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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (8 page)

Baruch Spinoza, el otro más grande racionalista de todos los tiempos junto con el señor Descartes, en cambio, murió en su propia cama, el 21 de febrero de 1677, a la edad de cuarenta y cuatro años. El doctor L. M. —no queda más registro de su nombre—, que había llegado ese mismo día a casa del filósofo proveniente de Amsterdam, dijo que de muerte natural.

No obstante, que un pensador de vida tan frugal como el señor Spinoza —quien salvando algún mínimo consumo de mandrágora y de opio no bebía ni ponche holandés, y quien esa misma mañana de domingo había sido visto vivo, coleando, y hasta dando muestras de buen apetito, si bien tan frágil y enclenque como dictaba su complexión— falleciera de muerte natural a los cuarenta y cuatro años de edad tras la visita inopinada de un médico, es cuando menos perturbador. A lo que hay que sumar una serie de hechos contrastados, como que esa tarde de domingo el señor Spinoza en efecto se quedó a solas con el doctor L. M. en sus aposentos, y que hasta horas después su sirviente no supo, con tremenda sorpresa, que el filósofo había muerto a eso de las tres en la única presencia del matasanos, el cual regresó de inmediato a Amsterdam, en barco nocturno, sin prestar mayor atención al fallecido, y dejando tras su paso la elocuente ausencia de un ducado de oro, una indeterminada cantidad de monedas de plata, y un mango de cuchillo de ese mismo metal.

Sirvan estos hechos como prueba de que cuando un asesino, versado en el arte de los venenos, profesional o no, que deja o no rastro de sus iniciales, hace suyo el propósito de acabar con la vida de un hombre, más tarde o más temprano acaba consiguiéndolo.

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e los doscientos casos registrados en el mundo de personas afectadas por el Síndrome de Proteus, uno es el mío. Entre esa desproporcionada minoría de infelices también me cuento yo de nuevo. Cada día veo más claro que es mejor no pararse a pensar en los oscuros designios del azar, ni tratar de descifrar en razón a qué impenetrable plan estoy siempre en el centro de todos los conjuntos de atormentados, como la imposible y nefasta intersección de todos ellos.

He entrado en una tienda de deportes de aventuras en la calle Goya. Son las 20.17, y me encuentro abatido, extenuado y dolorido por la larga jornada, al límite de mis fuerzas, sosteniendo un pañuelo sobre mi boca, sin parar de toser una bilis oscura, y angustiado por la idea de no poder volver a casa. En el borrador de mi testamento figuran mi dirección, mi nombre y mis apellidos. Así que, aunque quisiera, no podría regresar a mi apartamento en el punto X de Madrid para acabar por fin mis días, sabiendo que después de todo no lograría ni siquiera descansar en paz, y que en cualquier momento podrían hacer violenta irrupción en mi domicilio los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado.

Como no puedo volver a mi casa, y tengo que tratar de recuperar por todos los medios el testamento esta misma noche, me he quitado el bigote postizo, y me acabo de comprar un pasamontañas oscuro, para salvaguardar mi identidad, y un carrete de hilo de pescar, para matar a Blaisten. El dependiente me ha hablado, y lo he entendido, así que pienso que el episodio de afasia ha comenzado a remitir. Ahora, el joven acaba de sacar de debajo del mostrador una caja con unas botas de montaña, y parecía que iba a recitar sus excepcionales cualidades y características; pero en cambio, ha mirado mi pie derecho, ha dudado, ha escondido la caja, y ha continuado la conversación por donde la dejó.

El Síndrome de Proteus es una enfermedad progresiva que aparece de forma gradual en niños que habían nacido sin ninguna deformidad evidente, y que tiene origen en una recombinación celular en el embrión, que termina generando tres tipos de células: las normales, las células de crecimiento mínimo y las células de crecimiento excesivo. Probablemente, este accidente sobrevino en mi organismo cuando mi cuerpo absorbió el de mi hermano, o quizá como un castigo por ello.

