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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (26 page)

La mayor parte de las paredes de madera y todo el techo se habían perdido en el pavoroso incendio de la noche anterior. Todavía quedaba una estructura esquelética de postes y vigas, pero en un estado demasiado precario para que sirviera de nada en el futuro. Habría que demoler todo lo que permanecía en pie.

La tenue niebla, lentamente empujada por el viento, daba a la escena una sensación de extrañeza que desorientaba. O quizá se sentía desorientado porque no había dormido. La personalidad de pescado hervido del especialista en incendios del DIC tampoco ayudaba. El hombre había llegado a las 8.00 para tomar las riendas y relevar al departamento de bomberos local y a los agentes uniformados. Llevaba casi dos horas revolviendo entre las cenizas y los escombros.

—¿Ese tipo sigue ahí? —preguntó Kyle. Estaba sentado al fondo de la sala, en uno de los sillones que había al lado de la chimenea.

Kim estaba sentada al otro lado.

—Se está tomando su tiempo —dijo Gurney.

—¿Crees que descubrirá algo útil?

—Depende de lo bueno que sea él y de lo descuidado que fuera el pirómano.

El investigador del DIC estaba metido en la niebla gris, caminando otra vez con exasperante lentitud en torno al perímetro de la estructura en ruinas. Lo acompañaba un gran perro atado con una larga correa. Daba la impresión de que podía ser un labrador negro o marrón, sin duda un animal muy bien adiestrado para detectar acelerantes, como su maestro lo estaba para recopilar pistas después de un incendio.

—Todavía huele a humo —dijo Madeleine—. Probablemente está en tu ropa. Deberías darte una ducha.

—Dentro de un rato —dijo Gurney—. Tengo demasiadas cosas en que pensar.

—Al menos cámbiate la camisa.

—Lo haré…, pero ahora no.

—Bueno —dijo Kyle después de un silencio incómodo—, ¿tienes alguna sospecha sobre quién podría haber hecho esto?

—Sospechas sí que tengo, claro, como siempre, pero eso es muy distinto de acusar a nadie.

Kyle se sentó en el borde del sillón.

—He estado dándole vueltas toda la noche. No he podido dormir ni siquiera después de que se marcharan los camiones de bomberos.

—No creo que ninguno de nosotros haya dormido. Yo, por lo menos, no he pegado ojo.

—Probablemente se delatará.

Gurney apartó la mirada de la puerta y miró a Kyle.

—¿El pirómano? ¿Por qué lo dices?

—¿Esos idiotas no terminan siempre alardeando de su hazaña en algún bar?

—A veces.

—¿No crees que este lo haga?

—Depende de por qué prendió el fuego.

Kyle parecía sorprendido.

—¿Y si es un cazador lunático y borracho que estaba cabreado por los carteles de «prohibido cazar»?

—Supongo que es una posibilidad.

Madeleine frunció el ceño sobre su taza de café.

—Considerando que ha arrancado media docena de nuestros carteles y les ha prendido fuego delante de la puerta de nuestro granero, diría que es más que una posibilidad.

Gurney miró colina abajo.

—Esperemos a ver qué dice el hombre del perro.

Kyle parecía intrigado.

—Cuando arrancó los carteles para quemarlos, probablemente dejara huellas de pisadas en el suelo, quizás incluso dejara huellas dactilares en los postes de la cerca. Hasta es posible que se le cayera algo. ¿Deberíamos decírselo a ese tipo?

Gurney sonrió.

—Si sabe hacer su trabajo, no tenemos por qué abrir la boca. Y si no sabe hacerlo, decírselo no va a ayudar en nada.

Kim hizo un extraño sonido de estremecimiento y se hundió más en su sillón.

—Me da escalofríos saber que estaba allí al mismo tiempo que yo, acechando en la oscuridad.

—Al mismo tiempo que estabais todos allí —dijo Madeleine.

—Exacto —dijo Kyle—. En el banco. Uf, podría haber estado a unos metros de nosotros.

O a unos centímetros, pensó Gurney, que recordó que había pasado muy cerca del granero.

—Se me acaba de ocurrir algo —dijo Kyle—: en los dos años que lleváis aquí, ¿ha venido alguien que quisiera cazar en vuestra propiedad?

—Unos cuantos, cuando nos trasladamos aquí —respondió Madeleine—. Siempre dijimos que no.

—Bueno, quizás este tipo es uno de los que rechazasteis. ¿Alguno de ellos se cabreó particularmente, diciendo que él tenía derecho a cazar aquí…?

—Algunos eran más amistosos que otros, pero no recuerdo nada en especial.

—¿Alguna amenaza? —preguntó Kyle.

—No.

—¿Vandalismo?

—No. —Madeleine reparó en que la mirada de Gurney se dirigía a la flecha de emplumado rojo que reposaba sobre el aparador—. Creo que tu padre está tratando de decidir si eso cuenta como vandalismo.

—¿Si el qué cuenta? —preguntó Kyle, con los ojos desorbitados.

Madeleine siguió mirando a Gurney.

