Read El asesino hipocondríaco Online
Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel
E
duardo Blaisten es argentino, como yo. Vive en el quinto piso, asoleado, amplio, de un edificio rehabilitado, con dos viviendas por planta, de la calle Claudio Coello, en el barrio de Salamanca, pero pasa los días en el centro de la ciudad, donde trabaja.
En verano, Eduardo Blaisten viste camisas polo de colores, y pantalones sport de algodón color caqui. En invierno siempre lleva camisa clara, traje a medida, abrigo largo,
sobretodo
diría él, corbata la mayoría de los días y, ocasionalmente, una larga bufanda de algún tono vivo, enrollada alrededor del cuello con varias vueltas y con los extremos cayéndole sobre el torso. Nunca, bajo ninguna circunstancia, se separa de su plano y rígido maletín forrado en piel.
El señor Blaisten lleva el pelo abundante y cano peinado hacia atrás, como Federico de Prusia, con unas vetas oscuras todavía aureolándole las patillas. Y sonríe todo el tiempo, como si estuviese orgulloso de su pelo.
Suele tomar café dos veces al día, nunca después de las 14.10. El día que más tarde lo tomó fue el último sábado del pasado mes de septiembre: comenzó a bebérselo a las 14.04 y lo terminó iniciado ya el minuto once de las dos de la tarde. Hay días que se cita con gente. Otros, lee el periódico o toma notas, como si no necesitara de nadie ni viera a nadie, como un náufrago felizmente arribado al centro de un café tumultuoso.
Eduardo Blaisten siempre camina con presteza.
Eduardo Blaisten habla inglés y hebreo. A veces lee el
The Guardian
, y a veces el diario israelí
Haaretz
. Además de, claro,
El País
,
El Mundo
,
La Nación
y
Clarín
.
Eduardo Blaisten tiene una amante. Yo no.
D
urante los períodos de composición de sus obras, Immanuel Kant acostumbraba a mantener largas charlas con Martin Lampe, su sirviente, que con paciencia de lacayo callaba, escuchaba y asentía.
Se reunían en el estudio de la última de las moradas del señor Kant. A lo largo de los años el filósofo había mudado su domicilio en distintas ocasiones, porque tenía a Königsberg por una ciudad bulliciosa: abandonó la primera vivienda porque le molestaba el ruido de los buques del puerto y el de las carretas de la calle, una segunda por los cantos del gallo de un ciudadano vecino, y otra más por los cantos de los presos en la iglesia y el caso omiso del alcalde a su petición de hacerlos guardar silencio. En el pequeño estudio de esta última residencia, bajo un oscuro retrato de Jean-Jacques Rousseau, el filósofo y el sirviente se encontraban por unas horas en las frías sobremesas de la región báltica.
El señor Kant departía. El señor Lampe lo miraba a los ojos con forma de drupa oblonga. Pero el señor Kant apenas le devolvía la mirada, porque casi no separaba la vista del termómetro, el barómetro, el higrómetro y el reloj que tenía alineados en la mesa.
—Has de saber, mi querido Lampe —decía por ejemplo el filósofo—, que el insomnio es un vicio al que yo mismo sucumbí hasta hace poco menos de un año, sufriendo con frecuencia accesos convulsivos y excitaciones nocturnas.
—Yo podía oírlo moverse inquieto en sus aposentos, señor.
—Pues tanto fue así que lo tomé alternativamente por ataques de gota, por flatulencias, por constipación… Y acabé recurriendo a la ayuda de un médico, que sabes que no me gustan porque me tratan con condescendencia y me llevan siempre la contraria. Pero en esta ocasión hice bien, sólo así el doctor pudo aclararme que debido a mi pecho hundido y cóncavo, que deja poco espacio para los movimientos del corazón y de los pulmones, tengo una disposición natural a este tipo de pensamientos morbosos. También has de saber, no obstante, que en realidad fue mediante la reflexión, convenciéndome de que a pesar de la opresión en mi pecho, en mi cerebro reinaba la serenidad y la alegría, que conseguí curarme del insomnio.
El señor Lampe asentía. El señor Kant paseaba su metro y medio de estrecho cuerpo alrededor del sobrio escritorio.
—Claro que, aunque dormir largo tiempo, amigo Lampe, y dormir repetidas veces, sea un modo fácil de ahorrarse los muchos disgustos que acarrea la vigilia —proseguía el filósofo—, ¿no le parece bastante extraño desear una larga vida para pasarla durmiendo?
—Sin duda, mi señor —decía alguna vez el criado.
—Despertarse y volver a dormirse, paraliza, abate y agota las fuerzas. Dormir demasiado, por el simple goce de la somnolencia, como hacen los españoles con su siesta, acorta la vida. La cama es el nido de un sinfín de enfermedades.
A veces el propio filósofo movía asertivamente su gran cabeza, dándose la razón. Luego daba más vueltas alrededor del escritorio, en el centro del despacho, con el abrigo gris puesto aun dentro de casa, para evitar los resfriados.
