Tenía muchísimo tiempo libre y pasé de una vida tranquila en mi cuarto, con mi radio y mis padres en la planta baja, a una vida nómada entre casas y apartamentos distintos, con mi gran bolsa de lona repleta de bártulos siempre a cuestas y sin lavarme el pelo jamás. No me sentía demasiado desdichado, yendo de aquí para allá en autobús por el sur de Londres y los suburbios, sin que nadie supiera dónde estaba. Cada vez que alguien trataba de localizarme —mamá, papá, Ted— estaba en un sitio distinto: de camino a clase, de vez en cuando, o de visita en casa de Changez y Jamila.
No quería estudiar. No era la época más apropiada de mi vida para concentrarme; no, no lo era. Papá todavía estaba convencido de que yo quería ser algo y, últimamente, le había dicho que abogado, porque hasta él se había dado cuenta de que lo de ser médico era agua pasada. Sin embargo, me daba perfecta cuenta de que llegaría el momento en que tendría que darle la noticia de que el sistema educativo y yo nos habíamos divorciado irremisiblemente. Eso iba a romperle su corazoncito de inmigrante. Pero es que el espíritu de la época entre la gente que conocía se manifestaba en una especie de inercia e indolencia general. El dinero no nos decía nada. ¿Para qué? Podíamos ir tirando, vivir de nuestros padres y amigos o a costa del Estado.
Y si nos aburríamos, y nos aburríamos a menudo porque rara vez había algo que nos motivara, por lo menos nos aburríamos a nuestra manera, repantigados en colchones de casas medio en ruinas en lugar de estar trabajando en el engranaje del sistema. Yo no estaba dispuesto a trabajar en un sitio en el que no me estuviera permitido llevar mi abrigo de piel.
Además, había un montón de cosas que ver… Sí, sí, me interesaba la vida. Era testigo entusiasta del amor de Eva y papá y todavía me fascinaba más observar a Jamila y Changez que, por increíble que parezca, vivían juntos en el sur de Londres.
El piso de Jamila y Changez, que les había alquilado Anwar, era una especie de caja de cerillas de dos habitaciones muy cerca del canódromo de Catford. Tenía los muebles imprescindibles, paredes amarillas y estufa de gas. El único dormitorio de la casa, con colchón de matrimonio y colcha india de colores vivos, era la habitación de Jamila. A los pies de la cama había una mesa de juego, que Changez le había comprado como regalo de boda y que yo me había encargado de llevar a cuestas desde la tienda de un chamarilero. Tenía un mantel de estampado Liberty y un jarrón blanco, que yo le había regalado, en el que siempre había narcisos o rosas. Guardaba los bolígrafos y lapiceros en un tarro vacío de crema de cacahuetes y amontonados encima de la mesa y por el suelo había un sinfín de libros de su época postseñorita Cutmore, los que ella llamaba los «clásicos»: Angela Davis, Baldwin, Malcom X, Greer, Millett. Aunque no se podía colgar nada en las paredes, Jamila había clavado con chinchetas poemas de Christina Rossetti, Plath, Shelley y de otros vegetarianos, que copiaba de los libros de la biblioteca y leía cuando quería estirar las piernas dando unos pocos pasitos por aquella minúscula habitación. Tenía el magnetofón encima de un tablón apoyado en el alféizar de la ventana. Desde la hora del desayuno hasta que los tres nos bebíamos la última cerveza, ya muy entrada la noche, la casa entera se mecía al son de Aretha y de otras mamas negras. Jamila nunca cerraba la puerta, así que Changez y yo nos dedicábamos a beber y a observar el perfil concentrado de Jamila, que con la cabeza inclinada hacia adelante leía, cantaba y escribía en sus viejos cuadernos de escuela. Al igual que yo, había abandonado todo ese «montón de cosas de blancos aburridas y pasadas» que nos enseñaban en la escuela y en el colegio. Pero Jamila no era perezosa y seguía estudiando sola. Sabía lo que quería aprender y sabía dónde encontrarlo. Lo único que tenía que hacer era metérselo todo en la cabeza. A veces, mientras miraba a Jamila pensaba que el mundo se dividía en tres categorías de personas: las que sabían lo que querían; las que nunca sabían qué iban a hacer de sus vidas (los más desdichados) y las que lo averiguaban con el tiempo. Yo pertenecía a este último grupo o, por lo menos, eso creía; lo cual no impedía que lamentara no haber nacido en el primero.