—Una flecha de punta afilada —dijo él, señalándola—. El otro día la encontré clavada en el jardín elevado.

Kyle se levantó y la recogió, frunciendo el ceño.

—Qué raro. ¿Ha pasado alguna otra cosa extraña?

Gurney se encogió de hombros.

—No, aparte de que encontré encallado el tractor que no estaba encallado la última vez que lo usé, o un puercoespín en el garaje…

—O un mapache muerto en la chimenea, o una serpiente en el buzón —añadió Madeleine.

—¿Una serpiente? ¿En tu buzón? —Kim parecía horrorizada.

—Pequeña, hace más de un año —dijo Gurney.

—Me dio un susto de muerte —afirmó Madeleine.

Kyle paseó la mirada entre ellos.

—Si todo eso ocurrió después de poner los carteles de «prohibido cazar», podría significar algo.

—Como estoy seguro de que te han explicado en tus clases en la Facultad de Derecho —dijo Gurney, con más severidad de la que pretendía—, la secuencia no es prueba de causalidad.

—Pero si arrancó vuestros carteles… Quiero decir… Si el tipo que provocó el incendio no era un cazador cabreado que pensaba que le estabais arrebatando su derecho divino a acribillar ciervos, entonces ¿quién era? ¿Quién más podría hacer una cosa así?

Mientras estaban allí de pie, hablando junto a la puerta cristalera, Kim se había acercado desde la chimenea y se unió a ellos. Habló con voz frágil, insegura.

—¿Crees que podría haber sido la misma persona que serró el peldaño en mi sótano?

Gurney y su hijo parecían a punto de responder cuando un sonido metálico procedente del exterior atrajo su atención.

Gurney miró a través de la puerta cristalera hacia los restos del granero. Hubo otro sonido. Solo distinguió al investigador, arrodillado, empuñando lo que parecía ser un pequeño mazo y golpeando contra el suelo de cemento del granero.

Kyle llegó desde el otro extremo de la sala y se puso al lado de su padre.

—¿Qué demonios está haciendo?

—Probablemente está ensanchando una grieta en el suelo con un mazo y un escoplo, para conseguir una muestra de la tierra de debajo.

—¿Para qué?

—Cuando un acelerante líquido llega al suelo, tiende a filtrarse en las rendijas disponibles. Si encuentra debajo del suelo una muestra que no haya ardido, la identificación será más fácil.

—¿Rociaron nuestro granero con gasolina antes de prenderle fuego? —dijo Madeleine, cuya mirada dejaba ver lo indignada que se sentía.

—Gasolina o algo similar.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Kim, que se alejó de la chimenea.

Kyle, al ver que Gurney no respondía, explicó:

—Por la velocidad con la que ardió. Un fuego normal no podría extenderse tan deprisa por ese edificio. —Miró a su padre—. ¿No?

—Exacto —murmuró Gurney distraídamente.

Le estaba dando vueltas a la idea de Kim acerca de que el saboteador de la escalera y quien había quemado el granero podrían ser la misma persona. Se volvió hacia ella.

—¿Por qué has dicho eso?

—¿El qué?

—Que la persona que entró en tu sótano podría ser la misma que incendió el granero.

—No sé, se me ha ocurrido.

—Dime una cosa —dijo con suavidad, al recordar algo que le había querido preguntar ya la noche anterior—: ¿significa algo para ti la frase «deja en paz al diablo»?

La mirada de la chica reflejó su miedo. Dio un pasito hacia atrás.

—¡Oh, Dios mío! ¿Cómo sabes eso?

23. Sospecha

Gurney vaciló, sorprendido por la reacción de Kim.

—¡Robby! —gritó ella—. Mierda, Robby te lo contó, ¿no? Pero si te lo contó, ¿por qué me preguntas si significa algo para mí?

—Me gustaría que me lo contaras tú.

—Esto no tiene sentido.

—Hace dos noches oí algo en tu sótano.

La expresión de Kim se congeló.

—¿Qué?

—Una voz. Un susurro, de hecho.

Kim se quedó lívida.

—¿Qué clase de susurro?

—No muy agradable.

—¡Oh, Dios mío! —La chica tragó saliva—. ¿Había alguien en el sótano? ¡Oh, Dios mío! ¿Era un hombre o una mujer?

—Cuesta decirlo. Diría que un hombre. Estaba oscuro. No vi nada.

—¡Cielo santo! ¿Qué dijo?

—Deja en paz al diablo.

—¡Oh, Dios mío! —Sus ojos, aterrorizados, parecían estar recorriendo un terreno peligroso.

—¿Qué significa eso para ti?

—Es… el final de un cuento que me contaba mi padre cuando era pequeña. El cuento más aterrador que he oído nunca.

Gurney se fijó en que Kim estaba hurgando con la uña del dedo corazón en la cutícula de su pulgar mientras hablaba, tratando de arrancarse trocitos de piel.

—Siéntate —dijo Dave—, tranquila. No pasa nada.

—¿Tranquila?

Dave sonrió y habló con suavidad.

