Read El asesinato del profesor de matematicas Online
Authors: Jordi Sierra i Fabra
Tags: #Infanill y juvenil, Intriga
Parecía un monigote, un muñeco movido por los hilos de una mano inexperta. Iba de lado, tropezaba, se enderezaba, volvía a avanzar… Llegó a caerse una vez de rodillas, aunque se levantó casi de inmediato.
—¡Profesor! —gritó Adela.
—¿Se encuentra bien? —se asustó Nico.
—¿Le duele algo? —comenzó a preocuparse Luc.
Ya estaba cerca, a unos metros, pero ellos estaban paralizados. De pronto vieron la sangre, la enorme mancha roja y oscura que mojaba el pecho, el vientre y la parte superior de los pantalones de Felipe Romero. También vieron su rostro demacrado, su expresión de agonía, el dolor que lo inundaba como una marea dispuesta a engullírselo.
—¡Ahí va!
—¡Jo!
—¿Pero qué…?
Felipe Romero se desplomó a sus pies.
Entonces sí reaccionaron, saltaron hacia él y lo rodearon. El maestro estaba boca abajo, respirando fatigosamente. Fue Luc el que le dio la vuelta, ayudado al final por Nico. Cuando consiguieron dejarlo boca arriba, los tres se quedaron mudos por el espanto.
El profesor de matemáticas tenía tres disparos muy evidentes. Uno sobre el corazón, otro en mitad del pecho y el tercero en el estómago. La sangre manaba en abundancia con cada latido.
Se encontraron con sus ojos.
—Hola… chicos… —habló de forma muy débil.
Ellos siguieron mudos. Estaban petrificados.
—Tenía que ser… un… juego… —trató de sonreír el hombre—, y ya… veis…
Tosió, y el dolor tuvo que ser tan agudo que se dobló sobre sí mismo en un estertor agónico. Un hilo de sangre apareció ahora por la comisura de sus labios.
—¿Qué le ha… pasado? —balbuceó en un soplo Adela.
—Me ha… dis… parado.
—¿Quién?
—Mi ase… sino.
—¿Pero quién?
Felipe Romero volvió a esbozar una sonrisa.
—Chicos… chicos… —gimió—, es vuestra… oportu… nidad…
—¿De qué está hablando? —se estremeció Luc.
El malherido trató de reencontrar un poco de calma por entre su escasa vida.
—He preparado las… pruebas… —dijo—. Ya está todo… listo y a… a punto. Venía a decíroslo y entonces…
—¿Qué? ¿Qué? —lo apremió Nico al ver que cerraba los ojos como si fuera a morirse.
—Ha aparecido y me ha disparado y… Dios, es extraño… Había elegido a… a esa persona al azar… y resulta que ha sido… ha sido… ella. Preci… sa… mente… ella.
—¿Pero quién es esa persona? —gritó Luc.
Felipe Romero movió la cabeza horizontalmente.
—Tendréis que… averi… guarlo… vosotros.
—¡No fastidie, profe!
—¡Esto es un caso de asesinato!
—¡Ya no es un juego!
El profesor se encogió de hombros.
—La vida, la muerte… Todo es un juego, chicos.
Puesto que… puesto que ya está todo hecho, las… prue… bas, las… pistas… todo… ¿Por qué no lo hacéis? Por mí, por voso… tros…
—¿Qué? ¿Está loco? —Luc se negó a dar crédito a lo que oía.
—He con… seguido… huir, pero… Tened cui… dado… ¡Cuidado! Si me… ha seguido… hasta aquí…
—¡Profe, profe! —Adela lo zarandeó al ver que perdía el conocimiento.
—Tenéis hasta… las seis de… las seis de la tar… de —balbuceó Felipe Romero—. A las… seis… esa per… sona… se irá.
Sus ojos bizquearon al no poder fijarlos en ninguna parte.
—¡No nos haga esa mala pasada!
