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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (46 page)

Acababa de ponerse en pie para ir a los servicios cuando Ann-Britt llamó a la puerta.

La colega fue derecha al grano.

—Tenías razón —admitió la mujer—. Sonja Hókberg tenía, efectivamente, un novio.

—¡Aja! ¿Cómo se llama?

—Sé cómo se llama, pero no dónde está.

—¿Y eso?

—Porque parece que ha desapareado. Wallander la observó incrédulo. Después, decidió posponer la visita a los servicios y volvió a tomar asiento. Eran las tres menos cuarto de la tarde.

25

Más tarde, Wallander llegaría a convencerse de que, aquella tarde en que se prestó a escuchar las novedades que Ann-Britt tenía que contar, él había cometido uno de los mayores errores de su vida. En efecto, cuando ella le refirió su descubrimiento de que, después de todo, Sonja Hókberg sí que había tenido un novio, él debería haber comprendido en el acto que había algo muy extraño en aquella historia; que, en cierto modo, no era una verdad completa la que Ann-Britt había logrado desvelar, sino tan sólo una verdad a medias. Y a él no se le ocultaba que las verdades a medias tienen una tendencia lógica a transformarse en mentiras absolutas. En otras palabras, aquella tarde, el inspector no supo ver la evidencia. Simplemente, vio algo distinto de la evidencia; algo que, sólo de forma parcial, lo orientó en el sentido correcto.

En cualquier caso, aquel error le costó muy caro. En los peores momentos, Wallander pensaba que, de hecho, su torpeza había sido una de las causas coadyuvantes al hecho de que otra persona perdiese la vida. Además de haber estado a punto de contribuir a que se produjese otra catástrofe.

La mañana del lunes 13 de octubre, Ann-Britt había resuelto dedicarse a la localización de aquel novio que, sin duda, debía de existir en la vida de Sonja Hókberg. Comenzó retomando la cuestión con Eva Persson. El desconcierto general sobre cuál sería el modo más adecuado de retener a Eva Persson no se había extinguido. Sin embargo, a aquellas alturas, el fiscal y los servicios sociales habían logrado llegar al acuerdo de que la muchacha debía permanecer bajo vigilancia domiciliaria hasta nueva orden. A esta resolución había contribuido el suceso acontecido en la sala de interrogatorios, cuando el fotógrafo se las arregló para hacer aquella fotografía de consecuencias tan nefastas. En efecto, al menos en algunas esferas, se habrían dejado oír los gritos de alarma si Eva Persson hubiese quedado bajo arresto en la comisaría o en cualquier otra dependencia policial. Así pues, Ann-Britt estuvo hablando con la joven en su casa. Y había comenzado aclarándole la circunstancia de que ella, que ahora parecía menos fría y retraída, no tenía nada que temer por revelarle la verdad. Sin embargo, Eva había persistido en su afirmación de que ella, al menos, no conocía la existencia de ningún novio. A no ser el ya mencionado Kalle Ryss, con el que Sonja había estado saliendo hacía un tiempo. Ann-Britt seguía sin estar segura de que Eva Persson estuviese diciéndole la verdad, pero, en vista de que no sacaba nada en claro, se dio por vencida. Antes de irse, no obstante, habló un instante a solas con la madre de Eva Persson. En la cocina y con la puerta cerrada. Dado que la madre se había empeñado en hablar en un susurro apenas perceptible, Ann-Britt supuso que la mujer sospechaba que la hija andaba escuchando al otro lado de la puerta. En cualquier caso, tampoco ella tenía noticia de que Sonja Hókberg tuviese o hubiese tenido ningún novio. Y, comoquiera que fuese, la única culpable era Sonja: ella había asesinado al taxista. Su hija Eva era inocente y, por si fuera poco, se había visto expuesta a la agresión de aquel terrible miembro de la policía llamado Wallander.

