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Authors: Hanif Kureishi

Tags: #Humor, Relato

El buda de los suburbios (37 page)

BOOK: El buda de los suburbios
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Anwar se desplomó en la acera gimoteando.

Shinko se fue corriendo a una cabina telefónica, en la que precisamente acababan de mear tres chicos, y pidió una ambulancia. Más tarde, ese mismo día, la policía interrogó a Changez, que tuvo que aguantar que le llamaran inmigrante, paqui, escoria, moraco, hijo de puta y asesino, con el consolador incriminatorio colocado encima de la mesa delante de sus narices a modo de
aide mémoire
. En un primer momento, la reacción instintiva de Changez fue insistir en su inocencia y decir que la policía le había endilgado aquel consolador porque sabía que era una jugarreta que se daba con frecuencia. Sin embargo, no era tan imprudente como para atreverse a insinuar delante de un jurado de ingleses blancos que el agente McCrum había deslizado aquel juguetito erótico enorme y rosado en el bolsillo del acusado. Changez fue acusado de agresión.

Mientras tanto Anwar, con una cabeza vendada que le daba aspecto de un Trotski agonizante, se pasó una semana entera en cuidados intensivos. Había sufrido un infarto. Jamila, yo y, algunas veces, la princesa Jeeta, nos sentábamos junto a su cama. Sin embargo, Jeeta sabía cómo ser cruel: «¿Para qué quieres ver a ese negro?», me dijo una noche que íbamos en autobús camino del hospital.

No sé por qué, pero papá se negaba en redondo a ir a visitar a Anwar. Quizá yo viera su pasado con más sentimentalismo que él, pero me hacía ilusión volverlos a ver juntos.

—Por favor, ve al hospital —le pedí.

—No quiero tener una depresión —repuso, susceptible.

Papá se había peleado con Anwar y ya no se dirigían la palabra. Todo había sido porque Anwar consideraba que papá no tenía que haber dejado a mamá. Había sido un acto deleznable. Según Anwar, uno podía tener una amante y tratar a las dos mujeres igual de bien; pero dejar a la esposa de uno, eso nunca. Anwar repetía una y otra vez que Eva era una inmoral y que papá se había dejado seducir por Occidente y se había convertido en un ser tan decadente y falto de principios como el resto de esa sociedad. ¡Si hasta le gustaba la música pop! ¿O no? «Dentro de poco, hasta comerá pastel de cerdo», predijo Anwar. Como es natural, aquellos comentarios sacaban de quicio a papá porque, aunque aceptaba a pie juntillas toda esa teoría de la decadencia y la corrupción —de hecho, utilizaba la palabra «inmoral» cada dos por tres—, no la soportaba referida a sí mismo.

La única persona capaz de conseguir que papá fuera a ver a Anwar era Eva, pero apenas estaba en casa. En realidad, trabajaba sin descanso. Formaban una pareja estupenda, papá y Eva, parecían estar hechos el uno para el otro, porque precisamente papá, con su desconocimiento del mundo y su arrogancia, su manera de afrontarlo todo con su típico «Uno es capaz de lo que se proponga», libre de los obstáculos que siembra el saber y la duda, proporcionaba a Eva el apoyo y la confianza que siempre había necesitado. Pero, claro, a medida que iba prosperando se iba alejando de él. Así que Eva estaba siempre fuera y sabía que papá pensaba en mamá más que nunca y, seguramente, la idealizaba. En realidad, no había vuelto a verla, pero ya se hablaban por teléfono, mientras que antes siempre me había tenido que encargar yo de sus asuntos.

