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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (30 page)

Abrió la tarjeta. Esperaba escuchar otra irritante versión del
Cumpleaños feliz
. Pero durante tres o cuatro segundos no se oyó sonido alguno, quizá para darle tiempo a que pudiera leer un segundo mensaje en el interior. «Paz y felicidad en tu día especial».

Y entonces empezó a sonar la música, casi un minuto entero de un pasaje notablemente melódico de la «Primavera» de
Las cuatro estaciones
, de Vivaldi.

Considerando que el aparato que reproducía aquel sonido era más pequeño que una ficha de póquer, la calidad podía considerarse maravillosa. Aquella melodía le trajo un montón de recuerdos; fue como si cobraran vida.

Kyle tenía once o doce años y todavía acudía cada fin de semana desde la casa de su madre en Long Island al apartamento de Dave y Madeleine en Nueva York. Estaba empezando a mostrar interés por un tipo de música que a su padre le parecía criminal, cruda y completamente estúpida. Así que Gurney estableció una regla: Kyle podía escuchar la música que eligiera siempre y cuando concediera el mismo tiempo a un compositor clásico. Así limitó su exposición a la espantosa música por la que sus jóvenes oídos parecían sentirse atraídos, al tiempo que le forzaba a entrar en contacto con obras maestras que de otro modo no habría escuchado jamás.

Tuvieron sus dimes y diretes, pero Kyle, sorprendentemente, descubrió que le gustaba uno de los compositores clásicos que Gurney le hacía escuchar. Le gustaba Vivaldi. Sobre todo
Las cuatro estaciones
. Y de las cuatro, su preferida era la «Primavera». Escucharla se convirtió en el precio que estaba dispuesto a pagar por pasar horas con la basura cacofónica que, según él, era su música favorita.

Y entonces ocurrió algo, de un modo tan gradual que Gurney apenas lo notó: Kyle empezó a escuchar, de manera intermitente, no solo a Vivaldi, sino también a Haydn, Handel, Mozart o Bach. Ya no formaba parte del precio que tenía que pagar por escuchar basura, sino que lo hacía porque quería.

Años después le contó a Madeleine que la «Primavera» había abierto una puerta mágica para él. Confesó que aquella decisión de su padre fue una de las mejores cosas que había hecho por él.

Luego Madeleine se lo había contado a Gurney. Se sintió muy extraño. Contento, por supuesto, por haber hecho algo que había generado una reacción tan positiva, pero también triste de que fuera una cosa tan menor, algo que requería tan poco de sí mismo. Quizá Kyle valoraba tanto ese gesto paterno porque no había muchos más.

Sostuvo la tarjeta, emocionado. Aquella encantadora melodía barroca se fue apagando. Se dio cuenta de que otra vez estaba al borde de las lágrimas.

«¿Qué demonios me pasa? Joder, Gurney, contrólate.»

Fue al fregadero y se secó los ojos con papel de cocina. Había estado a punto de llorar más veces en los últimos dos meses que en todos sus años de vida adulta.

«Necesito hacer algo, lo que sea. Acción. Movimiento.»

Pensó que sería una buena idea hacer inventario de lo que se había perdido en el incendio. Estaba seguro de que la compañía aseguradora se lo pediría.

No tenía ganas de hacerlo, pero se obligó. Cogió una libreta amarilla y un bolígrafo del escritorio del estudio, se metió en el coche y condujo hasta las ruinas calcinadas del granero.

Al bajar del coche, le inundó el olor acre de las cenizas húmedas. A lo lejos se oía el aullido intermitente de una sierra mecánica.

Reticente, se acercó a los montones de tablones quemados que yacían entre la estructura retorcida pero todavía en pie del granero. En la zona donde habían estado los kayaks amarillo brillante, encima de un par de caballetes de serrar, había ahora una masa marrón llena de ampollas, endurecida e inidentificable del material del que habían estado hechos los kayaks. Nunca les había tenido mucho cariño, pero sabía que Madeleine sí: salir al río y remar bajo un cielo de verano era uno de sus placeres favoritos. Ver los pequeños botes destruidos —reducidos a una mucosidad petroquímica solidificada— lo entristeció y le dio rabia. La visión de la bicicleta de Madeleine fue peor. Los neumáticos, el asiento y los cables se habían fundido. Las llantas de las ruedas estaban combadas.

Se movió poco a poco con su libreta y su bolígrafo, tomando notas de todo lo que se había perdido. Cuando terminó, se apartó con una sensación de asco y se metió en el coche.

Le venían a la mente un montón de preguntas sin respuesta. Aun así, en el fondo, podían resumirse en una sola: ¿por qué?

Ninguna de las posibles respuestas parecía convencerle.

Sobre todo la teoría del cazador enrabietado. En la localidad había un montón de carteles de «prohibido cazar», pero apenas había graneros quemados, aparte del suyo.

¿Qué otra cosa podía ser?