Ann-Britt atajó la conversación con irritación apenas contenida antes de abandonar la casa, al tiempo que se imaginaba el intercambio de pareceres que madre e hija iniciarían de inmediato. En realidad, ¿qué era lo que la mujer le había dicho en la cocina?

La agente fue directamente a la ferretería en la que trabajaba Kalle Ryss. Halló al joven en el almacén, donde, entre cajas de clavos y sierras de motor, estuvieron hablando de lo ocurrido. A diferencia de Eva Persson, que no parecía capaz sino de mentir constantemente, Kalle Ryss respondía de forma sencilla y directa a sus preguntas y, en el fondo, le dio la sensación de que el muchacho aún seguía albergando profundos sentimientos por Sonja, pese a que su relación había visto su fin hacía ya más de un año. El joven la echaba de menos, lamentaba su muerte y lo sucedido lo llenaba de temor. Sin embargo, poco pudo decirle sobre la vida de la muchacha a partir del momento en que sus caminos se separaron y, por más que Ystad fuese una ciudad pequeña, no solía uno cruzarse con sus conocidos todos los días. Por si fuera poco, Kalle Ryss tenía por costumbre pasar los fines de semana en Malmó, donde vivía su actual pareja.

—De todos modos, yo creo que hay un chico… —reveló de pronto el muchacho—. Uno con el que salía Sonja.

Pero los datos que Kalle Ryss poseía acerca de su rival eran escasos. De hecho, nada en absoluto, salvo que se llamaba Jonas y que vivía solo en un chalet de la calle de Snapphanegatan, y aunque no sabía el número, sí creía que se encontraba en la esquina con la calle de Friskyttegatan según se subía desde el centro, y en la acera de la izquierda. Finalmente, tampoco estaba enterado de cómo se ganaba la vida el tal Jonas Landahl ni de a qué se dedicaba.

Ann-Britt partió enseguida hacia la dirección indicada. La primera de la izquierda era una casa moderna muy hermosa. Cruzó la verja e hizo sonar el timbre. Sin saber muy bien por qué, le dio la impresión de que la vivienda estaba abandonada. De hecho, nadie acudió a abrir la puerta, pese a haber llamado varias veces antes de dirigirse a la parte posterior. Tras aporrear con insistencia la puerta trasera e intentar ver el interior a través de las ventanas, volvió a la parte delantera donde, de la forma más imprevista, se encontró con que un hombre en bata y botas altas de goma la observaba desde el otro lado de la verja. Fue aquélla una aparición ciertamente extraordinaria, la del hombre que, de aquella guisa, se presentaba en la calle aquella fresca mañana otoñal. El sujeto la puso al corriente de que él vivía en la casa de enfrente, desde donde la había visto llegar. Acto seguido, se presentó como Yngve, sin apellidos. Yngve a secas.

—Aquí no hay nadie —aseveró con convicción—. Ni siquiera el chico.

La charla que allí mantuvieron fue, aunque corta, bastante productiva. Sin asomo de duda, Yngve era un hombre que mantenía a sus vecinos bajo constante vigilancia y la informó al punto de que, antes de jubilarse hacía ya unos años, había sido jefe de seguridad de los servicios de salud en Malmö. La familia Landahl, le reveló, era una pareja de lo más rara que se había instalado en el barrio con su hijo hacía unos diez años. Le habían comprado la casa a un ingeniero del Ayuntamiento que se trasladó a Karlstad. Yngve ignoraba cuál pudiera ser la ocupación del señor Landahl. Cuando llegaron con su mudanza, ni siquiera se preocuparon de presentarse a sus vecinos. Simplemente, metieron sus muebles y a su hijo en su nuevo domicilio y cerraron las puertas tras de sí. Por lo demás, rara vez se dejaban ver. Al niño, que tendría unos doce o trece años cuando llegaron, solían dejarlo solo en casa mientras los padres partían de viaje, a menudo por espacios de tiempo prolongados, Dios sabía adonde. De vez en cuando, regresaban para, enseguida, volver a marcharse y dejar solo al muchacho. Él saludaba, eso sí, en tono afable, pero era bastante reservado en general. Compraba la comida justa, recogía el correo y se iba a la cama a horas más que intempestivas. En una de las casas vecinas vivía maestra de la escuela a la que iba el chico, quien según ella aseguraba, era buen estudiante. Y así habían seguido hasta la fecha. El niño creció y los padres continuaron emprendiendo sus viajes con destino desconocido. Hubo un tiempo en que se rumoreaba que habían ganado un buen pellizco en las quinielas, o quizás en la lotería. El caso es que ninguno de los dos parecía ligado a ningún trabajo. Y, sin embargo, dinero sí que había. La última vez que alguien los vio por allí había sido en septiembre. Desde aquella fecha el hijo, que ya era mayor, había estado solo. Pero, hacía unos días, había llegado un taxi y se lo había llevado a él también.