Hacia el final de la alocución, si el filósofo no estaba del lado del reloj, el criado recordaba:
—Mi señor, ha llegado la hora.
Y el señor Kant y el señor Lampe salían a dar su paseo de las cinco de la tarde. El primero con un bastón en la mano y el segundo portando un paraguas sobre el brazo.
S
iempre me he dejado guiar por los consejos para cuidar el cuerpo del sabio filósofo prusiano. Incluso, al principio, sin duda debido a un capricho de la providencia, siguiendo un análogo orden en los distintos estadios de mi vida. Primero, padecí un insomnio tenaz durante años, del que sólo logré librarme ciñéndome a los dictados de la filosofía práctica del señor Kant. Después, una vez sanado de este trastorno, decidí no entregarme tampoco a los excesos del sueño ocioso, a dormir por dormir, y me sometí a un estricto descanso de unas breves horas al día, sobre todo por el miedo a los microorganismos, virus y enfermedades contagiosas que puedan crecer, confabularse y andar intrigando amparados en el tibio cubil de la cama.
Pero atrás quedaron esos felices años en los que mi sueño corría paralelo al que el señor Kant robara a las noches de Königsberg. Porque el 17 de julio de 1999 cayó sobre mí, como el peor de los castigos, como la condena más implacable, la Maldición de Ondina. Desde entonces, dormir para mí significa una muerte segura.
Supongo que ya nací con este mal congénito, pero que se debió de ir agravando con el tiempo, porque lo cierto es que desde esa fecha los mecanismos de mi sistema nervioso autónomo, ante la señal de la disminución de oxígeno en la sangre, no ordenan la respuesta de aumentar la respiración. Mis receptores químicos me dejan abandonado a mi suerte en la noche, con un pánico visceral a quedarme dormido por descuido sin haber conectado los aparatos de respiración asistida que acompañan mis parcos descansos.
La Maldición de Ondina no afecta a más de trescientas personas en todo el mundo, tamaña es mi mala fortuna. Hasta descansar me ha sido negado. Y durante el resto del día me veo condenado a deambular por las calles perseguido por la somnolencia, asaltado por microsueños súbitos, fatigándome ante los más ridículos peldaños, ante una pendiente imperceptible, con terribles dolores de cabeza y los glóbulos rojos por las nubes.
Como único beneficio de mi privación de sueño obtendré, esta noche —esta noche de luna menguante que se cierne ya sobre la ciudad y sobre los ángulos de mi apartamento, ésta que será la última de mis noches coexistiendo con los vivos—, poder mirar cara a cara a la muerte cuando venga a arrancarme de mi corrupto cuerpo.
E
n la mitología germánica, Ondina era una ninfa acuática de belleza pasmosa que habitaba en los ecosistemas de agua dulce, en lagos, ríos, estanques, fuentes, pozos, manantiales, arroyos y riachuelos.
Los cuentos alemanes —y prusianos— del siglo
XVIII
la representaban, además de perturbadora, inmortal. Con una única amenaza para su perpetuidad: a cualquier ninfa que se enamorara de un mortal, y diera a luz un vástago fruto de esa relación, en el mismo instante del alumbramiento, la inmortalidad le sería arrebatada.
No obstante este inconveniente, Ondina se acabó prendando del apuesto y arrojado caballero Sir Lawrence. El señor Lawrence y la señora Ondina se casaron. Y una vez pronunciados los votos, el señor Lawrence, en un gesto de amor y agradecimiento, dijo:
—A partir de hoy, cada vez que despierte, antes de tomar el primer aliento del día, mi primer y único pensamiento será para ti.
Pasada la celebración de las nupcias, pasado el mes en el que por herencia de los teutones se tomaba aguamiel fermentada por su efecto afrodisíaco, y pasado un año del matrimonio, Ondina dio a luz al vástago del señor Lawrence. Desde ese momento, ella comenzó a perder su belleza, la luminosidad de la piel, la contundencia de sus curvas, la lubricidad de sus entrañas. Y según sus formas se desvanecían, como erosionadas por el viento, el señor Lawrence perdía el interés en su señora esposa.
Una tarde de un verano benévolo, la señora Ondina paseaba entre las mieses, cerca de los establos. Al acercarse a las ventanas de la caballeriza, oyó el ronquido familiar de su marido. Entró en la cuadra y vio a Sir Lawrence reposando con placidez sobre el pecho desnudo de otra mujer.
—¡Me juraste fidelidad por cada primer aliento! —rugió la señora Ondina, con el dedo índice enhiesto apuntándole a los ojos.
—Yo… —replicó su marido.
—Pues que así sea. Aún te permitiré respirar mientras te mantengas despierto. Pero si alguna vez te llegas a dormir… ¡Te faltará el aire y yacerás muerto por los tiempos de los tiempos!
El pobre señor Lawrence, cual alma en pena, se vio condenado desde entonces a mantenerse despierto para siempre, a vagar somnoliento y extenuado por el mundo con su capacidad de ventilación alveolar trastornada.
S
oy un asesino profesional estrábico.
