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Authors: Nalini Singh

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil, romántico

El beso del arcángel: El Gremio de los Cazadores 2 (39 page)

No había formulado la pregunta, pero él lo sabía.

—Ese es un paquete que me pertenece. —Nada de dudas, nada de indiferencia.

—Tengo la mente hecha polvo. ¿Eso no te molesta?

—Has vivido. —Se situó encima de ella, con los antebrazos apoyados a ambos lados de la cabeza de Elena—. Igual que yo. ¿Tú me rechazarías?

La idea de perderlo le provocó una violenta punzada en el corazón.

—Ya te lo he dicho: eres mío. Ahora ya no hay vuelta atrás.

Unos labios sobre los suyos. Un beso lento que le hizo flexionar los dedos de los pies, que logró que la pesadilla se alejara a años luz. Sus pezones rozaron el pecho masculino cuando cogió aire para llenarse los pulmones.

—Hay algo en este lugar... —Sacudió la cabeza y se apartó los mechones húmedos de la cara—. La muerte, toda esta muerte... Es un terreno fértil para mi imaginación.

—¿No crees que sea un recuerdo auténtico?

—No quiero creerlo. —Un susurro, porque por dentro sabía que no era solo un fragmento de recuerdo—. Si es cierto... —Empezaron a escocerle los ojos—. Vino a por mí y dejó una parte suya en mi interior.

—No. —Rafael la obligó a mirarlo a los ojos. El azul cobalto se había apoderado del iris hasta hacerse con todo—. Si te obligó a beber la sangre de tu hermana —dijo a pesar del grito que ella no pudo controlar—, lo que tienes dentro es una parte de ella.

—¿Y eso te parece mejor? Puedo saborearla. —Se llevó la mano a la garganta—. Era una sangre espesa, rica, llena de vida. —El horror era como una soga alrededor de su cuello.

—Ni siquiera mi madre —dijo Rafael mientras cubría su cara con una mano—, sin importar qué fue de ella al final, me culpó jamás por aquello que no podía cambiarse. Tu hermana, a mi parecer, era una criatura mucho más amable, alguien que te amaba.

—Sí. Belle me amaba. —Necesitaba decir eso, escucharlo—. Me lo decía constantemente. Y nunca me llamó «monstruo». —De eso se había encargado su padre.

«"¡No permitiré que una hija mía se convierta en una abominación! La zarandeó. La zarandeó con tanta fuerza que ni siquiera pudo hablar. "No volverás a hablar de esa estupidez sobre las esencias, ¿entendido?"»

—Cuéntame algo sobre tu madre —balbuceó Elena, cuya alma estaba demasiado dolorida para soportar los recuerdos de la noche en que su padre empezó a herirla con sus palabras.

Eso había ocurrido un mes después del entierro de su madre. Atrapada en un agujero negro de angustia, Elena había hablado de algo que no se había atrevido a decir en tres largos años. Sus sentidos de cazadora habían sido la única constante en su vida por aquel entonces, y le pareció que Jeffrey entendería su necesidad de aferrarse a ellos. Pero se había enfurecido tanto...

—Algo bueno —añadió—. Cuéntame un recuerdo feliz sobre tu madre.

—Caliane tenía una voz maravillosa... —dijo él—. Ni siquiera Jason sabe cantar tan bien como mi madre.

—Jason... ¿Canta?

—La suya es quizá la voz más hermosa del mundo angelical, pero no ha cantado desde hace siglos. —Hizo un gesto negativo con la cabeza cuando ella alzó la vista—. Son sus secretos, Elena. No me corresponde a mí contártelos.

Le resultó muy fácil aceptar eso: comprendía muy bien lo que era la lealtad, la amistad.

—¿Aprendió a cantar con tu madre?

—No. Caliane llevaba desaparecida mucho tiempo cuando nació Jason. —Apoyó la frente sobre la de ella y dejó que sus alientos se mezclaran en la más tierna intimidad—. Solía cantarme cuando era un crío, cuando apenas sabía andar. Y sus canciones hacían que el Refugio se quedara inmóvil, ya que todos los corazones se conmovían, todas las almas se maravillaban. Todo el mundo escuchaba... pero ella cantaba para mí.

»Me enorgullecía —añadió, perdido en el recuerdo—, saber que tenía ese derecho, el derecho a su voz. Ni siquiera mi padre me lo discutió. —Nadiel ya había perdido gran parte de sí mismo por entonces, pero había unos cuantos recuerdos alegres de la época anterior a la locura que lo dejó sin padre, que dejó a su madre sin compañero—. Decía que la canción de mi madre era tan hermosa porque nacía del amor más puro, de esa clase de amor que una madre solo puede sentir por su hijo.

—Me encantaría haberla escuchado.

—Algún día —dijo él—, cuando nuestras mentes puedan unirse de verdad, cuando tengas la edad suficiente para proteger tu propia personalidad, compartiré contigo los recuerdos de sus canciones. —Eran su tesoro más preciado, el regalo más hermoso que podría entregarle.

Los ojos de Elena brillaron aun en la oscuridad, y Rafael supo que su cazadora lo entendía.

