Authors: Patrick Modiano
De ayer a hoy. Con el paso de los años las perspectivas se vuelven borrosas, los inviernos se mezclan unos con otros. El de 1965 y el de 1942.
En 1965 no sabía nada de Dora Bruder. Pero hoy, treinta años después, mis largas esperas en los cafés del cruce Ornano, mis itinerarios, siempre los mismos -recorría la calle Mont-Cenis hasta alcanzar los hoteles de Butte- Montmartre: el hotel Roma, el Alsina o el Terrass, en la calle Caulaincourt, y todas las impresiones fugaces que conservo: una noche de primavera en que se oía hablar en voz alta bajo los árboles del parque Clignancourt, y de nuevo el invierno, a medida que bajaba hacia Simplon y el bulevar Ornano, nada de eso me parecía debido simplemente al azar. Quizá, sin tener todavía una conciencia clara, andaba tras la pista de Dora Bruder y de sus padres. Estaban ya allí, en filigrana.
Intento encontrar indicios remontándome en el tiempo. Cuando tenía doce años y acompañaba a mi madre al mercado de las Pulgas había un judío polaco que vendía maletas, a la derecha, al principio de una hilera de casetas, casa Malik, casa Vernaison… Maletas lujosas, de cuero, de cocodrilo, y también de cartón, bolsas de viaje, baúles con etiquetas de compañías transatlánticas, apiladas unas encima de otras. Su caseta estaba al aire libre. Llevaba siempre un cigarrillo colgando de la comisura de los labios y una tarde me ofreció uno.
Fui alguna vez al cine, en el bulevar Ornano. Al Clignancourt Palace, al final del bulevar, al lado de El Surtidor Constante. Y al Ornano 43.
Más tarde supe que el Ornano 43 era un cine muy antiguo. Fue reformado en los años treinta al estilo barco. Volví a aquellos parajes en mayo de 1996. Unos almacenes han reemplazado al cine. Se atraviesa la calle Hermel y se llega ante el número 41 del bulevar Ornano, la dirección indicada en el anuncio de búsqueda de Dora Bruder.
Un edificio de cinco pisos de finales del XIX. Forma con el número 39 un bloque rodeado por el bulevar y la confluencia de las calles Hermel y Simplon; esta última pasa por detrás de los dos edificios. Ambos son parecidos. El número 39 lleva una inscripción con el nombre del arquitecto, un tal Richefeu, y la fecha de construcción: 1881. Lo mismo vale para el número 41.
Antes de la guerra y hasta principios de los años cincuenta, en el número 41 del bulevar Ornano se levantaba un hotel, así como en el 39, que se llamaba hotel Lion D'Or. También antes de la guerra había en dicho número un café-restaurante regentado por un tal Gazal. No he podido encontrar el nombre del hotel del número 41. A principios de los años cincuenta figura en esa dirección una Sociedad Hotel y Estudios Ornano, Montmartre 12-54. Y también, como antes de la guerra, un café, cuyo dueño se llamaba Marchal. Ya no existe. ¿Ocupaba el lado derecho o el izquierdo de la puerta cochera?
Ésta se abre sobre un corredor bastante largo. Al fondo, la escalera se pierde hacia la derecha.
Lleva tiempo conseguir que salga a la luz lo que ha sido borrado. Quedan pistas en los registros pero se ignora dónde están escondidos y qué guardianes los vigilan y si querrán enseñámoslos. O tal vez simplemente han olvidado que esos registros existen.
Basta un poco de paciencia.
Supe por fin que ya en 1937 y 1938 Dora Bruder y sus padres vivían en el hotel del bulevar Ornano. Ocupaban una habitación con cocina en el quinto piso, donde un balcón de hierro se extendía a lo largo de los dos edificios. Una docena de ventanas. Dos o tres daban al bulevar y las otras al final de la calle Hermel y, detrás, a la calle Simplon.
