Read El asesino hipocondríaco Online
Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel
—La verdad es que no tengo tiempo que perder —le digo a la joven, para que sepa de la urgencia que me apremia—, pero me temo que soy alérgico al látex.
—¿Cómo? Pero si el látex se emplea para un montón de cosas en los hospitales. No se preocupe que usted no es alérgico al látex —me contesta.
—Créame, señorita, soy alérgico al látex.
—Eso no puede ser. Mire, mire esta que tiene exactamente su tono.
La joven no lo había advertido, probablemente distraída por la alineación de mi pupila derecha, pero yo hacía rato que miraba con mi ojo izquierdo la nariz que me está señalando en este momento. Como mi convicción respecto a mi alergia no parece haberla afectado en absoluto, insisto:
—El látex se obtiene del árbol tropical del caucho, y yo soy alérgico al plátano, al kiwi, al aguacate, y
al látex
. ¿No las tienen de poliestireno?
—Pues creo que no, la verdad —dice la joven.
Me tomo un minuto para pensar, mientras aprovecho para toser un poco bajo la presión de mi pañuelo con olor a lejía y desinfectante. En el local hace calor, el aire acondicionado caliente está a su máxima potencia, y por un momento pienso que no me gustaría morirme allí. Sin retirar el pañuelo de mi boca le digo:
—Tráigame mejor entonces una barra de carne artificial para poder modelar las narices yo mismo.
—¿Kryolan? —me pregunta.
—¿Está clínicamente testada contra las alergias?
—Bueno, a ver… —La dependienta alza sobre su cabeza un pequeño cilindro de plástico, con una pasta arcillosa dentro, y lo mira desde todos los ángulos, como si se tratase de un caleidoscopio que ocultara imágenes indescifrables—. Aquí dice
hipoalergénico
.
—Me temo, señorita, que no es suficiente. Eso lo ponen en cualquier producto que sea un poco menos irritante. Pero yo sufro dermatitis atópica —digo, señalándome la cara, como si no fuera ya algo evidente a simple vista—. Un choque anafiláctico, en mi estado, podría llegar a matarme.
La joven ha dejado de sonreír, y busca con la mirada a una compañera que está en el otro extremo del mostrador. Le hace una señal con los ojos que yo no sé interpretar. Miro a la una y miro a la otra, pero no entiendo qué sucede. Acostumbrado a los obstáculos desde que era un niño frágil y de rodillas huesudas, no me doy por vencido, y le pregunto:
—¿Y calvas artificiales? ¿Tiene calvas artificiales?
—Sí. De látex —me contesta la joven.
Sin concederme una tregua, la adversidad se ceba en mí ante cada movimiento. A veces me pregunto cómo es posible que aún me permita seguir respirando, qué le impide aplastarme en este mismo instante, de una vez por todas, como a un insignificante insecto. Pero me niego a rendirme, y añado:
—Entonces, tráigame al menos líquido plateado para simular canas.
La joven me da la espalda sin decir nada, y busca en los pequeños cajones. Se demora unos minutos, a lo largo de los cuales me aborda un microsueño que nadie advierte; luego la joven regresa, suelta el tarro sin mirarlo sobre el mostrador, y dice:
—Aquí tiene. Cien mililitros. ¿Algo más?
—Sí.
—Vaya —dice.
—¿Tiene barbas y bigotes postizos?
—Claro, de pelo natural. ¿De qué colores los quiere?
—¿Me los puede traer todos?
La chica arroja un soplo de aire por la nariz. Yo asiento con la cabeza, confirmando que hace mucho calor en el local. Luego, elevando mi debilitada voz todo lo que permiten mis cuerdas vocales, pregunto:
—¿Qué tipo de adherente utilizan? Me temo que…
—El pegamento se lo aplica usted aparte —me interrumpe—. Y sí, lo tenemos antialérgico.
Un rato después estoy probándome las barbas postizas. He tenido que desenrollarme la bufanda, ante la insistencia de la joven dependienta, que ahora me ayuda a sostenerlas sobre mi cara frente al espejo. Cuando me retira una de ellas, pelirroja y encrespada, me roza con la uña del dedo anular el bulto que tengo en el lado izquierdo del cuello, bajo las glándulas submandibulares. Como ha notado que me he encogido de dolor, la joven repara en el bulto, y lo observa con un gesto torcido que sólo puede ser de repulsión.
—Tenemos maquillaje para tapar
eso
—me dice.
Entonces, sin mediar palabra, me acerco al mostrador y empiezo a recoger mis cosas. Las introduzco en una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo, una por una, y añado unos caramelos balsámicos que había en una cestita; luego le pido la cuenta, me envuelvo en la bufanda y salgo del establecimiento.
Una vez en la calle, manteniendo la boca cerrada y respirando por la nariz, con el pañuelo enjugo una lágrima que se desprende de uno de mis ojos. Sé que esta protuberancia de mi cuello puede parecer extraña y contrahecha. Sé que los pelos emergentes, sus durezas y sus minúsculos apéndices no son del gusto de todos, ni pueden ser comprendidos sin más. Lo sé, y sin embargo, a veces, esta falta de comprensión me afecta. Por mucho que no lo sepan. Por mucho que no puedan saber que esos pelos, las durezas —inapreciables dientes de leche—, los apéndices —diminutas piernas y brazos sin desarrollar—, no son una excrecencia de mi piel, sino lo único que queda de mi atrofiado hermano gemelo. Mi única familia.
