malhumorado como le recordaba. Ahora que había alcanzado la cumbre, ya no tenía por qué mirar hacia arriba con envidia: podía dejar a un lado la ambición y comportarse de un modo más humano. Le habían propuesto participar en una película y en una obra de teatro, conocía a gente importante y hacía viajes instructivos. La vida era estupenda.

—Te voy a contar una cosa, Karim —me dijo mientras desayunaba en la cama, que era precisamente cuando más hablábamos, con la amiguita de turno presente—. Te voy a hablar del día en que me enamoré por primera vez en mi vida. Enseguida supe que ahí iba a pasar algo gordo. Estaba en una casa de Santa Mónica, después de unas actuaciones en Los Angeles y San Francisco. —¡Qué resonancias mágicas tenían esos nombres para mí!—. Era una casa con cinco terrazas construida encima de la empinadísima ladera de una frondosa colina. Acababa de darme un baño en la piscina, que estaba impoluta porque un criado acababa de quitar todas las hojas que flotaban en el agua con una red. Pues me estaba secando mientras hablaba por teléfono con Eva, que estaba en West Kensington, cuando la esposa de uno de esos actores famosos, que era la propietaria de la casa, se me acercó y me tendió las llaves de su moto. Una Harley. Fue entonces cuando comprendí de pronto que adoraba el dinero, el dinero y todo lo que se podía comprar con él. Me juré que nunca más volvería a estar sin dinero porque con él podía comprarme una vida como aquélla todos los días.

—El tiempo y el dinero son lo mejor que hay, Charlie, pero si no se anda con cuidado pueden reforzar tu extrañeza, tu desenfreno y tu codicia. El dinero puede llegar a romper ese cordón umbilical que te une a la realidad. Ahí estás tú, por ejemplo, observando el mundo desde lo alto, convencido de que todo lo comprendes, de que eres igual que todo el mundo, cuando en realidad no tienes ni la más puñetera idea, ninguna en absoluto. Pues sí, porque los problemas de dinero y de trabajo ocupan el centro de las vidas del común de los mortales.

—Pues a mí me encantan esas conversaciones —dijo—. Me hacen pensar. Gracias a Dios que no soy un caprichoso, como tú dices.

Charlie estaba en forma. Todas las mañanas, a las once, cogía un taxi hasta Central Park, se pasaba una hora corriendo y luego dedicaba otra hora al gimnasio. Había temporadas en las que se pasaba días y días alimentándose a base de cosas rarísimas como legumbres, soja germinada y tofu, y, entonces, yo tenía que zamparme a toda prisa mis hamburguesas en el portal, bajo la nieve, porque, como solía decir: «No permitiré que se cuele un animal entre estas cuatro paredes.» Todos los jueves por la noche venía a visitarle su camello particular. Esta era otra de las costumbres civilizadas que había aprendido en Santa Mónica, o eso pensaba Charlie. Y luego estaba ese modo tan especial que tenía aquel ex estudiante de cine de la Universidad de Nueva York de presentarse con su caja de Pandora y abrirla encima del catálogo de Charlie del Museo de Arte Moderno. Entonces Charlie se lamía la punta del dedo y señalaba aquel pequeño montículo de hierba, ese poquito de coca, unos cuantos estimulantes, unos tranquilizantes y un poco de heroína para esnifar.

En Nueva York, el espectáculo se mantuvo en cartel poco tiempo, sólo un mes, porque Eleanor tenía que empezar el rodaje del pequeño papel que había conseguido en la gran película. Las recaudaciones del espectáculo no eran lo suficientemente buenas para podernos permitir el lujo de contratar a otra actriz que sustituyera a Eleanor y, además, Pyke se había marchado ya a San Francisco a dar sus clases.

Cuando todos los demás regresaron a Londres, decidí romper mi billete de avión y quedarme en Nueva York. En Londres no tenía nada que hacer y papá habría detectado enseguida ese ir a la deriva y lo habría aprovechado para utilizarlo contra mí diciéndome que lo que tendría que haber hecho era estudiar para médico o, por lo menos, ir al médico. En Nueva York podía vivir como un vegetal andante y sin cortapisas.

