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Authors: Juan Jacinto Muñoz Rengel

El asesino hipocondríaco (9 page)

Pero consigo contenerme, porque pienso en intervalos cortos, y cuando el señor Blaisten le pregunta a su amante si cree que sus gafas de leer estaban en el escritorio, yo pienso que sólo serán cinco segundos más, los que ella emplee en responder. Y cuando el señor Blaisten le pregunta si quizá se las habría dejado en el cuarto de baño, yo pienso que sólo serán cinco segundos más, los que ella emplee en responder. Y cuando el señor Blaisten le pregunta, aún aferrando el pomo y apretando la puerta contra mi pie, si le ha gustado la actuación de esta noche, yo pienso que sólo serán cinco, o diez, o quince segundos más, los que ella emplee en responder. Al fin, cuando el señor Blaisten suelta la puerta, se dirige a su lujoso escritorio, y por el estrecho hueco lo veo de perfil con un batín morado de terciopelo rebuscar entre los papeles, noto unas lágrimas calientes resbalar por la superficie de mis mejillas, aunque el gesto de mi rostro siga, como siempre, del todo inconmovible.

El señor Blaisten sale del despacho, cierra la puerta, y me deja definitivamente solo en medio de la habitación. Como soy un profesional, me he percatado de que sobre el sillón del escritorio descansa el plano y rígido maletín revestido en piel de mi objetivo. Mientras hago tiempo para que él y su amante se queden dormidos, me acerco hasta el maletín, y sin quitarme los guantes lo coloco encima del tablero de la mesa. El despacho huele a limpio, y a maderas nobles. Las cortinas son de organza de seda color gris púrpura, y cada uno de los cuadros que adornan las paredes tiene un fino marco gris metalizado. Los libros se ordenan en una estantería de pladur de diseño escandinavo integrada en la pared de mi izquierda, que crece conforme a un pilar de madera oscura sin pulir. En el escritorio hay una colección de plumas Montblanc, Cartier, Waterman y Montegrappa meticulosamente alineadas junto al papel de escribir, y cuyo orden he procurado no alterar al apoyar el maletín en el escaso espacio libre. Cuando lo examino, compruebo que tiene un cierre de seguridad como el de las cajas fuertes. Pero no necesito averiguar la combinación, porque el señor Blaisten es un principiante, y se lo ha dejado abierto. Separo sus dos caras y estudio los papeles de sus compartimentos, casi todos en hebreo. Como no domino la lengua, saco una pequeña cámara digital del bolsillo de mi abrigo, y tomo fotografías de cada documento. Rebuscando en el interior de los compartimentos, ha aparecido una bolsa de plástico transparente con el sobre de mi testamento dentro. Deduzco que el señor Blaisten pensaba llevarlo a la policía para que buscaran huellas, porque lo introdujo en la bolsa sin llegar a abrirlo. Por lo tanto, ellos aún no saben ni mi dirección, ni mi nombre, ni mis apellidos.

Mientras terminaba de registrar el maletín y de tomar las fotos, Eduardo Blaisten y su amante han comenzado a emitir gemidos. Esto, en principio, retrasará mi trabajo, porque los mantendrá más tiempo despiertos. No obstante, aprovecho el ruido para avanzar por la casa. Los sollozos siguen pautas, y si se tiene la paciencia suficiente se puede llegar a predecir cuándo se producirá el siguiente. Aprovecho primero uno de ella para abrir la puerta del despacho. Luego, en el pasillo principal doy cada paso con cautela: el señor Blaisten, como propietario del piso, tiene la ventaja de conocer los sonidos mejor que yo, y además con cualquier movimiento en falso podría oírse un crujido de mis huesos. Mi avance es lento, porque tengo que apoyar mi maltrecho pie gigante con cuidado, y porque a veces, sin previo aviso, cesan los gemidos. Como ahora, que he tenido que detenerme en la rocambolesca mitad de un paso.