¿Podían haberse equivocado de dirección? ¿Tal vez se tratara solo de un pirómano con ganas de convertir algo grande en llamas? ¿Unos gamberros adolescentes? ¿Un enemigo del pasado, de sus tiempos de policía, que intentaba vengarse?

¿O tenía algo que ver con Kim, Robby Meese y
Los huérfanos del crimen
? ¿El tipo que había incendiado el granero era el mismo que le había susurrado en el sótano?

«Deja en paz al diablo.» Si aquello hacía referencia al cuento que el padre de Kim le contaba cuando esta era una niña, tal como ella aseguraba, entonces la advertencia solo podía estar dirigida a la propia Kim. Únicamente podía tener un significado especial para ella. Así pues, ¿por qué susurrárselo a Gurney?

¿Era posible que el intruso creyera que era Kim la que había caído por la escalera?

Era más que improbable. Cuando cayó, lo primero que oyó fue la voz de Kim en el pequeño pasillo de encima de la escalera, gritando; a continuación el sonido de pisadas que corrían a por la linterna. Fue solo después de eso cuando, tumbado en el suelo del sótano, oyó, muy cerca de él, el susurro siniestro, la voz de alguien que tenía que saber que no estaba hablando con Kim.

Pero si sabía que la persona que estaba en el suelo no era Kim entonces por qué…

La respuesta golpeó a Gurney como una bofetada en la cara.

Más concretamente, lo golpeó como un melodía cristalina de un concierto de violín de Vivaldi.

Condujo de vuelta a la casa con tanta prisa que golpeó dos veces los bajos del coche en un par de hoyos cavados por alguna marmota.

Al llegar, cogió su tarjeta de cumpleaños musical, miró la parte de atrás y vio lo que esperaba encontrar: el nombre de una empresa y un sitio web: KustomKardz.com Al cabo de un minuto estaba buscando en la web con su portátil. Kustom Kardz era una empresa dedicada a la fabricación de tarjetas de felicitación personalizadas. Un reproductor digital con batería incorporada permitía elegir entre «más de un centenar de melodías diferentes de todo el mundo, desde las composiciones clásicas más encantadoras hasta las músicas más tradicionales».

En la página de contacto, además del enlace de correo electrónico, había un número telefónico gratuito, al que Gurney llamó. Solo tenía una pregunta para el representante del servicio de atención al cliente: ¿en lugar de personalizar el chip con una obra de música se podía personalizar con palabras?

Le respondieron que sí, desde luego. Solo sería cuestión de grabar el mensaje (lo cual se podía hacer por teléfono), darle el formato de audio adecuado y descargarlo al dispositivo.

Tenía un par de preguntas más. Una: ¿cómo se podía iniciar la reproducción del dispositivo, aparte de mediante una tarjeta de felicitación? Dos: ¿qué retraso podía establecerse antes de que se iniciara la reproducción?

La mujer le explicó que podía hacerse de distintas maneras: por presión, por eliminación de presión, incluso por sonido, como esos interruptores que responden a un aplauso. Podía intentar averiguar otras posibilidades con el señor Emtar Gumadin, su gurú técnico.

Una pregunta final. Alguien al que conocía había recibido una tarjeta muy interesante que decía: «Deja en paz al diablo». ¿Por casualidad Kustom Kardz había procesado ese mensaje en particular en uno de sus chips de sonido?

Creía que no, pero si Gurney esperaba, lo consultaría con Emtar.

Al cabo de un minuto o dos, la mujer le dijo que nadie recordaba un mensaje parecido, a menos que quizá Gurney se refiriera a una canción de cuna que empezaba: «Vete a dormir, querido…».

¿Su empresa tenía mucha competencia?

Por desgracia, sí. El coste de la tecnología estaba bajando y su uso había explotado.

En cuanto colgó, llamó a Kyle. Esperaba que le saltara el buzón de voz. Se imaginaba su BSA rugiendo por la I-88, y ni siquiera un temerario joven de veintiséis años sería capaz de sacar su teléfono del bolsillo mientras conducía una motocicleta a toda velocidad.

Sin embargo, Kyle respondió de inmediato.

—Eh, papá, ¿qué pasa?

—¿Dónde estás?

—En una gasolinera de la interestatal. Creo que el pueblo se llama Afton.

—Me alegro de que hayas contestado. Me gustaría que hicieras algo por mí cuando llegues a la casa de Kim en Siracusa. ¿Sabes esa voz que oí en su sótano? Creo que podría ser una grabación, probablemente reproducida a través de un dispositivo en miniatura como el que llevaba la tarjeta que me regalaste.

—Joder. ¿Cómo se te ha ocurrido eso?

—La tarjeta me ha dado la idea. Esto es lo que quiero que hagas: cuando llegues a su apartamento, baja al sótano, suponiendo que las luces funcionen y no haya signo de ninguna otra intrusión. Mira en torno a la escalera, busca en sitios donde pudiera esconderse algo del tamaño de una moneda de cincuenta centavos. En algún lugar cerca del pie de la escalera. La voz que oí estaba a menos de un metro de donde yo caí.