Algún día.

Se quedaron así, enredados el uno al otro, durante el resto de la noche. Elena lo buscó más de una vez, y Rafael le proporcionó de buena gana el olvido que anhelaba.

La mañana siguiente, Elena se descubrió mirando una y otra vez al ángel que caminaba a su lado, casi segura de que no podía ser real. Tenía el cabello del color de la neblina, con el brillo cegador del sol. Era el rubio más claro que había visto en su vida, aún más blanco que el suyo. De haber tenido que hacerlo, lo habría descrito como blanco dorado, pero ni siquiera eso definía bien el color. El cabello de ese ángel no tenía color: era como si reflejara la luz del sol, como si cada mechón estuviese cubierto de polvo de diamantes.

Su piel hacía juego con el pelo. Pálida, muy pálida... pero con un brillo dorado que impedía que pareciera de piedra y lo convertía en un ser vivo. Alabastro iluminado por el sol, pensó Elena. Eso describía bastante bien el color de su piel.

Y luego estaban sus ojos.

Una pupila negra rodeada por rayos cristalinos verdes y azules. Uno podía contemplar esos ojos durante una eternidad y no ver otra cosa que la propia imagen reflejada un millar de veces. Eran ojos más que claros, más que transparentes... y, aun así, impenetrables.

Sus alas eran blancas. De un blanco puro, aunque con el mismo brillo de diamantes que el pelo. Resplandecían bajo el intenso sol invernal, tanto que Elena casi deseaba apartar la mirada. Podría haberse considerado una criatura hermosa. Y lo era. Un ser asombroso que ni en un millón de años podría haber pasado por humano. Sin embargo, había algo distante en él que hacía que mirarlo fuera algo parecido a contemplar una estatua o una obra de arte.

Aquel ángel era el último miembro de los Siete de Rafael. Se llamaba Aodhan, y llevaba dos espadas a la espalda en sendas fundas verticales, con las empuñaduras adornadas con un sencillo símbolo similar a un nudo celta, aunque sutilmente único. Elena le habría preguntado acerca de ese símbolo, pero el ángel hablaba tan poco que ni siquiera había podido identificar todavía el timbre de su voz. Su silencio le resultaba extraño después de las risas de Illium, las pullas de Veneno o las provocaciones sensuales de Dmitri. No obstante, eso le permitía concentrarse de continuo en los alrededores.

Mientras caminaban, se fijó en un grabado en particular situado al pie de un tramo de escaleras. Al bajar, descubrió que se encontraba al mismo nivel que el patio principal. Había un árbol sin hojas a su izquierda, y el panel grabado estaba a su derecha. Hizo caso omiso de los cortesanos que fingían no verla, y concentró su atención en el grabado.

Solo con tocarlo supo que era antiguo. Siempre había sido capaz de estimar la edad de las cosas, sobre todo de los edificios. Y ese panel tenía al menos unos cuantos siglos. Había sido elaborado con especial cuidado para mostrar un día de la vida en la corte. Lijuan estaba sentada en un trono, y bajo ella, los cortesanos bailaban y los acróbatas actuaban. Nada extraordinario, pero... Frunció el ceño y lo examinó de nuevo.

Allí estaba.

—Es Uram. —No debería haberle extrañado encontrar una imagen del arcángel muerto, pero...—Nunca lo había visto así. —Tan atractivo, una presencia siniestramente hermosa junto a la elegancia de Lijuan—. Solo conocí al monstruo en el que se convirtió.

Elena se sorprendió cuando oyó hablar a Aodhan. Su voz poseía la musicalidad propia de esa tierra de colinas verdes llenas de hadas.

—Ya era un monstruo por aquel entonces.

—Sí —replicó ella, que sabía que semejante depravación no podía haber surgido de un día para otro—. Supongo que lo disimulaba mejor.

Estaba a punto de encaminarse hacia un pasadizo estrecho cuando sus sentidos cobraron vida. Se dio la vuelta y vio a un ángel que se acercaba a ella. Tenía los ojos del color del ámbar y las alas del mismo tono. Su piel era más oscura que la de Naasir.

Nunca lo había visto, pero lo conocía. Nazarach. La voz de Ashwini estaba llena de horror cuando le habló de él.

«Los gritos de ese lugar, Ellie...» Su amiga se había estremecido, y sus preciosos ojos castaños se oscurecieron hasta volverse negros. «Ese tío disfruta con el dolor, disfruta con él mucho más que cualquier otra persona que haya conocido nunca.»

—La cazadora de Rafael. —El ángel inclinó la cabeza a modo de saludo.

—Elena. —Se metió la mano en el bolsillo para empuñar la pistola. La espada corta que Galen y ella habían decidido que mejor encajaba con su estilo colgaba de su cintura y a lo largo del muslo derecho. Pero incluso Galen se había mostrado de acuerdo en que esa espada debía ser su última elección: todavía carecía de la rapidez necesaria para enfrentarse a la mayoría de los ángeles.

—Soy Nazarach. —Sus extraordinarios ojos ámbar se clavaron en Aodhan—. No te he visto en público desde hace décadas.