Aquel día de mayo en que volví al barrio, los postigos oxidados de las dos primeras ventanas del quinto piso que se abrían a la calle Simplon se encontraban cerrados, y en el balcón observé un montón de objetos en desorden que parecían abandonados allí desde hacía mucho tiempo.
En el curso de los dos o tres años que precedieron a la guerra, Dora Bruder debió de ser inscrita en alguna de las escuelas municipales del barrio. Escribí una carta al director de cada una de ellas preguntándoles si podían buscar su nombre en el registro:
Calle Ferdinand-Flocon, 8. Calle Hermel, 20.
Calle Championnet, 7. Calle Clignancourt, 61.
Me respondieron amablemente. Ninguno había encontrado ese nombre en la lista de alumnos de antes de la guerra. El director de la antigua escuela de niñas de la calle Championnet, 69, me proponía ir a consultar yo mismo el registro. Algún día iría. Pero vacilaba. Quería mantener la esperanza de que su nombre figuraba en ellos. Era la escuela más cercana a su domicilio.
Tardé cuatro años en descubrir su fecha exacta de nacimiento: el 25 de febrero de 1926. Y dos años más conocer su lugar de nacimiento: París, distrito XII. Pero soy paciente. Puedo esperar horas y horas bajo la lluvia.
Un viernes por la tarde, en febrero de 1996, fui al registro civil del ayuntamiento del distrito XII. El encargado del servicio -un joven- me tendió una ficha para que la rellenase:
Petición en ventanilla.
Escriba su:
Apellido Nombre Dirección
Pido copia literal de la partida de nacimiento de:
Apellido BRUDER Nombre DORA
Fecha de nacimiento: 25 de febrero de 1926
Marque si es:
El padre o la madre
El abuelo o la abuela
El hijo o la hija
El cónyuge o la cónyuge
El representante legal
Si tiene autorización más carnet de identidad del interesado(a)
Sólo será extendida copia de la partida de nacimiento a dichas personas.
Firmé la petición y se la tendí al encargado. Después de consultada me dijo que no podía darme la partida de nacimiento: no tenía ningún lazo de parentesco con aquella persona.
Por un momento pensé que era uno de esos centinelas del olvido encargados de velar por un secreto vergonzoso y de interceptar a quienes quisieran descubrir la menor traza de su existencia. Pero era eficiente. Me aconsejó pedir autorización al Palacio de Justicia, bulevar del Palacio, 2, sección 3.
a
del registro civil, planta 5ª, escalera 5, oficina 50 l. De lunes a viernes, de 14 a 16 horas.
En el bulevar del Palacio, 2, me aprestaba a franquear la gran verja del patio principal cuando un ordenanza me indicó otra entrada, un poco más abajo: la que daba acceso a la Sainte-Chapelle. Una cola de turistas aguardaba y quise pasar directamente al porche, pero otro ordenanza, con un gesto brusco, me señaló que hiciera cola como los demás.
Al fondo del vestíbulo el reglamento exigía sacar todos los objetos metálicos de los bolsillos. Yo sólo llevaba un llavero. Tenía que dejarlo en una especie de alfombra rodante y recuperado al otro lado de un cristal, pero en un primer momento no entendí la maniobra. Por culpa de mis titubeos me gané la regañina de otro ordenanza. ¿Era un gendarme? ¿Un policía? ¿Debía entregarles, como cuando se entra en prisión, los cordones de mis zapatos, mi cinturón, mi portafolio?
Atravesé un patio, me introduje por un corredor y desemboqué en un
hall
muy amplio por donde circulaban hombres y mujeres con carteras negras y, algunos, con atuendo de abogado. No me atreví a preguntarles por dónde se accedía a la escalera 5.
Un bedel sentado detrás de una mesa me indicó el extremo del
hall.
Por allí entré a una sala desierta cuyas ventanas en voladizo dejaban ver un día grisáceo. Recorrí la sala de una punta a otra, pero no encontré la escalera 5. Me dominó entonces el pánico y el vértigo que se sienten en las pesadillas, cuando uno no puede llegar a la estación, el tiempo corre y sabe que va a perder el tren.
