Mandaría a Eleanor una nota digna, así sólo tendría que quitármela de la cabeza. Eso era lo más espinoso. En la vida todo parecía girar alrededor de los que se enamoraban. Enamorarse era fácil, pero nadie explicaba cómo se extirpaba ese amor de la cabeza. No sabía ni por dónde empezar.
Durante el resto del día estuve vagando por el Soho y hasta me tragué unas diez películas porno. La semana que siguió debí de pasar por una extraña depresión y malhumor y una especie de incapacidad para tratar a los demás, porque me importaba un rábano la que tendría que haber sido la noche más importante de mi vida: el estreno del espectáculo.
Durante los días que precedieron al estreno no hablé con el resto de los actores. El sentimiento de solidaridad que Pyke había conseguido crear entre nosotros se me antojaba entonces como una droga que, a pesar de haber conseguido crear la ilusión de que existía un cariño y compañerismo entre nosotros, empezaba a ceder para regresar sólo en destellos ocasionales, como el LSD. Seguía aceptando los consejos de Pyke como director, pero nunca volví a subir a su coche. Había admirado mucho su talento, su audacia y su capacidad para saltarse las convenciones; pero en aquel momento me sentía confundido. ¿Acaso no me había traicionado? Aunque, quizá, lo que pretendía era enseñarme cómo funcionaba el mundo. No sé. Sea como fuere, Eleanor debía de haberle contado lo ocurrido, porque Pyke se mantenía alejado de mí y se limitaba a mostrarse educado. Una vez, Marlene me mandó una nota que decía: «¿Dónde estás, cielito? ¿Por qué no vienes a visitarme, Karim, cariño?» No le respondí. Empezaba a estar más que harto de la gente del teatro y del espectáculo. Me estaba volviendo insensible. Era como si todo cuanto me había ocurrido no me importara. En ocasiones, me sentía furioso, pero la mayor parte del tiempo no sentía nada; era la primera vez que no sentía nada en absoluto.
Los camerinos estaban atestados de flores y de tarjetas y se dieron más besos en una hora que en todo París en un día entero. Hubo entrevistas para la televisión y la radio y un periodista me preguntó cuáles habían sido los acontecimientos más importantes de mi vida. Me hicieron varias fotografías junto al alambre de espino. (Noté que los fotógrafos sentían debilidad por el alambre de espino.) Procuraba mantener la mente ocupada, para no tener que mirar a Eleanor y para no odiar demasiado al resto de los actores.
Y, de pronto, llegó el gran momento, la noche de las noches, y ahí estaba yo, en el escenario, solo bajo la luz de los focos, delante de cuatrocientos ingleses blancos que me miraban. Soy consciente de que el texto, que para mí carecía ya de frescura y prácticamente de significado y que brotaba de mis labios con toda la resonancia de un «Hola, ¿qué tal estás?», cobraba vida y significado gracias al público, de tal modo que el espectáculo fue un éxito y yo estuve —y lo sé de buena tinta: la de los críticos— graciosísimo y correcto. Por fin.
Al término del espectáculo fui a tomarme una jarra de Guinness al camerino y, con un gran esfuerzo, conseguí arrastrarme hasta el vestíbulo. Y fue precisamente allí, delante de mis propias narices, donde se produjo aquella escena tan extraña e insólita para mí, sobre todo teniendo en cuenta que no había invitado a nadie al estreno.
De haberse tratado de una película, me habría frotado los ojos para demostrar que no daba crédito a lo que estaba viendo. Papá y mamá estaban charlando y sonreían. Esto no es precisamente lo que uno espera de sus padres. Ahí, entre punks sofisticados, pajaritas, zapatos lustrosos y mujeres con escotes exageradísimos en la espalda, estaba mamá, con un vestido azul y blanco, sombrero azul y sandalias marrones. No muy lejos de allí vi a mi hermano, el pequeño Allie. Lo primero que se me ocurrió al verlos es lo pequeñitos y tímidos que parecían papá y mamá, lo muy frágiles y avejentados que estaban y lo poco natural que parecía la distancia que los separaba. Te pasas la vida pensando en tus padres como en monstruos opresores y protectores que todo lo pueden y, de pronto, un día te vuelves y los pillas desprevenidos y resulta que no son más que personas débiles y aprensivas que tratan de salir adelante lo mejor que pueden.