Lo cierto es que el Síndrome de Proteus provoca un crecimiento anormal de la piel, de los huesos, de los músculos, del tejido adiposo, y de los vasos sanguíneos y linfáticos; y conforme los afectados por el trastorno crecemos, aparecen los tumores y van haciéndose patentes las malformaciones, que son más habituales en el cráneo, en una o más extremidades, y en las plantas de los pies. Con toda seguridad, el caso más conocido de afectado por el Síndrome de Proteus es el del malogrado Joseph Merrick, El Hombre Elefante, cuya gran cabeza estaba minada de bultos y protuberancias, y sus anomalías cutáneas y subcutáneas le hacían exhibir una tonalidad gris en toda la superficie de la piel.

Así que, al menos por una vez, yo no he estado entre los peor parados del conjunto de los más desdichados, y frente a la extrema fatalidad que mortificó el cuerpo y el rostro del señor Merrick, calculo que sólo la mitad de mis tumores encuentran su causa en este síndrome, y tan sólo mi pie derecho, el pie derecho que tanto llama la atención del dependiente de esta tienda de deportes de aventura, sufre los efectos del gigantismo. No obstante, no soy amigo de hablar a la ligera ni de cantar victoria antes de tiempo, pues esta afección encierra el riesgo de muerte prematura por trombosis o por tromboembolismo pulmonar, debido a las deformaciones en los vasos sanguíneos y linfáticos, y el propio peso de los huesos y del tejido extra entraña en sí mismo un peligro mortal. De hecho, dicen que así murió Joseph Merrick, por culpa del peso de su enorme y pesada cabeza, que acabó venciendo la resistencia de su cuello, y haciéndolo ceder hacia atrás hasta quebrárselo como una frágil rama seca.

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i yo hubiera tenido un hermano, además del que llevo conmigo en mi cuello, ese hombre sería Joseph Carey Merrick, El Hombre Elefante, que tuvo la dudosa suerte de conocer la fama en vida a causa de las atroces malformaciones que padeció desde los dieciocho meses.

El señor Merrick perdió a su madre de una bronconeumonía cuando tenía once años. Sus hermanos, William y Marion Eliza, murieron de escarlatina apenas aprendieron a gatear. Su padre, que nunca lo quiso como a un hijo, se limitó a conseguirle una licencia de vendedor ambulante, y a obligarlo a recorrer las calles de Leicester investido con la carga de su sobrecogedor aspecto, vendiendo los artículos de la mercería familiar. Poco después, el padre del señor Merrick se volvió a casar en segundas nupcias con una viuda con dos hijos, que nunca terminaron de aceptarlo ni a él ni a su enfermedad. Además de vejarlo, humillarlo, obligarlo a trabajar para contribuir al sustento de la familia, tachándolo de holgazán que se amparaba en sus anomalías para no hacer nada, le retiraban el plato de comida apenas había empezado a probarlo como castigo por lo poco que aportaba al hogar. Por entonces, el señor Merrick ya sufría una gravísima deformación en la cadera, y una pronunciada escoliosis, que le dificultaban mantenerse en pie, su mandíbula se encontraba ya desfigurada y un gran tumor le estaba creciendo justo encima de la boca, haciendo que su habla fuese casi ininteligible. En sus peregrinaciones por las calles de Leicester, niños y adultos se amontonaban a su alrededor para increparlo o insultarlo, y así fue durante años, hasta que en 1879 el gremio de vendedores ambulantes denunció al señor Merrick por la mala imagen que con su labor daba al sector de comerciantes, e impidieron que se le renovara la licencia.