El estrabismo, en principio, no facilita nada mi trabajo. A cualquier profesional, el hecho de ver doble le reduciría a la mitad el número de aciertos en el blanco con un arma arrojadiza o un arma de fuego de corto alcance. A mí, con mi incansable mala fortuna, cuando la desviación ocular me obligó a elegir entre dos objetivos idénticos, el porcentaje de aciertos me descendió al cuarenta o al treinta por ciento de los casos.
Es frustrante ver cómo el cuchillo, que con tanto esmero has deslizado hasta tu mano y que lanzas de una forma tan precisa, en un movimiento a la vez silencioso y casi bello, se estrella contra una pared vacía, mientras tu objetivo se desvanece como un espectro, acompañado por todo el estrépito hueco del metal bailando sobre el suelo. Y más embarazoso aún es cuando el otro objetivo, el de carne y hueso, se gira entonces hacia ti y fija en tus ojos desviados una mirada de desconcierto, o de miedo, o de sumisión, o incluso de indignación cívica.
Cualquier otro profesional habría cambiado su modus operandi hacia las armas de largo alcance, porque con las miras telescópicas puedes cerrar uno de los ojos sin que eso afecte a la percepción de profundidad. Pero a mí las armas de largo alcance me producen esguinces y luxaciones con rotura ligamentosa trapezoidea, conoidea, acromio-clavicular inferior y superior.
Así que, si vuelvo a ver otro amanecer, y todo apunta a que así será, porque son las 7.47 y ya me parece distinguir cierta claridad amoratada en los perfiles de los tejados y en los de las torres de la iglesia de San Sebastián Mártir; aunque yo no me encuentro nada bien, me noto destemplado, y siento cierta pesadumbre en el pecho, y cuando toso o escupo arrojo unas flemas viscosas, teñidas de sangre, como mermelada de grosellas; si vuelvo a ver otro amanecer, decía, y vuelvo a contar con otro día completo para cumplir con mi compromiso de matar a Eduardo Blaisten, tendré que optar por un arma de mano, para evitar víctimas accidentales o ponerlo sobre aviso, tendré que optar por un destornillador, o un hilo de pescar, o una punta de paraguas, o algún tipo de veneno, pero nunca por una aguja de tejer, o unas tijeras de costura, ni nada que se tenga que comprar en una mercería.
M
is iniciales son M. Y. Nací en la ciudad argentina de R., una población que crece arropada por el último tramo del río Paraná, un primaveral 11 de noviembre de 1966. Si bien me vine a España antes de cumplir los seis años.
Mis abuelos eran rusos y polacos. Mis padres, unos humildes argentinos que se dedicaban a la carga y descarga de cereales en el puerto de R. Yo mismo, apenas aprendí a gatear, servía ya como chico de los recados en las decadentes whiskerías de la ciudad, que se levantaban como rescoldos de un pasado prostibulario.
De mis años en la Argentina recuerdo el día que mi padre me llevó por primera vez al dentista. Fue un 4 de abril de 1971, la sala de espera olía a lejía y a agua oxigenada, la enfermera olía a agua oxigenada y a enjuague bucal, el dentista olía a alcohol etílico y a hálito de trastorno gastrointestinal, y me mantuvo allí, inmovilizado en su sillón de dentista, con la boca abierta como un caballo en una feria, durante toda una tarde. Después, mirando a mi padre, me diagnosticó un frenillo de labio inferior traccionante y una demasiado estrecha banda de encía queratinizada. Desde aquel día, angustiado por la sensación de que mi débil frenillo podía romperse y saltar en pedazos como una goma elástica, y mi encía encogerse y desaparecer, y mi hilera de dientes inferiores desprenderse y caer rodando al suelo, no he vuelto a sonreír.
Mis iniciales son M. Y., aunque todo el mundo me llama señor Y. Vivo en un pequeño apartamento en un punto X de Madrid, donde dispongo de termómetro —clínico y de pared—, barómetro, higrómetro, reloj y cronómetro. También estoy provisto de tensiómetro, aparatos de respiración asistida, y humidificador del ambiente. Paliativos del todo insuficientes para un enfermo terminal.
E
n contra de todas las leyes de la naturaleza, por una suerte de milagro, en este exacto instante paseo mi cuerpo carcomido de enfermedades por el centro de la ciudad, a la vista de todos. Es miércoles, y tengo la absoluta certeza de que hoy moriré. Ahora mismo, mientras me venía a la mente este pensamiento, he tenido que parar en medio de la calle, y asirme a la barandilla que separa la acera del curso del tráfico, porque un estremecimiento ha recorrido mi corazón, y una vez más falta el aire en mis pulmones. No sé, quizá no llegue a esta tarde después de todo. Tendré que sacar fuerzas de flaqueza, y retrepándome por los barrotes de esta barandilla metálica, arrastrando mi inútil cuerpo renqueante, avanzar por la calle Alcalá, hasta encontrarme con Eduardo Blaisten en el punto en el que suele aparecer a las 9.23 los miércoles por la mañana. Y, por todos los medios, tratar de matarlo en unas horas.