Eva se me acercó con una copa y me dijo.
—Sí, una escena feliz, ¿no te parece?
Eva y yo nos quedamos ahí de pie, el uno junto al otro, y me habló del espectáculo.
—Hablaba de este país —me explicó—, de lo insensibles y mezquinos que nos hemos vuelto. Barre esa visión mítica de la Inglaterra tolerante y bondadosa. Si hasta he notado un escalofrío en la nuca. Por eso sé que es un buen espectáculo. Tengo la costumbre de juzgar el arte por la reacción que desencadena en mi nuca.
—Pues me alegra que te ocurriera eso —le dije.
Saltaba a la vista que estaba inquieta, y yo no sabía qué decirle. Además, Shadwell estaba al acecho y esperaba a que Eva terminara de hablar conmigo. Y los ojos de Eva no estaban quietos ni un momento; no se acercaban siquiera a mamá y papá, como habría sido lo más natural. Se habrían devorado con la mirada. Cuando Eva se volvió hacia Shadwell, éste me sonrió y hasta se dirigió a mí.
—Me siento arrebatado, pero me resisto porque… —empezó.
Miré de nuevo a papá y mamá.
—Todavía se quieren, ¿no te das cuenta? —dije a Eva.
O quizá no lo dije, quizá sólo lo pensé. A veces es difícil saber a ciencia cierta lo que se ha dicho y lo que sólo se ha pensado.
Me alejé de allí y encontré a Terry acodado en la barra con una mujer cuyo aspecto no encajaba con el del público de habituales a los estrenos, gente perfumada y exhibicionista. Terry no me la presentó: no quería darle importancia. Y tampoco me dio la mano. Pero la que se presentó fue ella:
—Soy Yvonne, una amiga de Matthew Pyke, y soy agente de policía en el norte de Londres. El sargento Monty y yo —y aquí soltó una risita— estábamos comentando precisamente los procedimientos policiales.
—¿En serio, Terry?
Nunca había visto a Terry así, tan abatido. Meneaba la cabeza continuamente, como si se le hubiera metido agua en los oídos, y no me miraba a la cara. Me tenía preocupado. Le puse una mano en la mejilla.
—¿Qué te ocurre, Monty?
—No me llames así, cabrón. No me llamo Monty. Me llamo Terry y estoy cabreado. Y te diré por qué: me habría gustado estar en ese escenario. Podría haber sido yo; me lo merecía, ¿no? Pero tuviste que ser tú. ¿Vale? Así que ahora me toca hacer de asqueroso policía.
Me marché. Al día siguiente ya se le habría pasado. Pero no, las cosas no iban a quedar así.
—¡En, eh! ¿Adónde crees que vas? —Había venido tras de mí—. Tienes una misión que cumplir —me dijo—. Lo harás, ¿no? Dijiste que lo harías.
Me llevó aparte casi a rastras, lejos de todo el mundo para que nadie nos oyera. Me tenía agarrado del brazo y me estaba haciendo daño. Apenas lo notaba ya, pero no me moví.
—Ha llegado el momento —me dijo.
—Esta noche no puede ser —le advertí.
—¿Que esta noche no puede ser? ¿Y por qué no? ¿Qué importancia tiene esta noche para ti? ¿Acaso es algo especial?
—Está bien —cedí, encogiéndome de hombros.
Le dije que haría cuanto estuviera en mi mano por cumplir. Sabía lo que se proponía y no iba a comportarme como un cobarde. Sabía a quién había que odiar.
—El Partido necesita fondos inmediatamente. Así que te dirigirás a un par de personas y les pedirás dinero.