En el salón había un par de sillones, una mesa donde comer platos preparados y un par de sillas metálicas con asientos blancos de un plástico asqueroso. Junto a la mesa había una pequeña cama plegable con mantas marrones en la que Changez se acostaba todas las noches. Jamila había insistido mucho. No había discusión posible y Changez no había puesto objeciones en el momento en que, quizá, todavía estaba a tiempo de impedirlo. Así iban a seguir las cosas entre los dos, como habían comenzado cuando le había obligado a dormir en el suelo junto a su cama de luna de miel en el Ritz.
Mientras Jamila trabajaba en su habitación, Changez se echaba en su camita plegable más contento que unas pascuas, con su mano buena en alto leyendo una edición de bolsillo, uno de sus «especiales» sin duda. «Este es extra especial», decía dejando a un lado otro Spillane, James Hadley Chase o Harold Robbins. Estoy convencido de que el follón que sobrevino luego empezó en buena parte por culpa de los libros de Harold Robbins que comencé a pasarle, porque estimularon a Changez de un modo en que Conan Doyle nunca lo había hecho. Si creéis que los libros no cambian a las personas, ahí tenéis a Changez, que de pronto descubrió un nuevo horizonte de posibilidades eróticas que no había soñado siquiera, un hombre completamente virgen que veía Gran Bretaña como nosotros veíamos Suecia: como la mina de oro de la oportunidad sexual.
Pero antes de que saliera a la luz todo ese problema del sexo, otros problemas se incubaban ya entre Anwar y Changez. Al fin y al cabo, Changez hacía más falta que nunca en la tienda, sobre todo después de que Anwar se quedara hecho un alfeñique con lo del régimen a lo Gandhi que, por lo demás, sólo había seguido para traer a Changez a Gran Bretaña.
Para iniciar a Changez en el negocio de la tienda de ultramarinos, Anwar le puso a trabajar en la caja, donde aún podía salir airoso con un solo brazo y medio cerebro. Anwar demostraba tener una paciencia de santo con Changez y le hablaba como si fuera un niño de cuatro años, que era precisamente como había que tratarlo. Pero Changez era mucho más listo que Anwar y se aseguró de ser incapaz a la hora de envolver el pan o de dar el cambio. La aritmética no se le daba bien y empezaron a formarse colas larguísimas en la caja hasta que los clientes decidieron desertar. Anwar, entonces, le dijo que ya volvería a la caja más adelante, pero que de momento le iba a encontrar otra cosa que le hiciera entrar el gusanillo de los ultramarinos.
Y así fue como el nuevo trabajo de Changez pasó a ser el de estar sentado en un taburete de tres patas, detrás de la sección de verduras, a la caza de ladronzuelos de tienda. El trabajo era elemental: en cuanto uno cogía a alguien robando se ponía a gritar: «¡Deja eso donde estaba, ladrón gilipollas de mierda!» Pero a Anwar le había pasado por alto que Changez era ya todo un maestro en el sutil arte de dormir sentado. Jamila me contó que un día Anwar entró en la tienda y sorprendió a Changez roncando en su taburete mientras un eleté se escondía un tarro de arenques dentro de los pantalones delante de sus propios ojos… cerrados. Anwar se puso hecho una furia, cogió un manojo de plátanos y lo estampó con tal fuerza contra el pecho de su yerno que Changez se cayó del taburete y se hizo tanto daño en el brazo sano que se quedó en el suelo retorciéndose, incapaz de levantarse. Anwar se pasaba el día soltando berridos a Jeeta, Jamila y hasta a mí. Yo me reía de Anwar, como todos, pero nadie se atrevía a decirle la pura verdad: todo aquello era culpa suya. A mí me daba lástima.