Anwar murió, murió farfullando frases inconexas sobre Bombay, la playa, los chicos de la escuela de la catedral y llamando a su madre. Jamila insistió mucho en que lo enterrasen en un lugar que le encantaba: un pedazo de tierra con hierba mullida al que le gustaba ir a leer y al que solían acudir los homosexuales a tomar el sol y a buscar ligue. Los amigos se encargaron de lavar el cuerpo de Anwar en la mezquita y cinco indios engalanados con unos atuendos abigarrados y llamativos cargaron con el ataúd y lo dejaron junto a la fosa. Uno de ellos era un hombrecito sencillo de labio leporino, otro tenía una barbita cana. Levantaron la tapa del ataúd y yo fui a ponerme en la cola que se estaba formando, pues siempre me hallaba dispuesto a no perderme nada; pero papá me agarró del brazo como si fuera un chiquillo y no me dejó ir, a pesar de que yo trataba de desasirme.

—La imagen se te quedaría grabada de por vida —me previno— y es mejor que recuerdes a tío Anwar de otra manera.

—¿De qué otra manera?

—En la tienda, por ejemplo.

—¿En serio?

—Sí, colocando cosas en los estantes.

Hubo una pequeña discusión cuando uno de los indios consultó una brújula de bolsillo y anunció que no se había cavado la fosa en la dirección adecuada, hacia La Meca. Los cinco indios modificaron ligeramente la posición del ataúd y murmuraron unos versos del Corán. Todo eso me trajo a la memoria el día en que me habían echado de clase en la escuela por preguntar qué llevaba la gente en el cielo. Me consideraba uno de los primeros individuos de la historia en darse cuenta de que todas las religiones eran infantiles e incomprensibles.

Ahora, al mirar a todos aquellos seres desconocidos —los indios—, me daba cuenta de que en cierto modo eran mi gente, aunque me hubiera pasado la vida tratando de negarlo o ignorarlo. Me sentía avergonzado y vacío al mismo tiempo, como si me faltara la mitad del cuerpo, como si hubiera estado conspirando con mis enemigos, esos blancos que querían que los indios fueran como ellos. En parte, la culpa era de papá. Al fin y al cabo, durante la mayor parte de su vida no había mostrado el menor interés por regresar a la India; igual que Anwar. En eso era muy sincero: prefería Inglaterra en todos los sentidos. En Inglaterra todo funcionaba, no hacía un calor insoportable y no se veían escenas espantosas por la calle frente a las que uno se sentía impotente. Él no se sentía orgulloso de su pasado, pero tampoco se avergonzaba de él: era meramente algo que existía y de nada servía idealizarlo como hacían algunos liberales y radicales asiáticos. De modo que si lo que quería era enriquecer mi personalidad con esa prima especial de un pasado indio, tendría que creármelo yo solito.

Cuando ya estaban bajando el ataúd a la fosa y no parecía existir cosa más cruel que la vida misma, Jamila se tambaleó —como si una pierna le hubiese fallado—, se desvaneció y casi fue a estrellarse contra el féretro que ya desaparecía de nuestra vista. Changez, que no había quitado los ojos de encima a su esposa en todo el día, acudió inmediatamente a su lado y, con los pies hundidos en el barro hasta los tobillos, pudo estrecharla por fin entre sus brazos, cuerpo contra cuerpo, con expresión extasiada y, un poco más abajo —me pareció advertir—, una erección. «Bastante fuera de lugar en un entierro —pensé—, especialmente cuando se es el asesino del difunto.»

Esa misma noche, cuando Jamila hubo acostado a su madre —pues Jeeta quería ponerse manos a la obra inmediatamente y reestructurar los Almacenes Paraíso—, bajé a la tienda a saquear unas botellas de Newcastle Brown, a las que tanto nos habíamos aficionado los tres últimamente, y las subí al piso. Como era de esperar, las pertenencias de Anwar seguían allí, como si acabara de marcharse pero pudiera estar de vuelta en cualquier momento, y hay que decir que eran unas pertenencias patéticas: zapatillas, cigarrillos, chalecos llenos de manchas y varios cuadros que representaban puestas de sol y que Anwar me había dejado porque las consideraba obras maestras.