—¿Cuánto? —le pregunté.
—Eso lo dejamos de tu cuenta.
Me eché a reír.
—¡No seas idiota!
—Cuidadito con lo que dices —me reprendió—. ¡Mucho cuidado con esa boquita! —Pero enseguida se rió y me miró con ojos burlones. Era un Terry nuevo para mí—. Todo el que puedas conseguir.
—¿Así que me ponéis a prueba?
—Centenares —dijo—, necesitarnos centenares de libras. Pídeselas. Presiónales. Quítaselas si es necesario. Róbales los muebles. Se pueden permitir ese lujo. Llévate todo cuanto puedas, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Y me fui. Estaba más que harto. Pero Terry me volvió a agarrar del brazo, del mismo brazo.
—¿Y ahora adónde coño vas?
—¿Qué? —me sorprendí—. ¡No fastidies, hombre!
Terry estaba furioso, pero yo nunca me ponía furioso. Me importaba un comino lo que pudiera ocurrir.
—¿Cómo piensas conseguir el dinero sin saber los nombres de las partes interesadas?
—Muy bien. Suelta esos nombres —le pedí.
Pero Terry se limitó a zarandearme hasta que me tuvo de cara a la pared. Ya no podía ver a mis padres: lo único que veía era la pared y a Terry. Terry apretaba los dientes con fuerza.
—Es la guerra de clases —me dijo.
—Eso ya lo sé.
Ahora me hablaba más bajito:
—Pyke es uno y Eleanor es el otro.
Me quedé atónito.
—¡Pero si son mis amigos!
—Precisamente: a ver si lo demuestran.
—Terry, no.
—Karim, sí.
Se volvió y miró hacia el restaurante, atestado de gente.
—Un rebaño de lo más agradable. ¿Una copa?
—No.
—¿Seguro?
Asentí con la cabeza.
—Hasta la vista entonces, Karim.
—Eso.
Cada uno se fue por su lado. Me quedé rondando por allí. Conocía a un montón de gente, pero apenas los reconocía. Sin embargo, de pronto tuve la desgracia de encontrarme frente a la única persona a la que quería evitar: Changez. Ahora deberíamos arreglar las cuentas. Estaba preparado. Un par de días atrás me había puesto tan nervioso al pensar en aquel momento que hasta traté de impedir que se presentara diciendo a Jamila: «No creo que a Changez le guste el espectáculo», pero, como era de esperar, Jamila soltó: «En ese caso lo traeré.» Changez me abrazó y me palmeó la espalda.
—Una obra muy buena y una interpretación de primera —dijo.
Le miré con recelo. Me sentía de lo más incómodo. Me habría gustado estar en otra parte. No sé por qué, pero tenía la sensación de que allí había gato encerrado. Me hallaba preparado. Estaba claro que aquélla no era mi noche.
—Vaya, pareces contento, Changez. ¿Qué es eso que te ha puesto tan risueño?
—No puede haberte pasado por alto. Mi Jamila está embarazada. —Le miré desconcertado—. Vamos a tener un hijo.
—¿Un hijo tuyo?
—¡No seas memo! ¿Cómo puede ser sin relaciones sexuales? Y sabes muy bien que no he tenido ese placer.
—Precisamente,
dear Prudence.
[11]
En eso pensaba.
—Es de Simon de quien está embarazada. Pero todos vamos a compartirlo.
—¿Así que va a ser un crío de la comuna?
Changez soltó un gruñido de aprobación.
—Será de toda la familia de amigos. Nunca me había sentido tan feliz.
Con aquello ya tenía más que suficiente, muchísimas gracias. No veía el momento de largarme y de irme a casa. Pero, antes de que hubiera tenido tiempo de marcharme, Changez movió su manaza, la buena. Retrocedí de un salto. «Ya está, me va a dejar hecho papilla —pensé—, ¡a mí, a un compatriota indio, en pleno vestíbulo de un teatro de blancos!»