Veinte años atrás me había sucedido una aventura parecida. Me había enterado de que mi padre estaba hospitalizado en la Pitié-Salpetriere. No lo veía desde mi adolescencia. Decidí hacerle una visita por sorpresa.
Recuerdo haber deambulado durante horas a través de la inmensidad del hospital en su busca. Entraba en edificios muy antiguos, en salas comunes donde se alineaban camas y camas, preguntaba a las enfermeras, que me daban indicaciones contradictorias. Acabé por dudar de la existencia de mi padre pasando y volviendo a pasar delante de la majestuosa iglesia y los irreales edificios del lugar, intactos desde el siglo XVIII y que evocaban a Manon Lescaut y la época en que aquel lugar había servido como prisión de muchachas con el siniestro nombre de Hospital General, antes de deportarlas a la Luisiana. Recorrí patios adoquinados hasta que anocheció. Imposible hallar a mi padre. Nunca volví a verlo.
Pero acabé descubriendo la escalera 5. Subí los pisos. Una hilera de oficinas. Me indicaron la que tenía el número 501. Una mujer de cabellos cortos y aire indiferente me preguntó qué quería.
Con voz seca me explicó que para obtener aquella partida de nacimiento era preciso escribir al señor Procurador de la República, Parquet de Grandes Instancias de París, Quai des Orfevres, 14, 3.
a
sección B.
Al cabo de tres semanas recibí la respuesta.
El veinticinco de febrero de mil novecientos veintiséis, a las veintiuna horas y diez minutos, nació, en la calle Santerre, 15, Dora, de sexo femenino, hija de Ernest Bruder, nacido en Viena (Austria) el veintiuno de mayo de mil ochocientos noventa y nueve, peón, y de Cécile Burder, nacida en Budapest (Hungría), el diecisiete de abril de mil novecientos siete, sin profesión, su esposa, domiciliados en Sevran (Seine-et-Oise), avenida Liégeard, 2. Librado el veintisiete de febrero de mil novecientos veintiséis, a las quince treinta horas, según declaración de Gaspard Meyer, setenta y tres años, empleado y domiciliado en la calle Picpus, 76, habiendo asistido al alumbramiento, quien, después de leer este escrito, firmó con Nosotros, Auguste Guillaume Rosi, teniente de alcalde del distrito doce de París.
El número 15 de la calle Santerre corresponde al hospital Rothschild. En ese mismo servicio de maternidad habían nacido, por la misma época que Dora, muchos niños de familias judías pobres que acababan de emigrar a Francia. Al parecer, Ernest Bruder no pudo ausentarse de su trabajo para declarar a su hija personalmente el 25 de febrero de 1926, en el ayuntamiento del distrito XII. Quizá puedan encontrarse en algún registro datos sobre Gaspard Meyer, firmante de la partida de nacimiento. El número 76 de la calle Picpus, donde se hallaba «empleado y domiciliado», era la dirección del asilo de Rothschild para viejos e indigentes.
Ese invierno de 1926 la pista de Dora Bruder y sus padres se pierde en el suburbio nordeste, a orillas del canal del Ourcq. Algún día iré a Sevran, pero temo que las casas y las calles hayan cambiado de aspecto, como en todos los suburbios. He aquí los nombres de algunos establecimientos y de algunos habitantes de la calle Liégeard de aquellos tiempos: el Trianon de Freinville, que ocupaba el número 24. ¿Un café? ¿Un cine? En el 31 estaban las Caves de I'Ille-de-France. Un tal doctor Jorand vivía en el 9, un farmacéutico en el 30.