En mi paciente acercamiento voy estudiando la casa de Blaisten. El pasillo es ancho y de techos altos, con un suelo de tarima maciza de nogal salpicado por estrechas alfombras orientales. En las habitaciones, el suelo es quince centímetros más alto que en el pasillo, formando un pequeño escalón en el umbral de cada pieza; salvo en el caso del salón, donde el suelo es treinta centímetros más profundo que en el pasillo, y para entrar hay que bajar dos escalones. Voy dejando atrás la cocina, frente al despacho, y un primer cuarto de baño y una habitación de invitados, en este mismo lado derecho del corredor. En todos estos lugares voy colocando micrófonos de escucha, bajo las mesas o bajo las pantallas de las lámparas. Lo único que se encuentra en el lado izquierdo del pasillo, lindando con la cocina, es el salón, con unas dimensiones bastante superiores a las de todo mi apartamento. Cuando entro a colocar el micrófono, observo que la mitad de la estancia hace las veces de salón comedor, y que tres alargados escalones unen esta parte de la casa con la cocina; un mueble de estantes cuadrados divide el recinto en dos ambientes; al otro lado del mueble, se resguardan un enorme sofá en forma de ele color marfil y una televisión de plasma de sesenta y cinco pulgadas colgada en la pared. Después del salón, en el lado derecho del corredor, todavía restan un cuarto trastero y un segundo cuarto de baño, y en el izquierdo, tras un pequeño recodo del pasillo, se esconde el dormitorio principal. Me paro al otro lado de esta última puerta y espero, hasta que a las 0.43 remiten definitivamente los largos quejidos de ella y los bufidos de él.

Por fin me decido y abro la puerta del dormitorio. Ahora me veo obligado a avanzar con aún mayor lentitud que antes. La habitación está en completa oscuridad, y oigo dos respiraciones acompasadas. Tengo el abrigo, la bufanda y los guantes puestos, y siento un calor bochornoso, y olor a sexo. No se me ocurre nada más peligroso para la salud que ese intercambio de fluidos, de saliva, de sudor, de secreciones vaginales, de semen y de sangre que supone el contacto íntimo entre dos personas, y que puede llegar a causar hasta treinta tipos de infecciones, que implican bacterias, virus, hongos, e incluso parásitos como el ácaro de la sarna o las ladillas. He sacado el carrete de hilo de pescar del bolsillo del abrigo, para no pensar en el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, y poco a poco voy soltando una parte del hilo y enrollándola en la mano contraria. Camino muy, muy despacio. Si mi cálculo mental no me falla, los relojes deben de marcar la 1.20 de la madrugada cuando llego a la altura de la cama. Cojo aire, me tomo mi tiempo, y distingo una respiración más fuerte que la otra a este lado del lecho, e imagino que se trata de Blaisten. En este instante podría acabar por fin con su vida. Eliminarlo definitivamente. Si no fuera porque desde la 1.06 estoy sufriendo un Espasmo Profesional, que en mi caso consiste en la contracción de los músculos del dedo índice como si apretara un gatillo.

Comprendo que en semejante situación me será muy difícil estrangular al señor Blaisten con la destreza suficiente como para no despertar a su amante. Y a la vez me doy cuenta de que si llevara encima una pistola podría asesinarlo y, en caso de ser arrestado, alegar homicidio sin acción voluntaria de delito por la intervención de un acto reflejo. Es un plan improvisado, desde luego, pero después de todo había venido hasta aquí sin ninguna estrategia, impelido por la imperiosa necesidad de recuperar mi testamento, y un mal alegato es mejor que nada en absoluto. Lo que ocurre es que no llevo encima ninguna pistola, así que comienzo a registrar los cajones de la mesita de noche de Blaisten por si guardara allí una. En el tercer cajón, junto a dos cajas de preservativos, está la pistola. Es un arma ligera, con una culata suave, probablemente de diseño. La acerco a la cabeza de Eduardo Blaisten, sin colocar todavía el dedo índice sobre al gatillo, porque no cesa de disparar en el aire con sus continuos espasmos musculares. Sitúo la boca del cañón donde adivino la sien derecha de mi objetivo, pongo mi dedo índice sobre el gatillo. Sufro un espasmo muscular y disparo.