—Acércate un poquitín más, actorazo —dijo—. Ven que vas a oír mi crítica. Me alegra que tu papel sea finalmente autobiográfico y que no te tentara la idea de basarte en mí. Afortunadamente te diste cuenta de que no era una persona fácil de encarnar. Así que, después de todo, tienes palabra. Eso está bien.
Me alegré al ver a Jamila. Tenía la esperanza de que cambiaría de tema de conversación. Pero ¿quién era el que estaba con ella? ¿Era Simon? ¿Qué le había pasado en la cara? Llevaba un ojo tapado, la mejilla curada y la mitad de la cabeza cubierta de vendas. Jamila estaba muy seria y, a pesar de que la felicité por lo del niño un par de veces, se limitó a mirarme fijamente y con severidad, como si yo fuera una especie de violador. ¿Qué coño le pasaba?, eso es lo que quería saber.
—¿Qué te pasa?
—No viniste —dijo—. No me lo podía creer. ¡No te molestaste en presentarte!
—¿Adónde no fui?
—¿Tengo que refrescarte la memoria? A la manifestación Karim.
—Es que no pude, Jammie. Tenía ensayo. ¿Cómo estuvo? Tengo entendido que fue un éxito.
—Pues algunos compañeros tuyos de reparto sí vinieron, Simon es amigo de Tracey y ella sí estuvo. En primera fila.
Jamila miró a Simon, así que yo le miré también. Era imposible determinar cual era la expresión de su cara, pues prácticamente no se le veía.
—Un botellazo en plena cara. Así fue. ¿Adónde crees que vas como persona, Karim?
—Bien lejos —repuse.
Ahora sí que me largaba, me marchaba pitando inmediatamente, pero mamá se me acercó. Sonrió y le di un beso.
—Te quiero mucho —me dijo.
—Estuve bien, ¿eh, mamá?
—No llevabas el taparrabos de siempre, eso sí es verdad —comentó—. Por lo menos te han dejado que te vistas con tu propia ropa. Pero tú no eres indio. Si ni siquiera has puesto los pies en la India… En cuanto bajaras del avión tendrías diarrea. Estoy segura.
—¿Por qué no gritas un poquito más? —le dije—. Ahora resultará que no soy mitad indio.
—¿Y yo no cuento? —me reprochó mamá—. ¿Quién te parió? Eres inglés, gracias a Dios.
—Me da igual —le dije—. Lo que sí soy es actor. Ese es mi trabajo.
—No digas esas cosas —me pidió—. Tienes que ser tú.
—Sí, claro, claro.
Mamá miró a papá, que estaba con Eva. Eva le hablaba muy enfadada. Papá tenía un aspecto manso, aguantaba sin chistar, no le replicaba. Cuando nos sorprendió bajo los ojos.
—¡Menudo rapapolvo! —dijo mamá—. La vaca ésa… ¡Con un cabezota como ése las regañinas no sirven de nada!
—Ve al lavabo a sonarte la nariz —le sugerí.
—Sí, será lo mejor —dijo.
Me subí a una silla junto a la puerta y examiné a aquel hatajo de futuros esqueletos. Dentro de ochenta años, la mayoría estaríamos muertos. Como no teníamos otra elección, vivíamos como si no fuera a ser así, como si no estuviéramos solos, como si no fuera a llegar un momento en el que nos daríamos cuenta de que la vida había terminado, de que conducíamos un coche sin frenos que estaba a punto de estrellarse contra una pared de ladrillo. Eva y papá seguían hablando; Ted y Jean estaban hablando; Marlene y Tracey estaban hablando y Changez, Simon y Allie estaban hablando también: ninguno de ellos parecía necesitarme demasiado. Me marché.
Comparado con la lengua viperina de aquella pandilla de apestosos, el aire de la noche se me antojó más dulce que la miel. Me abrí la chaqueta y me desabroché la bragueta para que mi polla sintiera el aire.