La calle Liégeard, donde habitaban los padres de Dora, formaba parte de una aglomeración urbana que se extendía por los municipios de Sevran, de Livry-Gargan y de Aulnay-sous-Bois, a la que se llamó Freinville. El barrio había nacido alrededor de la fábrica de frenos Westinghouse, instalada a principios de siglo. Un barrio obrero. Que en los años treinta había intentado conseguir la autonomía municipal sin conseguirlo. Y había continuado dependiendo de los municipios vecinos. Pero al menos tenía estación: Freinville.
Ernest Bruder, el padre de Dora, era sin duda peón en la fábrica de frenos Westinghouse en ese invierno de 1926.
Ernest Bruder. Nacido en Viena, Austria, el 21 de mayo de 1899. Debió de pasar su infancia en Leopoldstadt, el barrio judío de la ciudad. Sus padres seguramente eran oriundos de Galitzia, de Bohemia o de Moravia, procedentes, como la mayor parte de judíos de Viena, de las provincias orientales del Imperio austro-húngaro.
En 1965 cumplí veinte años en Viena, el mismo año en que frecuentaba el barrio de Clignancourt. Vivía en la Taubstummengasse, detrás de la iglesia de San Carlos. A veces había pernoctado en un hotel de mala muerte situado cerca de la estación del Oeste. Recuerdo las tardes de verano que pasé en Sievering y en Grinzing, y los parques donde solía tocar una orquesta. Y una casita de campo en medio de una especie de jardín obrero, junto a Heilingenstadt. Todo estaba cerrado esos sábados y domingos de julio, hasta el café Hawelka. La ciudad estaba desierta. Bajo el sol, el tranVÍa se deslizaba entre los barrios del noroeste hasta el parque de Putzleinsdorf.
Un día volveré a Viena, ciudad que no he vuelto a visitar desde hace más de treinta años. Quizá encuentre la partida de nacimiento de Ernest Bruder en el registro civil de la comunidad israelita de la ciudad. Me enteraré del nombre, el apellido, la profesión y el lugar de nacimiento de su padre, y el apellido y el nombre de soltera de su madre. Y dónde estaba su domicilio, en alguna parte del distrito segundo que bordea la estación del Norte, el Prater, el Danubio.
De niño y adolescente conoció la calle del Prater con sus cafés y su teatro, en el que actuaban los Budapester. Y el puente de Suecia. Y el patio de la Bolsa de Comercio, junto a la Taborstrasse. Y el mercado de los Carmelitas.
En Viena, en 1919, sus veinte años fueron más duros que los míos. Tras las primeras derrotas del ejército austríaco, decenas de miles de refugiados que huían de Galitzia, de Bukovina, de Ucrania llegaron en oleadas sucesivas y se hacinaron en los cuchitriles de los alrededores de la estación del Norte. Una ciudad a la deriva, arrancada a un imperio que ya no existía. Ernest Bruder no debía de ser distinto de los parados que, en grupos, vagabundeaban por calles con tiendas cerradas.
¿Era tal vez de origen menos miserable que los refugiados del Este? ¿Hijo de un comerciante de la Taborstrasse? ¿Cómo saberlo?
En una pequeña ficha entre millares iguales, elaboradas una veintena de años después para organizar las redadas de la Ocupación y que se han conservado hasta hoy en el ministerio de Antiguos Combatientes, se indica que Ernest Bruder era «legionario francés de segunda clase». Se enroló, por tanto, en la Legión extranjera sin que yo pudiera precisar en qué fecha. ¿1919? ¿1920?
El alistamiento duraría cinco años. No hacía falta viajar a Francia, bastaba presentarse en un consulado francés. ¿Lo hizo Ernest Bruder en Austria? ¿O ya se encontraba en Francia en ese momento? En todo caso, es probable que lo enviaran, junto con otros alemanes y austríacos como él, a los cuarteles de Belfort o Nancy, donde no se les trataba con excesivos miramientos. También a Marsella y al fuerte de Saint-Jean, donde la acogida no era mucho más cálida. En seguida, la travesía: al parecer, el general Lyautey necesitaba treinta mil soldados en Marruecos.