—¿Cómo quiere que nos pongamos a buscar a un asesino resolviendo pruebas matemáticas y problemas de lógica con usted muerto?
—¿Quién ha sido? ¿Quién?
—Jugad… y ganad… No me falléis… Sé que podéis… y… y confío en voso… tros —exhaló el profesor—. Mirad en… mi bol… sillo. Demostrad que…
Eso fue todo.
Ladeó la cabeza y de sus labios fluyó el último suspiro.
Luc, Nico y Adela se miraron asombrados, aterrados, paralizados.
—¡Ay, la leche! —dijo Nico.
—¡Esto es una pesadilla, no puede estar pasando! —exclamó Luc con la boca seca.
—¡Señor Romero…, por favor! —comenzó a llorar Adela.
Estaba muerto. Del todo. Y loco hasta el final.
—¿Qué hacemos? —apenas si pudo hablar Luc.
—Aquí está el sobre —Nico señaló un rectángulo blanco que sobresalía del bolsillo del pantalón.
Adela seguía llorando.
—Hay que avisar a la policía. Vamos, ¿a qué esperamos? —hipó al borde de la histeria.
Luc se puso en pie. Adela le secundó de inmediato.
—¡Rápido, rápido! —instaron a Nico.
Les obedeció, pero antes, casi en un acto reflejo, alargó la mano y extrajo el sobre del bolsillo del muerto.
Después sí, los tres echaron a correr en busca de la ley.
Salieron del solar y miraron a derecha e izquierda.
El barrio estaba tan vacío como siempre, y más a aquella hora. No tenían ni idea de dónde encontrar un coche patrulla de la policía, ni tampoco a quién llamar por teléfono. En las películas todo era muy fácil, pero en la vida real jamás se habían encontrado con nada igual. Estaban muy impresionados, pero también muertos de miedo. Ateridos.
—¿Qué, empezamos a correr sin más pegando gritos? —vaciló Luc.
—Nos tomarán por locos. Hay que dar con la policia —apuntó Nico.
—¿Y si nos separamos y…? —comenzó a decir Adela.
Se calló. No querían separarse.
Nico aún llevaba el sobre en la mano.
—¿Quieres guardarte eso? —se estremeció Adela negándose a verlo.
El chico dobló el sobre y se lo introdujo en el bolsillo posterior del pantalón.
Seguían en las mismas.
—¡Hay que hacer algo! —insistió Luc.
—Vamos hacia la avenida —propuso Adela.
Era una idea y la aceptaron de buen grado. Echaron a andar hacia la avenida, dos calles más allá. Tenían la vista fija en el suelo. Ninguno habló hasta que divisaron la arteria urbana y su tráfico.
—Pobre Fepe —se mordió el labio inferior Adela.
—Qué fuerte, ¿no? —jadeó Nico por el esfuerzo y el susto que aún impregnaba su voz.
—¿Pero quién querría…? —dejó la pregunta sin terminar Luc.
—¡Le ha matado la misma persona que nos había puesto de resultado final para la prueba! ¡Eso significa que en el fondo él sospechaba algo! —afirmó Adela.
—¿Pero por qué no decírnoslo? ¿Por qué pretender que descubramos nosotros al asesino? —apretó los puños Nico.
—No, lo que quería era que aprobáramos. Ha sido profe hasta las últimas consecuencias —dijo Luc—. Puesto que se había tomado la molestia de preparar todas esas pruebas, ha querido darnos la oportunidad de…
—¿De qué? ¿De ser unos héroes? Porque otra cosa… —insistió Nico.
—¡Mirad allí! —gritó Adela.
En la esquina de la avenida con la calle de la izquierda vieron un coche patrulla de la urbana. Para el caso era lo mismo. Agentes de la ley.
—¡Vamos! —echó a correr Luc.