A pesar de que los tres estábamos cansados, todavía no teníamos ganas de irnos a dormir. Además, Jamila y yo teníamos que seguir consolando al llorón de Changez, a quien entre nosotros llamábamos el Asesino del Consolador. A primera vista, el Asesino del Consolador era el que más afectado estaba —por ser el menos inglés de los tres, supongo—, y eso que el difunto, Anwar, le odiaba a morir y hasta había muerto por intentar dejarle la cabeza hecha papilla. Sin embargo, al observar con mayor detenimiento las facciones arrugadas y temblorosas de Changez, comprendí enseguida que lo que de verdad le preocupaba era Jamila. Haberse librado del viejo le alegraba, pero le aterraba que Jamila le culpara por haber golpeado a su padre en la cabeza y que por ello le quisiera todavía menos de lo poco que le quería.

Jamila estaba más callada que de costumbre, cosa que me ponía nerviosísimo porque me obligaba a llevar todo el peso de la conversación; pero se contenía sin perder la dignidad, con ese aspecto vulnerable pero sin echarse a llorar a lágrima viva. Su padre había muerto en un mal momento, cuando todavía quedaban pendientes un montón de cosas que aclarar y arreglar. Ni siquiera habían empezado a convivir como un par de adultos. Ahí estaba ese cachito de felicidad, esa chiquilla a la que había paseado a hombros por la tienda hasta que, un buen día, había desaparecido y una desconocida había venido a suplantarla, una mujer rebelde a la que no sabía cómo tratar. Se sintió tan confundido, tan débil, la quería tanto, que decidió mantenerse firme y poco a poco la fue perdiendo. Se pasó los últimos años de su vida preguntándose dónde se habría metido, hasta que cayó en la cuenta de que jamás regresaría y que el marido que había elegido para ella era un idiota.

Con sus tejanos de siempre y su jersey del revés, tumbada en el sofá de áspera tapicería naranja, Jamila se llevó la botella de Brown a los labios. Changez y yo nos estábamos bebiendo otra botella a medias. ¡Menudo musulmán estaba hecho, bebiendo en el día de un funeral! Y, sin embargo, Jamila y Changez eran los únicos que me hacían sentir parte de una familia. Los tres estábamos unidos por unos lazos más fuertes que los de la afinidad de carácter, más fuertes que las simpatías o antipatías de cada cual.

Jamila habló muy despacio, midiendo las palabras con cuidado. Me pregunté si no se habría tomado un par de Valiums.

—Todo esto me ha hecho pensar mucho en lo que quiero hacer con mi vida. Hace ya una temporada que no estoy satisfecha con cómo andan las cosas. Me he estado comportando con una pasividad que no va conmigo. Me marcho de este piso. Lo pienso devolver a su propietario, a no ser que tú —dijo, volviéndose hacia el Asesino del Consolador— estés dispuesto a pagar el alquiler. Quiero irme a vivir a otro sitio.

El Asesino estaba aterrado. Iban a abandonarle. Miró frenéticamente a sus dos amigos. Su expresión era de pasmo absoluto. De modo que así era como funcionaban las cosas: un pequeño diálogo, y todo cambiaba por completo. Un buen día uno vive en el lujo en su cama plegable y al siguiente la mierda le llega al cuello. Hablaba con mucha franqueza, Jamila, y la franqueza no era precisamente lo que mejor iba conmigo. Changez tampoco se había acostumbrado a ella por completo.

—¿Y adónde? —consiguió articular por fin.

—Quiero intentar vivir de otra manera. Me he sentido tan aislada de todo…

—Pero si yo estoy en casa todo el día.

—Changez, lo que quiero es irme a vivir a una comuna con un grupo de gente… con unos amigos que se han comprado un gran caserón en Peckham.

Al darle la noticia, apoyó la mano sobre la suya: era la primera vez que la veía tocar a su marido por voluntad propia.