Joseph Merrick tenía una enorme y deformada cabeza de 91,44 centímetros de circunferencia, con una gran protuberancia carnosa en la parte posterior del tamaño de una taza, y toda una cordillera de prominencias, protrusiones dérmicas y lunares en el lado contrario. Su brazo derecho y ambas piernas estaban torcidos, padeciendo alargamiento e hipertrofia en los dedos de la mano derecha, que tenía casi el tamaño y la forma de la pata delantera de un elefante, con una circunferencia de 30 centímetros en la muñeca y 12 centímetros en uno de los dedos. El otro brazo y su mano, en cambio, no eran más grandes que los de una niña de diez años, aunque bien proporcionados. Mostraba innumerables nódulos y papilomas verrugosos, a modo de coliflor, diseminados por toda la piel, bajo el cuero cabelludo, en la parte derecha de la cara, la espalda, el trasero y las extremidades. De su maxilar superior sobresalía una masa de hueso, creando la singular apariencia de una trompa. Después de que el gremio de vendedores ambulantes lo hubiera denunciado por su fealdad, el señor Merrick decidió someterse a la dolorosa operación de la excrecencia en forma de trompa de elefante que le nacía en mitad de la cara, y que, junto a su abultada frente y su color gris plomizo, dio origen a su sobrenombre más conocido. Sin embargo, a pesar de que en la intervención quirúrgica le consiguieron extirpar nada menos que medio kilo de tejido sobrante, permitiéndole poder volver a comer y hablar con cierta normalidad, la única opción que desde entonces le quedó al señor Merrick para ganarse la vida fue la de exhibirse como atracción en las distintas caravanas de feriantes del país, y así comenzar su triste andadura por las tierras y ciudades de Inglaterra.

Bajo su tremebundo aspecto, tras los barrotes de fenómeno circense, expuesto en las tarimas o en las barracas destartaladas y mugrientas de la farándula, el señor Merrick siempre fue un caballero de una educación que nadie habría esperado en ningún hombre de clase baja de aquella época; disfrutaba de una extraordinaria imaginación, de una exquisita sensibilidad, de un extenso vocabulario, se expresaba de forma cultivada, e incluso sabía leer y escribir con estilo y corrección. Un espíritu sensible y atormentado, encerrado en un cuerpo de pesadilla. Un espíritu que, aun exhibiendo una cicatriz donde una vez hubo una trompa, nunca perdió la inocencia sobre el origen de su deformidad y siempre creyó que todo comenzó el día en que su madre estuvo a punto de ser aplastada por un elefante, el día en que fue empujada bajo aquellas patas por la fuerza irresistible de la multitud que asistía al desfile de animales por las calles principales de Leicester. El espanto de la mujer al verse bajo las apisonadoras extremidades del paquidermo, cuando él aún descansaba dentro del útero materno, explicaba según Joseph Merrick la etiología de su síndrome congénito.

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n la mitología griega, Proteus, El Polimorfo, era un visionario dios de los mares, un anciano profeta capaz de ver a través de toda la profundidad de los océanos, pastor de las manadas de focas de Poseidón, que habitaba en la arenosa isla de Faro, en las inmediaciones del último tramo del río Nilo.

Proteus había nacido con el poder congénito de predecir el futuro. Si bien como buen anciano tenía un carácter malhumorado y enojadizo, y era capaz de adoptar cualquier forma distinta a la suya para evitar tener que hacer la más mínima predicción. Cada mediodía el señor Proteo salía del agua y se dormía a la sombra de las rocas de la costa, rodeado de los monstruos de las profundidades, y todo aquel que quisiera forzarle a pronosticar el futuro tenía que atraparle en ese momento de asueto, o de lo contrario perseguirlo a través de toda la secuencia de sus transformaciones.

En una ocasión Menelao, que en su viaje de vuelta de la guerra de Troya quedó varado en la isla de Faro, intimó con la hija del huraño señor Proteo, y fue por ella que supo de los poderes de oráculo de su padre. La joven le contó que recientemente había acudido a la isla un apicultor que había perdido todas sus abejas, y había estado persiguiendo a su padre sin tregua, noche y día, sin importarle cuántas veces se transformase, hasta que logró atraparlo y sujetarlo con sus propios brazos. Parece ser que el señor Proteo hubo de terminar por rendirse, y entonces le aconsejó a su captor que sacrificase doce animales a los dioses, que dejase los cuerpos en el lugar del sacrificio, y que volviese tres días más tarde. Cuando el apicultor regresó al lugar del sacrificio, en una de las reses muertas encontró un enjambre de abejas, que llevó de vuelta a su colmenar sin que nunca volviera a enfermarse.