L
os hermanos Goncourt tenían una amante. Una, para los dos. Al igual que compartían los amigos, una misma casa, y un único diario íntimo, en el cual iban alternando sus notas, sin que ni amigos ni amante pudieran distinguir jamás la autoría.
Así de unidos estaban los hermanos Goncourt desde que quedaran huérfanos de padre y madre a una edad temprana. Pero por encima de todo, lo que más unía a los hermanos escritores eran las mismas dolencias: las de Edmond estaban centradas en su estómago, y las de Jules en su hígado. No obstante, cuando Edmond de Goncourt sentía una punzada, Jules de Goncourt se echaba la mano al vientre; si a Jules le asaltaba un fallo hepático, el rostro de Edmond se tornaba inmediatamente lívido y sus ojos, amarillos.
La fría y húmeda mañana del 18 de diciembre de 1860, los hermanos Goncourt, con sus solemnes bigotes, se encaminaron al Hôspital de la Charité de París, con el propósito de recabar una descripción detallada del escenario de la que sería su tercera novela,
Sœur Philomène
. Al amanecer, los dos enjutos escritores se levantaron en el mismo minuto de las siete de la mañana, sin necesidad de avisarse el uno al otro; los dos con la misma aprensión instalada en el alma y el mismo temor enervándoles los nervios.
A las puertas del vasto edificio de piedra, flanqueado por unos raquíticos árboles despojados de su fronda, los esperaba sonriente el doctor Velpeau. El médico les sirvió de guía en el interior del hospital, y los hizo recorrer las distintas salas de los enfermos, a la vez que los iba examinando junto a su séquito de discípulos, y con la ayuda de las monjas de la caridad. Según avanzaban en su recorrido, según iban reconociendo a más y más pacientes achacosos o moribundos, los señores Goncourt fueron sintiendo cierta debilidad en las piernas, una flacidez que los hacía titubear en sus pasos y buscar un apoyo a cada instante. En menos de una hora, después de decenas de escisiones, suturas, cataplasmas y sangrías, después del rosario de lenguas moradas e inflamadas, extremidades en descomposición, ojos hueros y cráneos hendidos, aquella sensación se había transformado en un contundente dolor en lo más interno de sus cuatro rótulas, que apenas les dejaba caminar. Antes de que concluyera la visita, los semblantes de los hermanos tenían el mismo color azul y el mismo gesto crispado por el padecimiento, bajo sus dos bigotes oscuros y lacios, que el resto de los rostros que, hundidos en sus mortecinas almohadas, habían visto aquella mañana.
Aquel frío 18 de diciembre, Edmond y Jules de Goncourt salieron del Hôspital de la Charité de París apoyándose el uno en el otro, abrazados y renqueantes, padeciendo todas y cada una de las afecciones de todos y cada uno de sus internos.
Al menos, eran dos para compartir las dolencias.
N
o hay carga más gravosa, no hay peso moral más insoportable de llevar sobre los hombros, que la absoluta certidumbre de que ya naciste matando, desde el primer momento, desde el mismísimo útero materno, ya eligiendo entre tú y otro, entre tu vida y la de tu propio hermano. Aún nonato, aún sumido en las plácidas aguas del líquido amniótico, y ya asesino de tu sangre.
Podría aventurar incluso el día en que sucedió todo: con probabilidad un 12 de mayo —como mucho un 13— de 1966, cuando todavía deambulaba por los muelles fluviales del puerto de R. dentro del útero de mi madre jornalera. Posiblemente en la alborada de ese 12 ó 13 de mayo, entre húmedas cajas de cereales, en medio del violento trasiego portuario, tomé la decisión. Allí, animado acaso por aquella violencia en el aire, perpetré mi acto egoísta, determiné acabar con la vida de mi hermano, aplastarlo con el crecimiento de mi cuerpo para que no me robara mi espacio, apabullarlo y achicarlo hasta hacerlo casi desaparecer, hasta dejarlo reducido a una mera pústula de mi cuerpo.
No se conocen más de cien casos de gemelos parásitos en el mundo. Tal es mi mala suerte. A esta elección me condujo mi sino antes incluso de nacer, a la de cercenar la vida de aquel con el que quizá podría haber compartido todas mis dolencias, de aquel que quizás habría sido el único ser sobre la faz de la tierra con peor fortuna que yo: de los dos, el desdichado que no sobrevivió allí dentro.