Pero no ha habido percusión, ni detonación, ni bala, porque el gatillo es de goma. Me llevo la pistola a la nariz, la huelo, y descubro que tiene aroma a látex. Palpo la boca del cañón de la pistola con la otra mano, protegida por el guante ante cualquier reacción alérgica, y compruebo que tiene forma de glande. Me llevo el arma otra vez a la nariz instintivamente, la rozo sin querer, y noto cierta humedad pegajosa en el extremo. Y arrojo con fuerza el instrumento tan lejos de mí como puedo. El blando sonido de la falsa pistola al caer ha despertado a Blaisten.

Ahora, el señor Blaisten está sentado en el borde de la cama, se ha incorporado, ha preguntando quién anda ahí, y se ha quedado quieto, casi alineado conmigo, con su pie izquierdo justo pisando mi enfermo e hinchado pie derecho. Yo permanezco si cabe todavía más inmóvil que él, sin ni siquiera respirar, viendo como unas pequeñas estrellitas restallan en la negrura de la habitación.

—¿Hay alguien ahí? —vuelve a preguntar Blaisten.

—¿Qué pasa, cariño? —se remueve ella en la cama.

—He oído algo en la habitación. Ahí. —Imagino que Blaisten señala en la oscuridad, pero ninguno de los dos podemos ver hacia dónde.

—Pues enciende la luz.

—No quería despertarte.

—Ya me has despertado. ¿Crees que voy a poder dormirme así? Anda, enciéndela y comprueba que todo está bien.

El señor Blaisten se mueve en la penumbra. Puedo notar, por su respiración sobre mi pasamontañas, que inclina la cabeza. Comprendo que en cuanto encienda la luz perderé mi invisibilidad. Y la enciende.

—Perdonen ustedes —digo.

El señor Blaisten articula un aullido grave. Su amante articula un aullido agudo. Como ya no veo la necesidad de seguir soportando el dolor por más tiempo, me animo a pedir:

—Discúlpeme, de verdad, pero ¿le importaría levantar su pie izquierdo?

El señor Blaisten, perplejo, mira hacia abajo y cuando ve que me está pisando mi enorme pie derecho da un salto de horror hacia el centro de la cama, encogiendo sus dos piernas y estrechándolas entre los brazos. Ella vuelve a articular un aullido agudo, tapándose por alguna razón la boca con ambas manos. Bajo sus brazos desnudos advierto que se alzan dos pechos desnudos, así que me cubro los ojos con una mano y miro hacia otro lado.

—Perdón, perdón, perdón —no dejo de repetir, ardiendo de rubor bajo el pasamontañas.

Aun sin mirar, me doy cuenta de que ninguno de los dos se mueve de la cama, ni siquiera intercambian palabra alguna. Por lo que deduzco que creen que voy armado y que voy a retenerlos allí. Aprovecho esta situación de ventaja para, con la cara girada y los ojos aún tapados, evitando mirarla a ella, salir de la habitación a trompicones.

Después, en el pasillo, acelero todo lo que puedo el paso. Llego hasta la puerta principal de la casa, consigo abrirla con manos temblorosas, y cuando la cierro de un portazo desde fuera puedo intuir que ninguno de los dos se ha movido de la cama.

31

J
oseph Carey Merrick, El Hombre Elefante, mi hermano de penalidades e infortunio, escribió un poema en colaboración con el poeta y pastor protestante Isaac Watts. Todavía hoy, los baptistas suelen cantarlo como parte de sus himnos religiosos.