—En otras palabras, la casa está vacía —concluyó Ann-Britt.

—Así es. No hay nadie.

—¿Cuándo vino el taxi a buscarlo?

—El miércoles pasado, por la tarde.

A Ann-Britt no le costaba imaginar cómo aquel jubilado llamado Yngve registraba, desde la ventana de su cocina, cada uno de los movimientos de sus vecinos. «Cuando no hay trenes a los que ver pasar, uno se dedica a mirar la pared o a espiar a los vecinos», resolvió la agente.

—¿Recuerdas a qué compañía de taxis pertenecía el vehículo?

—No.

«Sí señor, claro que te acuerdas», desmintió ella para sí. «Es posible que incluso grabases en tu memoria la marca y hasta la matrícula. Lo que quieres evitar es que yo sospeche lo que ya sé: que te dedicas a espiar a los vecinos».

Finalmente, no le quedaban ya más preguntas, de modo que le advirtió:

—Te agradecería que nos avisases si alguno de ellos aparece por aquí.

—¿Qué ha hecho el chico?

—Nada en absoluto. Pero tenemos que hacerle algunas preguntas.

—¿Sobre qué?

La curiosidad de aquel hombre no parecía conocer límites, pero la agente negó con la cabeza y, aunque él no insistió, era evidente que se sentía contrariado, como si ella hubiese quebrantado alguna norma corporativa.

De vuelta en la comisaría, trató de averiguar con qué compañía de taxis había viajado el joven y, de hecho, tuvo suerte, pues no le llevó ni quince minutos localizar incluso al taxista que había ido a recogerlo en la calle de Snapphanegatan. El hombre se dirigió a la comisaría. Ella se sentó en el asiento del acompañante para hablar con él. El taxista que se llamaba Ostensson y que rondaría la treintena, llevaba una cinta negra en señal de luto en torno a una de las mangas de la chaqueta. Después, Ann-Britt comprendió que era por la muerte de Lundberg.

Ella le preguntó por la carrera y el joven dio muestras de gozar buena memoria.

—Llamaron poco antes de las dos. El nombre era Jonas.

—¿No dijeron el apellido?

—Bueno, yo pensé que ése sería el apellido. La gente se llama cualquier cosa hoy día.

—¿Cuántos pasajeros había?

—Sólo uno. Un chico joven bastante educado.

—¿Llevaba mucho equipaje?

—No, una maleta pequeña, con ruedas. Eso era todo.

—¿Adónde quería ir?

—Al transbordador.

—Entonces, iría a Polonia, ¿no?

—Los únicos transbordadores que salen son los que van a Polonia que yo sepa.

—¿Qué impresión te causó?

—Ninguna, sólo que era un chico educado.

—¿Parecía nervioso?

—No.

—¿Hizo algún comentario durante el trayecto?

—No, iba en el asiento trasero, en silencio y mirando por la ventanilla. Pero recuerdo que dejó propina.

Óstensson no recordaba ningún otro detalle, de modo que Ann Britt le dio las gracias y, acto seguido, decidió pedir una orden de registro para entrar en la casa de la calle de Snapphanegatan. Fue a hablar con el fiscal, que la escuchó en silencio y le expidió el documento en cuestión.