—Jammie, ¿y qué me dices de Changez? —le pregunté.

—¿Qué te gustaría hacer? —le preguntó Jamila.

—Ir contigo. Podríamos ir juntos, ¿de acuerdo? Marido y mujer, siempre juntos a pesar de los roces que puedan existir entre nosotros, ¿eh?

—No —repuso Jamila, meneando la cabeza con firmeza y un tanto triste también—. No tiene por qué ser así.

Decidí inmiscuirme.

—Changez no va a saber cómo arreglárselas solo, Jammie. Y, además, dentro de poco me voy a ir de gira. ¿Qué va a ser de él?

Nos miró a los dos con expresión resuelta pero se dirigió a Changez.

—Eso eres tú quien lo tiene que decidir. ¿Por qué no regresas a Bombay, con tu familia? Me dijiste que tienen una casa con muchísimo espacio, criados y chóferes.

—Pero tú eres mi esposa.

—Sólo desde el punto de vista legal —le recordó, sin enfadarse.

—Pues serás siempre mi esposa. Las leyes no me importan, eso por descontado, pero, en el fondo de mi corazón, tú siempre serás mi Jamila.

—Sí, todo eso está muy bien, Changez, pero ya sabes tú que nunca ha sido así.

—¡No quiero volver! —se cuadró, con determinación—. Nunca. No puedes obligarme.

—Pero es que no quiero obligarte a nada. Tienes que hacer lo que más te convenga.

Changez era menos tonto de lo que se había imaginado. Llevaba mucho tiempo observando a su Jamila. Sabía lo que tenía que decir.

—Todo esto es demasiado occidental para mí —dijo.

Por un momento pensé que hasta iba a usar la palabra «centroeuropeo», pero al parecer decidió reservarla para otra ocasión.

—Aquí, en medio de este capitalismo de los sentimientos, nadie se preocupa ya de nadie, ¿no es eso?

—Sí, eso es —reconoció Jamila.

—Te abandonan a tu suerte para que te pudras a solas. Nadie se molesta en tratar de subirle la moral a alguien que está mal. El sistema industrial de este país es demasiado duro para mí, por eso me siento mal —dijo, con tono vehemente—. Pero intentaré arreglármelas solo.

—Pues dime qué quieres hacer, entonces —le pidió Jamila.

Changez vaciló. La miró con ojos implorantes.

Y fue entonces cuando Jamila, rápida, fatalmente, quizá sin meditarlo a fondo, dijo:

—¿Te gustaría venir conmigo?

Changez asintió, incapaz de dar crédito a sus peludos oídos.

—¿Estás segura de que se puede?

—No lo sé —repuso.

—¡Claro que se puede! —concluyó Changez.

—Changez…

—Eso está bien —dije—. Perfecto.

—Pero es que todavía no lo he pensado bien.

—Ya hablaremos de eso en su momento —repuso Changez.

—Pero es que no estoy segura, Changez.

—Jamila…

—No seremos marido y mujer… sabes perfectamente que eso nunca va a ocurrir, ¿no es cierto? —dijo—. Además, en esa casa tendrás que colaborar en la vida de la comuna.

—Creo que el bueno de Changez va a ser estupendo para la comuna —repuse, al ver que el Asesino del Consolador estaba llorando otra vez a moco tendido, pero de puro contento—. Ayudará a lavar los platos. Es un verdadero fenómeno con la vajilla y la cubertería.

Ahora estaba pegada a él. No tenía escapatoria.

—Pero, Changez, en cierto modo tendrás que ganarte la vida. Por eso no lo veo tan claro. Hasta ahora, mi padre se había encargado de pagarnos el alquiler del piso, pero esos tiempos son agua pasada. De ahora en adelante, tendrás que mantenerte —y tras la pausa, añadió vacilante—: Puede que hasta tengas que trabajar.

Aquello ya era demasiado. Changez me miró con cara asustada.

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