—¿Puedes contarnos la historia?

Se calmó apoyándose en el respaldo de la silla más cercana a la mesa. Luego cerró los ojos y cogió aire varias veces.

Al cabo de más o menos un minuto, abrió los ojos y empezó con voz temblorosa.

—En realidad, el cuento… era muy corto y sencillo, pero cuando era pequeña me parecía tremendo…, terrorífico. Era como si me arrastraran a otro mundo, como una pesadilla. Mi padre decía que era un cuento de hadas, pero lo explicaba como si fuera real.

Tragó saliva y continuó:

—Había un rey que dictó una ley por la cual una vez al año todos los niños malos del reino tenían que ser llevados a su castillo, todos los niños que se metían en líos, que mentían o que eran desobedientes. Eran niños tan malos que sus padres ya no los querían. El rey los mantenía un año entero en el castillo. Les daba buena comida, ropa y camas cómodas, y libertad para hacer lo que quisieran…, con una salvedad. Había una habitación en la parte más recóndita y oscura del sótano del castillo a la que no podían acercarse. Era una habitación pequeña y fría, y allí dentro solo había una cosa: un gran y mohoso arcón de madera. El arcón era, en realidad, un ataúd viejo y podrido. El rey les contaba a los niños que allí dormía el diablo, el diablo más malvado del mundo. Cada noche, después de que los niños se acostaran, el rey iba de cama en cama y susurraba al oído de cada niño: «Nunca bajes a la habitación más oscura. Aléjate del ataúd podrido. Si quieres sobrevivir esta noche, deja en paz al diablo». Pero no todos los niños eran lo bastante prudentes para obedecer al rey. Algunos de ellos sospechaban que se había inventado la historia del diablo en el arcón porque era allí donde escondía sus joyas. De vez en cuando un niño se levantaba de noche, se colaba en el cuarto oscuro y abría aquel arcón podrido que recordaba a un ataúd. Entonces se oía un grito desgarrador por todo el castillo, como el alarido de un animal atrapado entre las fauces de un lobo. Y nunca se volvía a ver al niño.

Se hizo un silencio de desconcierto en torno a la mesa.

—Joder, ¿ese era el cuento que tu padre te contaba antes de que te fueras a dormir? —dijo Kyle.

—No me lo contaba con mucha frecuencia, pero, cada vez que lo hacía, me aterrorizaba. —Kim miró a Gurney—. Cuando has dicho «deja en paz al diablo», he vuelto a sentir esa sensación gélida. Pero… no entiendo cómo alguien podía estar esperándote en el sótano…, o por qué podría haberte susurrado esto al oído. ¿Qué sentido tiene?

Madeleine quiso hacer una pregunta que la inquietaba, pero alguien llamó con firmeza a la puerta lateral y la interrumpió.

Era el investigador del incendio. Era un tipo más viejo, más gordo, con un cabello más gris y considerablemente menos atlético que la mayoría de los detectives del DIC. Las comisuras externas de sus ojos indiferentes parecían permanentemente caídas, como si llevara toda una vida sintiéndose decepcionado por el comportamiento de los seres humanos.

—He completado mi inspección inicial del lugar. —Su voz cansada complementaba su imagen—. Ahora necesito que me proporcionen cierta información.

—Pase —dijo Gurney.

El hombre se limpió los pies con cuidado —casi de manera obsesiva— en el felpudo antes de seguir a Gurney a través del pasillo del lavadero hasta la cocina. Miró a su alrededor con un aire de desinterés que —Gurney estaba seguro de ello— ocultaba un hábito de suspicaz escrutinio. Los investigadores de incendios que había conocido en Nueva York eran siempre muy observadores.

—Como acabo de decirle al señor Gurney, necesito cierta información de cada uno de ustedes.

—¿Me puede repetir su nombre? —preguntó Kyle—. No lo he retenido cuando ha llegado esta mañana.

El hombre lo miró con desconcierto. Gurney sopesó el matiz agresivo en el tono de su hijo.

—Investigador Kramden —respondió al cabo de un momento.

—¿En serio? ¿Como Ralph?

Otra mirada de desconcierto.

—¿Ralph? ¿En
The Honeymooners
?

El hombre negó con la cabeza de un modo que parecía más un desprecio a la pregunta que una respuesta. Se volvió hacia Gurney.

—Puedo hacer las entrevistas en mi furgoneta o aquí mismo, en la casa, si dispone de un espacio apropiado.

—Aquí mismo estaría bien.

—He de hacerlas individualmente, sin que haya nadie más presente, para evitar que los recuerdos de un testigo puedan verse influidos por los de otro.

—Me parece bien. Si mi mujer, mi hijo y la señorita Corazon están de acuerdo, lo dejo en sus manos.

—Por mí está bien —dijo Madeleine, aunque su tono parecía decir lo contrario.

—Yo no tengo objeción alguna —intervino Kim con incertidumbre.

—Da la impresión de que el investigador Kramden está pensando que podríamos resultar sospechosos —dijo Kyle, un tanto ansioso.

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