Su desesperación empezó a trascender cada vez más. Siempre estaba de mal humor, saltaba por cualquier cosa y, cuando Changez estaba en casa, cuidando su brazo maltrecho, Anwar vino a buscarme a la trastienda, donde yo trabajaba. Había perdido todo el respeto y las esperanzas que un día depositara en Changez.
—¿Pero qué hace ese condenado cabrón inútil y gordinflón? —me preguntó—. ¿Ya está mejor?
—Se está recuperando —le dije.
—¡Ya le voy yo a recuperar los huevos con un buen lanzallamas! —se enfureció tío Anwar—. A lo mejor, hasta llamo a los del Frente Nacional y les doy el nombre de Changez, ¿qué te parece? ¡Qué buena idea!, ¿eh?
Mientras tanto, Changez se dedicaba a perfeccionar el arte de estar echado en camas plegables leyendo libros y de callejear por la ciudad conmigo. Siempre se hallaba dispuesto a embarcarse en cualquier aventura que no implicara trabajar en cajas registradoras o sentarse en taburetes de tres patas. Y, como era un poco obtuso —o por lo menos, vulnerable, amable y fácil de llevar— y una de las pocas personas de las que podía burlarme o dominar con total impunidad, nos hicimos amigos. Y mientras yo evitaba el estudio, Changez me seguía allí donde iba.
A diferencia de los demás, Changez me consideraba un rebelde. Cuando me quitaba la camisa en plena calle para que me diera un poco el sol en el pecho, se quedaba con la boca abierta.
—Eres muy atrevido y anticonformista,
yaar
—solía decirme—. Y fíjate en cómo vas vestido. ¡Si pareces un gitano vagabundo! ¿No te dice nada tu padre? ¿No te mete en cintura?
—Mi padre está demasiado ocupado con la mujer con la que se acaba de fugar como para ocuparse de mí —le dije.
—¡Dios mío! ¡En este país todo el mundo se ha vuelto loco por el sexo! —exclamó—. Lo que tendría que hacer tu padre es regresar a su patria unos años y llevarte con él. Podrías ir a uno de esos pueblecitos perdidos.
La repugnancia que le inspiraba a Changez lo más común y corriente me incitó a mostrarle el sur de Londres. Me preguntaba cuánto iba a tardar en acostumbrarse, es decir, en convertirse en un depravado. Me empleaba a fondo en la tarea. Nos pasábamos días enteros perdiendo el tiempo y bailando en el Pink Pussy Club, bostezando en las carreras de galgos de Croydon, comiéndonos con los ojos a las chicas que hacían strip-tease los domingos por la mañana en el pub, durmiendo durante las proyecciones de películas de Godard y Antonioni y disfrutando de las peleas en el estadio de fútbol de Millwall, donde obligaba a Changez a llevar un pasamontañas para que al ver que era un paqui no pensaran que yo lo era también.
Económicamente, Changez dependía de Jamila, que pagaba todos los gastos con lo que ganaba trabajando en la tienda por las tardes, y yo también le ayudaba un poco con el dinero que me daba papá. El hermano de Changez, cosa insólita, también le mandaba dinero, cuando tendría que haber sido al revés, ya que era Changez el que había marchado al próspero Occidente; aunque estaba seguro de que en la India todavía debían de estar celebrando la partida de Changez.