—¿Cómo de escondido puede estar? Quiero decir, para que sonara claro…

—Tienes razón, no podría estar completamente inserido, pero podría estar en algún hueco, tal vez cubierto con papel o tela pintada, para disimularlo en la pared, algo así.

—En el suelo no, ¿verdad?

—No, la voz procedía de encima, como si alguien se hubiera agachado hacia mí.

—¿Podría estar en la escalera?

—Sí, podría ser.

—Vale. Guau. Vamos para allá. Te llamaré en cuanto lleguemos.

—No corras. No hay prisa.

—Sí. —Hubo una pausa—. Bueno…, ¿te ha gustado la tarjeta?

—¿Qué? Oh, sí, desde luego. Gracias.

—¿Reconociste la «Primavera»?

—Por supuesto que sí.

—Bueno, genial. Te llamo dentro de un rato.

Para impedir que la cuestión de la «Primavera» y sus recuerdos lo arrastraran a una ciénaga emocional, buscó algo que hacer hasta que volviera a tener noticias de Kyle.

«Mantente activo.»

Fue al armarito del estudio, cogió el número de teléfono de su agente de seguros y lo llamó. Después de diversas opciones, el sistema de contestador automático le proporcionó otro número al que llamar para dar parte de un accidente, un incendio u otra pérdida cubierta por su póliza de hogar.

Cuando estaba a punto de marcar el nuevo número, el teléfono sonó en su mano. Miró el identificador de la pantalla y vio que era Hardwick. La llamada del seguro podía esperar.

En el momento en que pulsó el botón para responder la llamada, Hardwick empezó a hablar.

—Mierda, Gurney, todo lo que pides es un incordio, no sé si te das cuenta.

—Suponía que tu culo perezoso necesitaba ejercicio.

—Necesito esto tanto como una dieta vegetariana estricta.

—¿Qué tienes para mí, además de mierda?

Hardwick se aclaró la garganta con su habitual meticulosidad.

—La mayor parte de las notas de autopsia originales están demasiado enterradas para poder llegar hasta ellas. Como he dicho, esto es un enorme…

—Sé lo que dijiste, Jack. La cuestión es qué tienes.

—¿Recuerdas a Wally Thrasher?

—¿El forense del caso Mellery?

—El mismo. Un cabrón arrogante, listillo.

—Como alguien que conozco.

—Que te den. Entre sus finas cualidades, destaca que Wally es organizado de una manera obsesivo-compulsiva. Bueno, pues resulta que hizo la autopsia de la gran dama de las inmobiliarias.

—¿Sharon Stone?

—La misma.

—¿Y?

—En la diana.

—Quieres decir que…

—La herida de entrada estaba en el mismo centro del lateral de la cabeza. En el mismísimo centro. Por supuesto, la herida de salida era una cuestión completamente distinta. Es difícil encontrar el centro de algo de lo que no queda nada.

—Es la herida de entrada la que cuenta.

—Exacto. Así que ahora tienes los dos impactos perfectos que ya conocías… y otro más. ¿Crees que es suficiente para probar lo que quieres probar?

—Podría ser. Gracias por tu colaboración.

—Existo solo para servirte.

Había colgado.

26. Una explosión de amenazas

Los datos que había obtenido en relación con las heridas de las víctimas, aunque todavía no sabía bien qué podían significar o cómo podría emplearlas en su reunión del domingo con Trout, hacían que se sintiera más confiado. Notaba que, de repente, podía pensar con más rapidez, como si se hubiera tomado un doble expreso. Enseguida le vino a la mente una nueva pregunta.

Llamó a Kyle, pero esta vez le salió el buzón de voz. Supuso que estaba conduciendo.

—En cuanto oigas este mensaje, quiero que le preguntes a Kim cuánta gente conocía lo del cuento que su padre le contaba a la hora de acostarse. Cuánta gente conocía los detalles, sobre todo la frase «deja en paz al diablo». Si hay más de dos o tres, pídele que escriba una lista en la que detalle los nombres, las direcciones que conozca y qué relación tenía con ellos. Gracias. Ten cuidado. Hablamos pronto.

En cuanto colgó, se le ocurrió otra cosa. Volvió a marcar el número y dejó un segundo mensaje: —Perdona, pero se me acaba de ocurrir algo más. Después de que busques ese minirreproductor en el sótano, echa un vistazo para ver si encuentras micrófonos o algo parecido. Mira en los lugares más probables: alarmas antiincendio, protectores de sobretensión, luces nocturnas. Lo que debes buscar es cualquier cosa que haya dentro de esos elementos que pueda parecer que no debería estar allí. Si encuentras algo, no lo quites. Déjalo donde está. Nada más por ahora. Llámame lo antes posible.

La idea de que el apartamento de Kim pudiera estar pinchado, de que pudiera llevar mucho tiempo así, hizo que le asaltaran otro montón de dudas inquietantes. Cogió su copia de la carpeta del proyecto de Kim, que guardaba en el cajón del escritorio, y se acomodó en el sofá del estudio para repasarla una vez más.

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