Pero, cuando iba camino de la casa, la llamaron de la guardería donde se encontraba el menor de sus hijos. El pequeño estaba vomitando, de modo que se lo llevó a casa, donde se vio obligada a pasar las siguientes horas. Comoquiera que fuese, los vómitos cesaron de improviso y aquella enviada de Dios que era su vecina y que, siempre que podía, le cuidaba a los niños estaba en casa y disponible. Así pues, cuando regresó a la comisaría, se encontró con que también Wallander estaba allí.

—¿Tenemos las llaves de la casa? —quiso saber el inspector.

—No, había pensado llevarme a un cerrajero.

—¡Qué coño vamos a llevarnos a nadie! ¿Eran puertas blindadas?

—No, sólo cerraduras de seguridad, de las normales.

—Pues con ésas me las arreglo yo sólito.

—Supongo que sí, pero creo que deberías saber que un sujeto e bata y botas de agua de color verde estará observando todos nuestros movimientos desde la ventana de su cocina.

—En ese caso, te vas y hablas con él. Compón una buena historia; dile que, gracias a su vigilancia, hemos podido obtener la ayuda que necesitábamos. Pero adviértele que debe seguir prestándonos sus servicios asegurándose de que nadie nos acecha por la espalda y que, como es natural, no debe revelar a nadie una sola palabra de cuanto hacemos: es posible que haya más de un vecino curioso.

Ann-Britt estalló en una sonora carcajada.

—¡Sí, él es precisamente de la clase de personas capaces de tragarse algo así!

Pusieron rumbo a la calle de Snapphanegatan, Fueron en el coche de Ann-Britt y, como de costumbre, Wallander constató en silencio que la colega conducía mal y como a trompicones. Había pensado aprovechar el trayecto para hablarle del álbum de fotos al que había dedicado aquella mañana, pero fue incapaz de concentrarse en otra cosa que en la esperanza de que no se estrellasen con otro vehículo.

Mientras Wallander la emprendía con la puerta, Ann-Britt fue a hablar con el vecino. Al igual que ella, también al inspector le sobrevino la sensación de que la casa estaba abandonada. Cuando Ann-Britt volvió, él acababa de abrir la cerradura.

—El hombre de la bata acaba de entrar a formar parte de la patrulla de vigilancia —lo informó ella irónica.

—No le habrás dicho nada de que buscamos al chico por lo del asesinato de Sonja Hókberg, ¿verdad?

—¡Ésa sí que es buena! Me gustaría saber qué opinión tienes de mí, en realidad.

—La mejor posible.

Wallander abrió la puerta y ambos entraron en la casa cerrando tras de sí.

—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —gritó Wallander.

Sus palabras se apagaron en el silencio y quedaron sin respuesta.

De forma pausada pero bien programada se dispusieron a inspeccionar toda la casa. Todo aparecía, según advirtieron, limpio y ordenado y, pese a que el muchacho recibió aviso de salir de forma repentina, no detectaron el menor indicio de que hubiese abandonado la casa atropelladamente. Reinaba allí, en efecto, un orden ejemplar. Tanto los muebles como los cuadros parecían tocados de un halo de impersonalidad. Como si lo hubiesen comprado todo al mismo tiempo y, después, lo hubiesen colocado con el fin de rellenar una serie de habitaciones vacías. Excepción hecha de la fotografía de una pareja joven con un recién nacido que adornaba una estantería, no ha-oía más recuerdos personales en toda la vivienda. Sobre una de las mesas había un teléfono con contestador, cuyo testigo relucía intermitente. Wallander pulsó el botón. Una compañía de material informático de Lund comunicaba que ya habían recibido el módem solicitado. Después, la llamada de alguien que se había equivocado de número. El mensaje de alguien que no dejó su nombre y, por último aquello que Wallander más ansiaba escuchar.

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