Authors: Patrick Modiano
ZONA MILITAR
PROHIBIDO FILMAR Y HACER FOTOGRAFIAS
Me dije que nadie se acordaba de nada. Tras el muro se extendía una tierra de nadie, una zona de vacío y de olvido. Los viejos edificios de Tourelles no habían sido derribados como el pensionado de la calle Picpus, pero esto carecería de importancia y no obstante, bajo aquel denso manto de olvido, se oía, de cuando en cuando, algo, un eco lejano, ahogado, pero era imposible saber exactamente qué. Era como encontrarse al borde de un campo magnético sin péndulo para captar las ondas. En la duda y por mala conciencia habían colgado el cartel de «Zona militar. Prohibido filmar y hacer fotografías».
A los veinte años, en otro barrio de París, recuerdo haber experimentado sin saber por qué la misma sensación de vacío que ante el muro de Tourelles.
Tenía una amiga que se las arreglaba para vivir en pisos o casas de campo ajenos. Yo aprovechaba para limpiar las bibliotecas de obras de arte y ejemplares numerados y luego los revendía. Un día, en un piso de la calle Regard en el que nos encontrábamos solos, robé una caja de música de anticuario y, después de registrar los armarios, me llevé también varios trajes muy elegantes, camisas y una docena de pares de zapatos caros. Busqué en el listín a un chamarilero al cual revendérselo todo y encontré uno en la calle Jardins-Saint-Paul.
Esta calle arranca del Sena, en el muelle de Célestins, y confluye con la calle Charlemagne, cerca del liceo donde había pasado los exámenes de bachillerato el año anterior. En los bajos de uno de los últimos edificios, en el lado de los pares, justo antes de llegar a la calle Charlemagne, veo una persiana metálica oxidada y levantada a medias. Penetro en un almacén donde se amontonan muebles, vestidos, chatarra, piezas de automóvil. Me recibe un hombre de unos cuarenta años y me propone amablemente ir a buscar la «mercancía» unos días después.
Nos despedimos, recorro la calle Jardins-Saint-Paul, hacia el Sena. Todos los edificios de la calle, lado de los impares, habían sido derribados poco tiempo antes. Y luego otros. En su lugar no quedaba más que un solar, cercado también por restos de edificios medio derruidos. Aún se veían, en las paredes a cielo abierto, papeles pintados de antiguas habitaciones, marcas de conductos de chimeneas. Se habría dicho que el barrio había padecido un bombardeo, y la impresión de vacío era aún más intensa a causa de la fuga de aquellas calles hacia el Sena.
El domingo siguiente el chamarilero fue al bulevar Kellermann, cerca de la puerta de Gentilly, a casa del padre de mi amiga, donde lo había citado para entregarle la mercancía. Cargó en su coche la caja de música, los trajes, las camisas, los zapatos. Me pagó setecientos francos de entonces por todo.
Me propuso tomar una copa. Fuimos a uno de los dos cafés que había, frente al estadio de Charlety.
Me preguntó qué es lo que hacía en la vida. No sabía qué responderle. Terminé por decirle que había dejado los estudios. Yo también le hice preguntas. Su primo y socio llevaba el almacén de la calle Jardins-Saint-Paul. Él se ocupaba de otro local, situado al lado del mercado de las Pulgas, en la puerta de Clignancourt. Había nacido en el barrio, en el seno de una familia de judíos polacos.
Fui yo quien comenzó a hablar de la guerra y de la Ocupación. En esa época él tenía dieciocho años. Recordaba que un sábado la policía había hecho una incursión en el mercado de las Pulgas de Saint-Ouen para detener judíos y que había escapado a la redada de milagro. Lo que más le había sorprendido es que entre los inspectores hubiera una mujer.
Le hablé del solar que me había llamado la atención cuando mi madre me llevaba a las Pulgas, y que se extendía al pie de los bloques de pisos del bulevar Ney. Él había vivido allí con su familia. En la calle Elisabeth Rolland. Le llamó la atención que yo anotase el nombre de la calle. Un barrio al que denominaban El Llano. Lo habían demolido por completo después de la guerra y ahora lo utilizaban como campo deportivo.
Mientras conversaba con él pensaba en mi padre, al que no veía desde hacía tiempo. A los diecinueve años, a la misma edad que yo tenía y antes de perderse en sus sueños de altas finanzas, vivía de pequeños trapicheos en las puertas de París: pasaba clandestinamente los fielatos con bidones de gasolina, que revendía a los garajes, con bebidas y otras mercancías. Todo ello sin pagar las tasas.
En el momento de despedirnos, el chamarilero me dijo en tono amistoso que si tenía más cosas que venderle podía ponerme en contacto con él en la calle Jardins-Saint-Paul. Y me dio cien francos más, conmovido sin duda por mi aire candoroso de buen chico.