Tan pronto conoció aquella historia, el señor Menelao fraguó un plan: obligaría al señor Proteo a que le revelase el nombre del dios al que debía de haber ofendido sin darse cuenta, y a que le mostrara la forma de hacer las paces con él, y así podría regresar a su casa. Esperó a que el anciano saliera del mar a eso del mediodía, con la intención de dormir su siesta entre su colonia de focas y bestias marinas, para asaltarlo. Pero el señor Proteo, que a sus años ya no dormía tan bien, lo vio venir con el rabillo del ojo, y se transformó en un musculoso león. El señor Menelao, sabiendo que la fiera no lo mataría, persiguió al felino a través de la floresta de lianas que acordonaba la playa, y pudo ver cómo se transformaba de nuevo, ahora en una serpiente. La serpiente se arrastró bajo la maleza de zarzales, hojarasca y raíces, y aún se transfiguró en leopardo, en oruga, en cerdo, e incluso en agua y en árbol. El señor Menelao no se despistó ni por un momento y lo siguió por toda la cadena de sus mutaciones, distinguiendo qué porción de agua de la charca era el anciano, o qué árbol entre todos los árboles. Al fin, Proteus, El Polimorfo, agotado por el esfuerzo, quedó atrapado en el proceso de su propia metamorfosis, en un momento en el que ostentaba la frente de un paquidermo, la espalda arqueada de un reptil, el brazo derecho de un pulpo, mientras que su pierna izquierda no era sino la pata de una langosta africana. El señor Menelao retuvo entre sus manos a aquel hombre elefante, producto de tantas transformaciones, y exigió que le satisficiera sus preguntas. Y Proteus, el veraz anciano de los mares, le respondió entonces con veracidad a todas sus demandas, sumándole además las noticias de que su hermano Agamenón había sido asesinado en su viaje de regreso a casa, el señor Áyax el Menor había naufragado y muerto, y el señor Ulises estaba encallado en la isla de Calipso.

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23.46
DE LA NOCHE
. I
NTENTO DE HOMICIDIO SIN ACCIÓN VOLUNTARIA DE DELITO POR ACTO REFLEJO
.

Estoy oculto detrás de la puerta del despacho de la casa de Eduardo Blaisten, que en estos momentos está empujándola hacia mí, comprimiendo con fuerza mi dolorido e hinchado pie derecho contra la pared. Blaisten habla en voz alta con su amante, que se encuentra en otra habitación de la casa, mientras empuña el pomo y presiona la dichosa puerta en mi dirección. Yo no puedo siquiera aliviar mi dolor con un grito, ni tampoco moverme, para evitar que advierta mi presencia furtiva.

El señor Blaisten y su amante acaban de llegar del Teatro Alcázar, donde la Casa Sefarad-Israel inauguraba su programación de la nueva temporada. Yo he entrado en la vivienda subiendo primero hasta la azotea comunitaria del edificio, que descansa sobre el techo de los dos únicos pisos de la quinta planta, que pertenecen respectivamente a Blaisten y a su hermana. Me he deslizado luego hasta una terraza interior de la casa de mi objetivo, introduciendo la mano por una ventana mal cerrada y abriendo la puerta desde dentro. En el último salto desde el pretil de la terraza hasta el suelo, me he dislocado mi agigantado pie derecho. Después, al intentar cerrar la puerta y dejarla como estaba, con las prisas, me lo he pillado entre la hoja y el marco, y aunque creo que así las articulaciones han vuelto a su sitio, he sentido una punzada terrible recorrerlo de un extremo a otro, hasta dejarlo abombado y mórbido como una enorme berenjena. Por eso, ahora que el señor Blaisten me lo está machacando como a un fruto maduro contra la pared, siento que el dolor no puede ser mayor, y estoy a punto de quitarme el pasamontañas, y de gritarle con todas las fuerzas que sean capaces de reunir mis debilitados pulmones que estoy aquí, que sí, que había venido a matarle, pero que me rindo, que me rindo de una vez por todas, que tiro la toalla, que no puedo más, que aquí tiene el hilo de pescar, que haga con él lo que quiera, que yo me voy a morirme a mi pequeño apartamento de veintinueve metros cuadrados hábiles en el punto X de Madrid.

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