Disfrutaba callejeando por la ciudad, comiendo en restaurantes chinos con Charlie, haciéndole la compra (le compraba coches y propiedades), contestando al teléfono y charlando con los músicos británicos que estaban de paso. Además éramos un par de inglesitos en el corazón de los Estados Unidos, la tierra en la que había nacido la música y donde Mick Jagger, John Lennon y Johnny Rotten vivían a la vuelta de la esquina. Era como un sueño hecho realidad.

Y, a pesar de todo, la depresión y el odio que sentía hacia mí mismo, ese constante deseo de mutilarme con cascos de botella rotos, esa especie de crisis de aturdimiento y de sollozos, ese sentirme incapaz de levantarme de la cama durante días y días, esa sensación de que el mundo acabaría por aplastarme, persistían con fuerza. Y, no obstante, sabía que no iba a enloquecer, aunque esa liberación, ese abandonarse era un desahogo que me hacía falta. Me limitaba a esperar mi curación.

Empecé a sentirme maravillado ante mi propia fortaleza. No alcanzaba a comprender qué me mantenía en pie. Acabé por atribuirlo al arraigado instinto de supervivencia que había heredado de papá. Papá siempre se había sentido superior a los británicos. Ese era el legado de su infancia en la India: la rabia política que se convertía en sorna y desdén. A su modo de ver, en la India los británicos eran gente ridícula, estirada, insegura, víctima de sus propias convenciones. Y, en cierto modo, me había enseñado que no podíamos permitirnos la vergüenza del fracaso delante de aquella gentuza. Aquella pandilla de ex colonialistas nunca debía vernos de rodillas, porque eso era precisamente lo que esperaban de nosotros. Ahora, en cambio, estaban acabados, su Imperio se había desvanecido, se les había agotado el tiempo y ahora nos tocaba a nosotros. Por eso no quería que papá me viera en aquel estado, porque sabía que sería incapaz de comprender que hubiera liado tanto las cosas con unas oportunidades tan buenas y en el momento ideal para salir adelante.

Charlie me daba dinero siempre que lo necesitaba y me animaba para que me quedara en Nueva York. Sin embargo, a los seis meses le dije que había llegado la hora de largarme. Tenía miedo de que me considerara una carga, un estorbo, un parásito, aunque nunca se había quejado. Al decírselo se puso muy terco y paternal:

—Karim, tú te quedas aquí porque éste es tu sitio. Ahí fuera hay un montón de cabrones y ¿acaso no tienes todo cuanto te hace falta?

—Sí, claro.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Ninguno —le dije—. Es sólo que…

—Pues ya está. Y ahora vayamos a comprarnos algo de ropa, ¿vale?

No quería que me marchase. Era espeluznante esa relación de dependencia que se había creado entre nosotros. Tengo la sospecha de que le gustaba tenerme como testigo. Con el resto de la gente se mostraba reservado, enigmático, lacónico: tenía las virtudes del divo y los tejanos le sentaban de maravilla. Y, sin embargo, conmigo le gustaba hablar de todo como en nuestros tiempos de estudiantes. Conmigo todavía podía quedarse deslumbrado cuando le presentaban a según quién, le invitaban a según dónde y le llovían regalos por todas partes. Era yo, Karim, quien le veía meterse en la limusina interminable; era yo quien le veía sentado en el salón de té ruso en compañía de estrellas de cine, escritores célebres y productores cinematográficos. Era yo también quien le veía subir a casa con mujeres, enzarzarse en debates con intelectuales y posar para el
Vogue
italiano. Yo era el único capaz de valorar lo lejos que había llegado desde que había salido de Beckenham. Daba la sensación de que, sin mi presencia para atestiguarlo, el paso de gigante de Charlie poco significaba. En pocas palabras: yo era como un espejo de cuerpo entero, pero un espejo capaz de recordar.

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