He olvidado su rostro. Sólo me acuerdo de su nombre. Pudo muy bien conocer a Dora Bruder, en la puerta de Clignancourt y en El Llano. Vivían en el mismo barrio y tenían la misma edad. Quizá se las sabía todas acerca de las fugas de Dora… Existen casualidades, encuentros y coincidencias que se ignorarán siempre… Aquel otoño, caminando de nuevo por la calle Jardins- Saint-Paul, meditaba en todo eso. El almacén y su persiana metálica oxidada ya no existen y los edificios vecinos han sido restaurados. De nuevo experimentaba un vacío. Y no comprendía por qué. La mayor parte de los edificios del barrio habían sido demolidos después de la guerra, de una manera metódica, según una decisión administrativa. Incluso se le había dado nombre a la zona que debía ser arrasada: el islote 16. He encontrado fotos, una de la calle Jardins-Saint-Paul, cuando aún existían los números impares. Y otra de edificios a medio derribar, alIado de la iglesia de Saint-Gervais y alrededor del hotel de Sens. Otra, de un solar a orillas del Sena, que la gente atravesaba por dos aceras, por lo demás inútiles: era todo lo que quedaba de la calle Nonnains-d'Hyeres. y luego habían construido hileras de casas, modificando a veces el antiguo trazado de las calles.
Las fachadas eran rectilíneas, las ventanas cuadradas, el hormigón del color de la amnesia. Las farolas proyectaban una luz fría. De cuando en cuando, bancos, un parque, árboles, piezas de un decorado, hojas artificiales. No se habían contentado, como en el muro del cuartel de Tourelles, con fijar un cartel: «Zona militar. Prohibido filmar y hacer fotografías.» Habían devastado todo para construir una especie de pueblo suizo de cuya neutralidad no podía dudarse.
Los jirones de papel pintado que había visto hacía treinta años en la calle Jardins-Saint-Paul eran los restos de las habitaciones donde habían vivido chicos de la edad de Dora que la policía había ido a buscar un día de julio de 1942. La lista de nombres está siempre acompañada de las mismas calles. Pero los números de los edificios y los de las calles ya no corresponden a nada.
Cuando yo contaba diecisiete años, Tourelles sólo era para mí un nombre que había descubierto al final de un libro de Jean Genet,
Milagro de la rosa.
Citaba los lugares en que había escrito el libro: LA SANTÉ, PRISION DE TOURELLES, 1943. También él había estado encerrado allí en calidad de preso común, poco tiempo después de la partida de Dora Bruder; hubieran podido cruzarse.
Milagro de la rosa
no sólo estaba impregnado de los recuerdos del correccional de menores de Meuray -uno de esos reformatorios donde querían internar a Dora-, sino también, me parece ahora, de los de las prisiones de la Santé y Tourelles.
Me sabía de memoria frases enteras de ese libro.
Me viene una de ellas a la cabeza: «Aquel niño me enseñaba que el verdadero fondo del argot parisino es la ternura entristecida.» La frase evoca tan bien a Dora Bruder que tengo la sensación de haberla conocido. Se les habían puesto estrellas amarillas a niños de nombre polaco, ruso, rumano, pero tan parisinos que se confundían con las fachadas de las casas, las aceras, los infinitos matices del gris que existen en París. Al igual que Dora Bruder, hablaban todos ellos con acento de París, empleando palabras de aquel argot cuya ternura entristecida había percibido Jean Genet.
Cuando Dora estaba presa en Tourelles se podían recibir paquetes, y también visitas los jueves y domingos. y asistir a misa los martes. Los gendarmes pasaban lista a las ocho de la mañana. Los detenidos se ponían en posición de firmes al pie de la cama. A mediodía se comían sólo coles. Paseo por el patio del cuartel. Cena a las seis de la tarde. Pasar lista otra vez. Ducha cada quince días, de dos en dos, acompañadas por los gendarmes. Silbato. En fila. Para tener visitas había que escribir una carta al director de la prisión y nunca se sabía si concedería su autorización.
Las visitas tenían lugar después de comer, en el refectorio. Los gendarmes registraban los bolsos de los visitantes. Abrían los paquetes. A menudo se prohibían las visitas, sin razón alguna, y las detenidas no lo sabían hasta una hora antes.
Entre las mujeres que Dora pudo conocer en Tourelles se encontraban lo que los alemanes llamaban «amigas de los judíos»: una docena de francesas «arias» que habían tenido el valor, en junio, el primer día que los judíos debían llevar la estrella amarilla, de llevarla ellas también en señal de solidaridad, pero de manera fantasiosa e insolente, según las autoridades de ocupación. Una se la había colgado al cuello a su perro. Otra había bordado en ella: PAPOD. Otra JENNY. Otra se había pegado ocho estrellas en el cinturón y en cada una figuraba una letra de la palabra VICTORIA. Todas ellas fueron detenidas en la calle y conducidas a la comisaría más próxima. Luego a prisión preventiva. Luego a Tourelles. Luego, el 13 de agosto, al campo de Drancy. Las «amigas de los judíos» ejercían las profesiones siguientes: mecanógrafas. Dependienta de papelería. Vendedora de periódicos. Ama de casa. Empleada de Correos y Telégrafos. Estudiantes.