Aodhan no respondió, pero Nazarach no parecía esperar que lo hiciera, ya que su atención volvió a concentrarse en ella.

—Estoy impaciente por bailar contigo, Elena.

Elena no quería tener esas manos cerca nunca. Tal vez no hubiera nacido con las capacidades extrasensoriales que atormentaban a Ashwini, pero, a juzgar por la forma en que la miraba Nazarach, estaba claro que el ángel se la imaginaba gritando.

—Lo siento, pero Rafael ha reclamado todos mis bailes.

Una sonrisa que hizo que sus instintos femeninos empezaran a dar gritos de advertencia.

—No soy de los que se rinden fácilmente.

—En ese caso, supongo que te veré esta noche.

—Sí. —De pronto, miró hacia su derecha—. Tengo que hablar con mis hombres.

Una vez que Nazarach se alejó, Elena echó un vistazo a Aodhan y se dio cuenta de que el ángel tenía la espalda rígida.

—¿Te encuentras bien?

Él la miró con expresión sorprendida. Luego, realizó una breve inclinación de cabeza.

Elena supuso que Nazarach era capaz de ponerle los pelos de punta hasta a un miembro de los Siete. Señaló un pasadizo estrecho que los llevaría lejos del lugar donde se encontraba Nazarach en esos momentos.

—Vamos por ahí.

Aodhan la siguió sin mediar palabra, y sus alas se rozaron cuando doblaron la esquina.

—Lo siento —dijo Elena, que se apartó con un movimiento rápido.

Tras un asentimiento brusco, el ángel plegó las alas con fuerza contra la espalda.

Parecía que a Aodhan no le gustaba nada que le tocaran las alas... Ni las alas ni ninguna otra cosa. De pronto, Elena se dio cuenta de que ese ser no había tenido un contacto físico con nadie desde el momento en que Rafael se lo presentó. Tomó nota mental para recordar que debía guardar las distancias y parpadeó con rapidez a fin de permitir que sus ojos se acostumbraran a la luz brillante que había al otro lado del pasadizo.

Salieron a una pequeña plaza cuadrada rodeada por muros de madera que mostraban unas complicadas imágenes. Cada panel representaba una escena de las afueras de la Ciudad Prohibida: granjeros en sus campos, chicas jóvenes corriendo por el mercado, un anciano sentado al sol... Ese lugar destilaba paz. Había unos cuantos árboles de hoja perenne estratégicamente colocados para crear una mezcla relajante de luces y sombras. Las piedras del suelo estaban salpicadas de color, y, cuando alzó la vista para averiguar de dónde venían esos colores, Elena descubrió el cristal lleno de burbujas de una antigua vidriera.

Una vidriera muy bonita. Una distracción.

Esa fue la razón de que tardara un segundo más de la cuenta en percatarse de que las esencias que percibía estaban demasiado cerca, de que el pequeño objeto que había visto clavado en el tronco de un árbol cercano era una daga del Gremio, y de que el sonido que apenas había oído era el del gatillo de una ballesta.

36

—¡A
gáchate! —gritó cuando las ballestas disparaban.

No había una, sino dos.

Aodhan se acercó para protegerla, y ese fue su error. Recibió una flecha en el ala, y el impacto lo dejó clavado a la pared mientras Elena aterrizaba de bruces sobre los adoquines del suelo, con los virotes silbando por encima de ella. Levantó un poco la cabeza y vio que Aodhan alzaba la mano para sacarse el proyectil del ala. Otra flecha clavó su hombro opuesto a la pared antes de que lo consiguiera.

Elena rodó hacia un lado (algo que le había resultado muy difícil aprender de nuevo ahora que tenía alas) y logró llegar hasta la sombra de uno de los árboles que estaban cerca de Aodhan. Su primer impulso fue echar mano de la pistola, pero recordó que las balas habían sido creadas para destrozar las alas de los ángeles. No sabía qué efecto tenían sobre los vampiros, pero si funcionaban como balas normales, había una pequeña posibilidad de que acertara en un punto vulnerable y matara a los atacantes..., y los necesitaba con vida para poder llegar al fondo de aquel asunto.

Así pues, cambió de opinión e hizo descender las dagas que llevaba en las vainas de los brazos hasta sus palmas, ignorando el zumbido de las flechas que se clavaban en el tronco que había a su espalda.

Se concentró.

Todo se quedó en silencio, como si el mundo se moviera a cámara lenta y el resplandor del sol se hubiera convertido en una cegadora neblina. Una vez más, oyó el gatillo de la ballesta y cómo colocaban el virote en su lugar. Pero el oído nunca había sido el mejor de sus sentidos.

Bayas de saúco con azúcar.

Apuntó y arrojó la daga.

La vidriera se hizo añicos y llenó el suelo de mil fragmentos de color. La segunda daga ya viajaba por los aires... y se clavó en el cuello del vampiro que había tras la vidriera. Elena vio el chorro de sangre que manaba de su garganta, pero su atención ya estaba concentrada en el rastro del segundo tirador. No había abandonado su posición: permanecía oculto tras una pared pequeña y sólida. A salvo. Pero incapaz de disparar sin exponerse.

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