Hicieron los cien metros en tiempo de récord mundial, cosa que a Nico le sirvió para recordar que correr no era lo suyo. Cuando asaltaron el coche patrulla, los nervios habían hecho de nuevo presa en ellos. Empezaron a hablar todos al mismo tiempo.
—¡Han matado a un hombre!
—¡Allí, en el solar!
—¡Rápido, vengan!
—¡Era nuestro profe de mates!
—¡Felipe, Felipe Romero!
—¡No sabemos quién ha sido, pero le odiaba mucha gente!
—¡Su ex novia, el Palmiro, los de la escuela, el director, algún profesor…!
—¡Tres tiros en el pecho!
—¡Ha sido terrible!
Dejaron de hablar, más bien de gritar, y de dar saltos frente a la ventanilla del coche de la urbana, cuando vieron que los dos agentes no movían un solo músculo de sus caras.
Sólo les miraban como si fueran un atajo de dementes recién escapados del manicomio.
—Oigan, ¿están sordos? —se enfadó Luc.
—Nosotros oímos perfectamente. La pregunta es si vosotros estáis de guasa o qué —le endilgó en tono poco amigable uno de los agentes.
—Ha habido un asesinato. Han disparado a un hombre tres veces. Y está allí, en el solar de detrás de esas casas —Adela señaló la dirección tras decir aquello con una insospechada calma—. Ahora, ¿van a venir con nosotros o no?
El agente del volante miró a su compañero.
—Adelante —se encogió de hombros éste.
—Subid —les ordenó el conductor.
Obedecieron. Subieron atrás y se quedaron muy impresionados por estar donde estaban. Lo malo era que si algún conocido los veía y le iba con el cuento a cualquiera de sus madres, pensarían que les habían detenido a ellos.
Menuda gracia.
La imagen del Fepe muerto les hizo recobrar el peso abrumador de la realidad.
—¿Por dónde? —quiso saber el conductor del coche patrulla.
—Por aquí —señaló Luc.
—¿Y ahora?
—A la izquierda.
No conducía con excesiva prisa. Ni siquiera había puesto la sirena. Nico estuvo a punto de recordárselo, pero prefirió no complicar las cosas. Acabarían en comisaría prestando declaración hasta Dios sabía cuándo.
—Allá —dijo Luc.
—Yo no quiero verlo otra vez —empezó a temblar Adela.
—Venga, vamos —le pidió Nico—. Estamos juntos en esto, ¿no?
El coche patrulla se detuvo frente al solar.
—¿Dónde está el fiambre? —preguntó con muy mal gusto el conductor.
—No se ve desde aquí —volvió a conducir la operación Luc.
Fueron los primeros en bajar. Los dos agentes les imitaron. Los cinco echaron a andar despacio, ellos tres porque iban recuperando el miedo de la escena anterior y la imagen destrozada de su profesor, o mejor decir ya ex profesor, y los dos agentes porque no tenían más remedio que seguirles.
El avance se hizo más y más lento.
Sobre todo al llegar a las piedras y ver, a medida que se aproximaban, la nueva e insólita realidad.
Que allí no había nadie.
—Ay… Dios —musitó en voz muy baja Adela.
—Ha… desaparecido —susurró en igual tono Nico.
—¡No estaba muerto, seguro, y se ha arrastrado…! —empezó Luc a buscar una respuesta lógica.
Llegaron hasta las piedras. Los tres buscaron lo mismo: el rastro de sangre que tenía que haber dejado el profesor al arrastrarse hacia alguna parte.
Pero allí no había ni la menor gota de sangre.
—¿Dónde está el fiambre? —repitió la pregunta el conductor.
—Estaba aquí —señaló Adela.
—Lo han limpiado, fijaos —les hizo notar Luc.
—Eso significa que… —balbuceó Nico.
—¡Significa que nos habéis tomado el pelo y que se os va a caer a vosotros! —empezó a gritar el otro agente.
Iban a echarles las zarpas encima.