En el mes de agosto las detenciones se fueron haciendo más y más numerosas. Las mujeres ni siquiera pasaban por la preventiva y eran conducidas directamente a Tourelles. En los dormitorios para veinte personas se hacinaban alrededor de cuarenta. En semejante promiscuidad el calor se hacía asfixiante y la angustia se apoderaba de ellas. Comprendían que Tourelles no era más que un lugar de selección donde estaban en peligro de ser enviadas a un destino desconocido.
El 19 de julio, dos grupos de un centenar de judías ya habían partido hacia el campo de Drancy. Entre ellas se encontraba Raca Israelowicz, de nacionalidad polaca, que tenía dieciocho años y que llegó a Tourelles el mismo día que Dora, quizá en el mismo coche celular. Ella fue sin duda una de sus vecinas de dormitorio.
La noche del 12 de agosto en Tourelles se difundió el rumor de que todas las judías y las que llamaban «amigas de los judíos» saldrían al día siguiente hacia Drancy.
A las diez de la mañana del día 13 pasaron lista interminablemente en el patio del cuartel, bajo los castaños. Último desayuno a la sombra de aquellos árboles. Una ración miserable que te dejaba hambriento.
Llegaron los autobuses. En cantidad suficiente, al parecer, para que cada prisionera pudiera sentarse. Dora como todas las demás. Era jueves, día de visita.
El convoy se estremeció. Estaba rodeado de policías con cascos y motorizados. Tomó la ruta que se sigue hoy día para ir al aeropuerto de Roissy. Han transcurrido más de cincuenta años. Han construido una autopista, arrasado chalets, cambiando de arriba abajo el paisaje de este suburbio del nordeste hasta volverlo, como el islote 16, lo más neutro y gris que han podido. Pero los carteles indicadores del aeropuerto llevan aún los nombres antiguos: DRANCY o ROMAINVILLE. Y al borde mismo de la autopista, del lado de la puerta de Bagnolet, queda un resto del naufragio de aquel tiempo, un hangar de madera, que ha sido olvidado y ostenta una inscripción bien visible: DUREMOND.
En Drancy, entre el barullo, Dora encuentra a su padre, internado desde marzo. Aquel mes de agosto, como en Tourelles, como en la preventiva, el campo se llenaba cada día de una multitud cada vez más numerosa de hombres y mujeres. Llegaban por millares en trenes de mercancías. Centenares de mujeres, a las que habían separado de sus hijos, llegaban de los campos de Pithiviers y Beaune-la-Rolande. Y cuatro mil niños llegaron a su vez, el 15 de agosto y los días siguientes, después de que hubieran deportado a sus madres. Los nombres de muchos de ellos, que habían sido escritos de prisa y corriendo en sus ropas, a la salida de Pithiviers y de Beaune-la-Rolande, eran ilegibles. Niño sin identificar n.º 122. Niño sin identificar n.º 146. Niña de tres años. Nombre: Monique. Sin identificar.
A causa de la superpoblación del campo y en previsión de los convoyes que llegarían de la zona libre, las autoridades decidieron trasladar de Drancy al campo de Pithiviers a los judíos de nacionalidad francesa, el 2 y el 5 de septiembre. Las cuatro jóvenes que habían llegado el mismo día que Dora a Tourelles y que tenían entre dieciséis y diecisiete años, Claudine Winerbett, Zélie Strohlitz, Marthe Nachmanowicz e Yvonne Pitoun, formaron parte de aquel convoy de cerca de mil quinientos judíos franceses. Seguramente pensaban que su nacionalidad los protegería. Dora, que era francesa, habría podido dejar Drancy con ellos. Pero no lo hizo por una razón fácil de adivinar: prefirió quedarse con su padre.
Ambos, padre e hija, dejaron Drancy el 18 de septiembre, con mil hombres y mujeres más, en un convoy con dirección a Auschwitz.
La madre de Dora, Cécile Bruder, fue detenida el 16 de julio de 1942, el día de la gran redada, e internada en Drancy. Se encontró con su marido durante algunos días, mientras su hija permanecía en Tourelles. Cécile Bruder fue liberada de Drancy el 23 de julio, sin duda porque había nacido en Budapest y las autoridades aún no habían dado orden de deportar a los judíos originarios de Hungría.
¿Le dio tiempo a visitar a Dora en Tourelles algún jueves o domingo de aquel verano de 1942? Fue de nuevo internada en el campo de Drancy el 9 de enero de 1943 y partió en el convoy del 11 de febrero para Auschwitz, cinco meses después que su marido y su hija.
El sábado 19 de septiembre, al día siguiente de la partida de Dora y de su padre, las autoridades de ocupación impusieron el toque de queda en represalia por un atentado cometido en el cine Rex. Nadie podía salir de casa desde las tres de la tarde hasta la mañana del día siguiente. La ciudad estaba desierta como para subrayar la ausencia de Dora.
Más tarde, el París en el que he intentado encontrar su pista se ha quedado tan desierto y silencioso como aquel día. Transito a través de calles vacías. Para mí lo están, incluso al terminar la tarde, a la hora de los embotellamientos, cuando la gente se apresura para llegar a las bocas de metro. No puedo dejar de pensar en la joven y sentir un eco de su presencia en ciertos barrios. La otra noche, en la estación del Norte.