Y no obstante, a veces, no puedo evitar pensar que mi hermano gemelo sigue aún vivo, más como un ser inteligente que como un furúnculo de mi cuello. Vivo, porque es carne de mi carne y en él late mi sangre; inteligente, porque al fin y al cabo sus pequeñas estructuras humanas son más complejas que las de cualquier alimaña de esas proporciones. Y pienso en mi hermano como una especie de homúnculo, no como los que crearon el doctor Paracelso o el doctor Fausto, sino más bien como esos pequeños hombrecillos que creyó descubrir el doctor Hartsoeker con su microscopio, encerrados dentro de las cabezas de los espermatozoides. Pienso en mi hermano como en un hombre diminuto, con el que pudiera en cualquier momento compartir mis pensamientos, alguien que me acompaña siempre, un hombro sobre el que llorar, un oído dispuesto a escuchar mi lamento de enfermo agonizante.
Otras veces, pienso que mi hermano es el homúnculo que conduce mi cuerpo, el homúnculo situado en la cabina de mandos y responsable de todo el reguero de víctimas que va dejando mi oficio.
E
stoy en un punto X de Madrid, en mi apartamento. He dejado en la mesa de la entrada los materiales de maquillaje que pretendo emplear para que Blaisten no me reconozca la próxima vez, aunque no sé si tendré oportunidad de utilizarlos. Me encuentro sentado en mi sillón, al lado de la estufa, tengo un termómetro en la boca, y remuevo una infusión. Siento un cosquilleo angustioso en las piernas, que podría llegar a tornarse incluso un picor, o un dolor, y presagio que vuelvo a tener problemas de circulación, un mal funcionamiento de las válvulas venosas tibioperoneas que ayudan a la sangre a proseguir su camino ascendente hacia el corazón. Me demoro en esta idea, pero al mismo tiempo reparo en que estoy demasiado relajado, por completo agotado, y caer presa de un microsueño en el sillón podría costarme la vida. Así que cambio de pensamiento. Y decido planear una nueva estrategia para matar a Blaisten si llego vivo a mañana.
Mi pequeño apartamento del punto X de Madrid disponía de treinta y seis metros cuadrados habitables cuando lo alquilé. Ahora tiene sólo veintinueve, porque el espesor de las paredes de la sala principal y del dormitorio ha engrosado casi cuarenta centímetros debido a los muebles archivadores que tengo distribuidos por el piso. Mis fichas están organizadas por dos letras y un número. La primera letra que aparece en cada cajón archivador indica la materia de la información: puede ser M, médica, J, jurídica, o H, histórica. La segunda letra de los ficheros indica la inicial del apellido del doctor, el jurista, el pensador, escritor o personaje histórico aludido. El dígito que sucede a las dos letras indica el número y orden de la ficha dentro de su categoría y autor. Los documentos relacionados con la técnica y arte de mi profesión los guardo en dos archivadores metálicos portátiles, a modo de valijas, tras el falso fondo del armario de mi dormitorio. Sin letra, número, ni nada que ayude a su identificación.
Cojo lápiz y papel, y voy colocando sobre la mesa de la sala principal las fichas de materia legislativa que necesitaré para mi nuevo enfoque del asesinato de Blaisten. Para alguien con mi oficio es muy útil y recomendable estar familiarizado con el funcionamiento de la Justicia; sí es cierto que lo era antes más que ahora, cuando tengo la certeza de vivir mis últimos momentos, es más, cuando puedo presentir con una visión clara y distinta la silueta de la muerte abatiéndose sin clemencia sobre mí esta misma noche sin luna.
Pero hombre precavido vale por dos, y no puedo dejar de considerar que mi suerte sería capaz incluso de invertir sus designios con el fin de mortificarme. Y no se me ocurre nada más penoso que pasar, en mi estado, los dos, tres, cuatro últimos días a lo sumo de vida regalada, desahuciado en una húmeda celda de la cárcel. Por eso voy a poner todo mi empeño en planificar con precaución y detalle, desde el punto de vista de la jurisprudencia, el atentado que ha de terminar mañana con la vida de Eduardo Blaisten.
Nunca pude asistir a la escuela ni recibir formación alguna, pero todo lo que tengo que saber está contenido en este pequeño apartamento.
9.47
DE LA MAÑANA
. I
NTENTO DE HOMICIDIO SIN ACCIÓN VOLUNTARIA DE DELITO POR INTERVENCIÓN DE FUERZA IRRESISTIBLE
.
Hace dos horas que estoy en el andén de metro de la estación de Sevilla, en dirección a Ventas. Hasta el momento han pasado veintiséis trenes, con una frecuencia media de cinco minutos y veinte segundos. Pero nunca hay que fiarse de las estadísticas. Uno de los trenes se ha demorado más de diez minutos, y eso ha echado por tierra la frecuencia media de todos los demás. Las estadísticas no son de fiar. Según el Departamento de Riesgos de la Universidad de Iowa, en Estados Unidos hay 700.000 médicos en activo, y al año mueren 120.000 personas por razones derivadas de la mala atención médica. Esto equivale a una media de 0,171 muertos por médico. Por otra parte, en Estados Unidos hay 80 millones de ciudadanos que poseen algún arma de fuego, y unas 1.500 personas mueren al año por causas accidentales relacionadas con esas mismas armas de fuego. Esto da una media de 0,0000188 muertos accidentales por arma. En consecuencia, según la estadística, tendríamos que pensar que un médico es 9.000 veces más peligroso que un arma de fuego, una conclusión probablemente exagerada.