Luc fue el primero en reaccionar.
—¡Larguémonos!
Adela también lo hizo, casi en una fracción de segundo. Luc ya estaba a una zancada cuando inició su carrera. Nico estuvo más torpe.
—¡Ya te tengo! —cantó triunfal el conductor al sujetarle por el cuello.
—¡Nico! —gritó Luc.
El apresado pasó un momento de pánico. Sólo uno.
Se recuperó al oír la voz de su amigo. Fue como si recibiera una orden o una descarga eléctrica. Se volvió, le dio una soberana patada en la espinilla al de la urbana y, justo cuando éste empezaba a dar saltos sobre la otra pierna, aún sin soltarlo, le propinó un segundo puntapié en ella.
La zarpa se abrió.
Y Nico ya no perdió ni un momento.
En su acelerada carrera casi atrapó a Luc y a Adela, que le llevaban una buena ventaja, mientras por detrás los gritos de los dos agentes de la urbana se elevaban en un paroxismo de furia por encima de sus cabezas.
Eso sí, no les dispararon como llegaron a pensar.
Agotados, derrengados, asustados, consternados y muchos «ados» más, no dejaron de correr hasta haber puesto abundante tierra de por medio entre ellos y sus posibles perseguidores, aunque algo les decía que aquel par de gandules no eran de los que corrían demasiado. Por si las moscas, además, lo hicieron en zig-zag, demostrando un perfecto conocimiento del barrio.
Acabaron metidos en un portal que siempre estaba vacío y que usaban como punto de reunión cuando llovía.
Cuando lograron acompasar sus respiraciones, se miraron unos a otros, esperando que alguien rompiera aquella especie de catarsis.
Y como casi siempre en esas circunstancias, fue Adela la que lo hizo.
—No estaba —dijo—. ¡No estaba!
—Nosotros le vimos bien muerto, ¿verdad? —consideró Nico.
—Si se hubiera arrastrado, habría un rastro de sangre —dejó sentada la evidencia Luc.
—Eso sólo puede significar… —Adela no terminó la frase.
Lo hizo el mismo Luc.
—Nos lo dijo, ¿recordáis? —su cara estaba revestida de grave seriedad—. Nos dijo que había escapado, pero que tal vez el asesino le hubiera seguido.
—¡Se ha llevado el cadáver mientras estábamos fuera, y ha limpiado la sangre, las huellas de su crimen, las pruebas! —gritó Nico.
—Pero cuando la gente vea que el Fepe ha desaparecido… —vaciló Adela.
—Ha dicho algo más antes de morir: que a las seis el asesino se iba —les recordó Luc.
—¡Va a escapar! —Adela abrió la boca.
—Son las tres pasadas. Apenas si queda algo menos de tres horas, ¡maldita sea! —expresó su rabia Luc.
—¿Cómo pretendía que nosotros diéramos con él en ese tiempo? —se preguntó Nico.
Recordaron de pronto el juego, la prueba, el examen, el motivo de que estuvieran metidos en aquello.
—¿No me diréis que… vamos a hacerlo? —tembló Nico al ver las caras de rabia y determinación de sus dos amigos.
—Escucha, colega —Luc le pasó una mano por encima de los hombros—: Hay algo todavía peor.
—¿Qué es? —Nico estaba pálido.
—Que el asesino vaya a por nosotros antes de escaparse.
—¿Por qué? —se asustó aún más Nico.
—Porque si ha seguido al Fepe y nos ha visto hablando con él, lo más seguro es que piense que nos ha revelado su identidad —le aclaró contundente Adela—.
No es seguro, pero no podemos ignorarlo.
Nico se dejó caer sobre sus posaderas al no poder sostenerle sus piernas.
—Esto es demasiado —farfulló.
—Es un lío de mil demonios, sí —reconoció Luc.
—Pero él confiaba en nosotros —dijo Adela.
Era otra incuestionable verdad.