Los versos que pertenecen al señor Merrick dicen así:

Es cierto que mi forma es algo extraña,

Pero culparme por ello es culpar a Dios;

Si yo pudiera crearme a mí mismo de nuevo

Me haría de modo que te gustase a ti.

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E
n momentos como éste, en los que mi sensible corazón se convierte en un músculo capaz de absorber oleadas incomprensibles de dolor, hay muy pocas cosas que me hagan sentir a salvo de los embates de la soledad. Que el señor Byron naciera, un invernal 22 de enero de 1788, precisamente en una ciudad arropada por el último tramo del río Támesis, como la mía lo estaba por el último tramo del río Paraná, me hace sentir menos solo. Que, como tantos otros espíritus sensibles, como tantas otras almas emparentadas más allá del tiempo y de la sangre por un mismo destino, el señor Byron perdiera a su padre a los tres años de edad, y de él no obtuviera más herencia que las deudas, así como de su madre no heredó otra cosa que un temperamento apasionado y atroz, me hace sentir menos huérfano. Pero hay existencias que corren aún más paralelas de lo que uno pueda imaginarse, y el poeta romántico nació además con una evidente malformación en el pie derecho, que mostraba muy ancho y muy corto, con la parte delantera curvada hacia dentro y el tendón de Aquiles siempre tensado.

El pie zambo de Lord Byron tenía su origen en un defecto congénito bastante común, conocido como Talipes Equinovarus, que afecta a uno de cada mil recién nacidos. Si bien el hecho de que se tratase de un mal mucho más frecuente que el que ocasionó mi propio pie agigantado, no evitó que su padre, antes de morir, al ver un niño tan cojo y renqueante, se encargara de hacer pública su convicción de que nunca llegaría a andar.

Pese a la falta de fe de su difunto padre en sus posibilidades, y pese al aparatoso zapato ortopédico que tuvo que calzar durante toda su infancia, el pequeño señor Byron aprendió a correr antes que a caminar, y no desaprovechaba una oportunidad para jactarse ante los demás de poder avanzar más rápido que ellos. Con los años, el joven señor Byron consiguió integrar su anomalía al caminar en el conjunto de sus maneras y modales, invistiéndose de un paso excéntrico y complejo que, junto a su frente relumbrante y su musculado mentón, le conferían un aire distinguido. No todo fue, sin embargo, éxito ante las adversidades, pues la enfermedad lo persiguió a lo largo de toda su vida y siempre se quejó de frío y de dolor en los huesos.

El 17 de junio de 1816, el señor Byron se encontraba en Villa Diodati, una lujosa mansión de su propiedad a orillas del imponente lago Leman, no lejos de Ginebra. En la casa solariega pernoctaban también el joven doctor Polidori, por quien se hacía acompañar de un tiempo a esta parte, sobre todo desde que sus dolencias y episodios depresivos parecieron haber aumentado, y algunos otros invitados, entre los que se contaban el poeta Percy Shelley, su mujer Mary Wollstonecraft Shelley, y la hermanastra de ésta, Jane Clairmond, con la que Byron se acostaba. Aquella noche oscura y ociosa, los visitantes se vieron obligados a permanecer en la mansión debido al temporal de tormentas que fuera pugnaba por quebrar en dos el cielo. Lord Byron, que se hallaba inmerso en la lectura de unos cuentos de fantasmas germánicos, les propuso a todos un juego: cada uno de ellos habría de escribir una historia de terror que estuviese a la altura de aquella tétrica noche.

Todos los invitados aceptaron el reto, y algunos de ellos comenzaron allí mismo a referir historias de miedo escuchadas a otros, al calor de la lumbre de la gran chimenea de piedra que deformaba los semblantes. El señor Byron y el señor Shelley buscaron sendos rincones y se entregaron a la inmediata redacción de sus obras, quién sabe si tomándoselo como un duelo personal entre ambos.

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