Jamila se encontró muy pronto en la feliz situación de no estar contenta ni descontenta con su marido: le divertía pensar que se comportaba como si no estuviera. Con todo, ya tarde por la noche, solían jugar a cartas y Jamila le preguntaba cosas de la India. Le contaba historias de esposas que se fugaban, dotes demasiado insignificantes y adulterios entre las familias ricas de Bombay (para eso necesitaba varias tardes), y las más deliciosas de todas: los casos de corrupción política. Saltaba a la vista que había aprendido unos cuantos trucos en sus lecturas de libros de bolsillo, porque hilvanaba los relatos con tanta facilidad como un chiquillo encadena globos de chicle. Las historias le salían como churros y las pegaba unas con otras con mucho chicle y mucha saliva, como en uno de esos culebrones increíbles, repescando un personaje olvidado con un: «¿Os acordáis de aquel hombre tan malísimo al que descubrieron desnudo en una caseta de baño?» Changez sabía que, después de pasarse el día entero estrujándose los sesos, los enloquecedores labios de Jamila le preguntarían sin falta: «¡Eh, Changez!, marido o lo que seas, ¿no nos cuentas nada más de aquel político chiflado que acabó en la cárcel?»
A cambio de eso, Changez cometía el educadísimo error de preguntar a Jamila sus opiniones políticas y sociales. Una mañana, Jamila le colocó los
Cuadernos de la cárcel
de Gramsci sobre el pecho, sin pensar que la adicción de Changez a los libros de bolsillo no carecía totalmente de sentido crítico.
—¿Por qué no lo has leído si te interesaba tanto? —le espetó en tono provocador al cabo de unas semanas.
—Porque prefiero oírlo de tus labios.
Y que quería oírlo de sus labios era la pura verdad. Quería ver cómo se movían los labios de su esposa, porque eran unos labios que cada vez le gustaban más. Eran unos labios que quería conocer más a fondo.
Un buen día, mientras merodeábamos por las tiendas de los chamarileros y librerías de viejo, Changez me agarró del brazo y me obligó a mirarle a la cara, cosa que nunca resultaba agradable. Por fin, después de semanas y semanas de estar temblando como un saltador asustado sobre una roca, me confesó:
—¿Crees que Jammie acabará por acostarse conmigo algún día? Al fin y al cabo, es mi esposa. No le propongo nada ilegal. Por favor, tú que la conoces desde que era una niña dime con franqueza, ¿qué posibilidades crees que tengo al respecto?
—¿Tu esposa? ¿Acostarse contigo?
—Sí.
—Olvídalo.
—¿Qué?
—Imposible, Changez.
Changez se negaba a aceptarlo.
—No te tocaría ni con guantes de amianto —añadí, para mayor detalle.
—¿Por qué no? Te lo ruego, explícamelo con sinceridad, como hasta ahora con todo lo demás. Hasta te permito que seas vulgar, Karim, como tienes por costumbre.
—Eres demasiado feo para ella.
—¿En serio? ¿Lo dices por mi cara?
—Por tu cara, por tu cuerpo, por todo. Eso es.
—¿Sí?
En ese momento, me miré en un escaparate y lo que vi me gustó. Puede que no tuviera trabajo, estudios ni perspectivas de futuro, pero tenía muy buen aspecto, sí señor.
—Jamila es una persona con clase, eso ya lo sabes.
—Pero es que yo querría tener hijos con mi esposa.
Meneé la cabeza.
—Ni lo pienses siquiera.
La cuestión de los hijos no era algo trivial para Changez el Burbuja. Hacía relativamente poco, se había producido un incidente que todavía debía de tener grabado en la memoria. Anwar nos había pedido que fregáramos el suelo de la tienda, pensando que quizá así conseguiría mantenerlo bajo vigilancia. Claro, ¿cómo podía acabar en desastre una cosa así? Yo me encargué de fregar, mientras Changez sujetaba el cubo con expresión tristona en medio de la tienda desierta y no dejaba de preguntarme si tenía alguna otra novela de Harold Robbins que prestarle. Entonces Anwar se presentó en la tienda y se quedó allí vigilando, mientras trabajábamos. Cuando terminamos, ya había tomado una decisión: preguntó a Changez por Jamila y quiso saber cómo estaba. Le preguntó si Jamila estaba «esperando».