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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (21 page)

«Bien, es evidente que, en este caso, no se trata de ningún error», resolvió. «Nadie se pasea por ahí con un relé de gran tamaño por casualidad. Y mucho menos se lo deja olvidado en una camilla de un depósito de cadáveres. De lo que se desprende que la idea era precisamente que lo hallásemos allí. Nosotros, no los médicos, claro. De modo que es un mensaje para la policía».

La otra cuestión también estaba más que resuelta. ¿Por qué se llevaría alguien un cadáver? Cierto que había ocasiones en que esas cosas sucedían, si el difunto había pertenecido a alguna secta extraña y singular. Pero no era verosímil que Tynnes Falk perteneciese a ningún movimiento de esta índole. Claro que tampoco podían estar totalmente seguros de ello, pero no parecía muy probable. De modo que no quedaba más que una explicación plausible. El cadáver había sido retirado a fin de ocultar algo.

En ese punto de su razonamiento, regresó Martinson.

—Bien, estamos de suerte. No habían arrojado el relé en un rincón, sino que lo habían metido en una saca de plástico.

—¿Y las huellas dactilares? —Están en ello.

—¿Alguna pista sobre el paradero del cadáver? —Nada.

—¿Algún testigo? —Parece que no.

Wallander lo hizo partícipe de las reflexiones a las que se había entregado mientras él llamaba por teléfono y Martinson se mostró de acuerdo con sus conclusiones. La presencia del relé no era fruto de una casualidad y el cuerpo había desaparecido para evitar que se descubriese algún detalle que deseaban mantener oculto. El inspector le reveló además lo relativo a la visita del doctor Enander y a la conversación mantenida con la ex mujer de Falk.

—La verdad es que no le atribuí demasiada importancia —confesó. Se supone que hemos de poder confiar en los forenses, ¿no?

—Bueno, el que hayan secuestrado el cadáver no tiene por qué significar que Tynnes Falk haya sido asesinado.

Wallander comprendió que la observación de Martinson bien podía ser correcta.

—Sí, claro, pero a pesar de todo… Me cuesta imaginar otra explicación que la del temor a que se descubriera la auténtica causa de la muerte —insistió.

—¿Quién sabe si no se había tragado algo?

Wallander alzó las cejas en señal de asombro.

—¿Cómo?

—Diamantes, drogas; no sé, algo así.

—Eso sí que la habría descubierto la forense.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—¿Quién era Tynnes Falk? —preguntó Wallander—. Puesto que archivamos el caso, no llevamos a cabo ninguna indagación acerca de su vida o su personalidad. Sin embargo, el doctor Enander se tomó la molestia de venir hasta aquí para poner en tela de juicio la causa oficial de su muerte. Y cuando hablé con su ex mujer, ella aseguró que Falk se había mostrado inquieto de vez en cuando y que tenía muchos enemigos. En realidad, la señora Falk mencionó bastantes datos que indican que el sujeto no era un hombre sencillo.

Martinson pareció sorprenderse.

—¿Un asesor informático que tenía enemigos?

—Eso fue lo que dijo. Ninguno de nosotros ha hablado con ella en serio.

Martinson tenía consigo el archivador que contenía los escasos detalles sobre el caso de Tynnes Falk.

—Tampoco nos pusimos en contacto con sus hijos ni con ninguna otra persona de su entorno, puesto que creíamos que la muerte se había producido por causas naturales.

—Bueno, pero en eso estamos aún —le recordó Wallander—. O, al menos, esa hipótesis es tan probable como cualquier otra. En cambio, lo que sí ha quedado claro es que existe una conexión entre este hombre y la persona de Sonja Hokberg. Y quizá también con la de Eva Persson.

—¿Y con Lundberg?

—Cierto, quizá también con el taxista.

—En cualquier caso, podemos estar seguros de que Tynnes Falk estaba muerto cuando Sonja Hokberg fue carbonizada —señaló Martinson—. Es decir, que él no pudo matarla.

—Así es. Y si suponemos que, pese a todo, Falk fue asesinado, también podemos jugar con el supuesto de que fue la misma persona quien los mató a ambos.

Wallander sintió que la sensación de malestar que había empezado a experimentar crecía sin freno, que comenzaban a rozar algo que escapaba por completo a su comprensión. «Hay aquí un doble fondo», sentenció para sí. «De modo que hemos de profundizar aún más».

Martinson lanzó un bostezo y Wallander cayó en la cuenta de que el colega solía estar ya en la cama a aquellas horas.

—En fin. La cuestión es si podemos resolver mucho más con respecto a este asunto —comentó—. El ir en busca de cadáveres desaparecidos no figura entre nuestras competencias.

—Aunque sí podríamos echarle un vistazo al apartamento de Falk —observó Martinson al tiempo que profería un nuevo bostezo—. Vivía solo, así que podríamos empezar por ahí, antes de hablar de nuevo con su mujer.

—Su ex mujer —precisó Wallander—. Estaba separado.

Martinson se puso en pie.

—Bueno, yo me voy a dormir. ¿Qué ha sido de tu coche?

—Estará listo mañana.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—No, gracias, me quedaré un rato más.

Martinson no se retiró todavía, sino que permaneció un instante con las manos apoyadas sobre la mesa.

—Comprendo que estés indignado por la fotografía del periódico —comentó al fin.

Wallander te clavó una mirada penetrante.

—¿Tú qué opinas?

—¿Sobre qué?

—¿Crees que soy culpable o inocente?

—Bueno, está claro que le propinaste una bofetada, pero yo creo que sucedió tal y como tú dijiste, que la chica atacó a su madre.

—Ya, bueno. De todos modos, lo tengo decidido: si me abren un expediente, dejo la policía.

El inspector quedó perplejo ante sus propias palabras pues, a decir verdad, la idea de solicitar el despido en el caso de que la investigación interna arrojase un resultado desfavorable para él no se le había pasado por la cabeza hasta aquel momento.

—Entonces se cambiarán los papeles —observó Martinson.

—¿A qué te refieres?

—Pues que, en ese caso, seré yo quien deba convencerte de quedes.

—No lo conseguirías jamás.

Martinson recogió su archivador y se marchó sin replicar palabra Y allí permaneció Wallander, a solas, hasta que, transcurridos unos minutos, dos de los agentes del servicio nocturno entraron en el comedor. Le hicieron un gesto a modo de saludo. Wallander oía ausente su conversación: uno de ellos estaba pensando en comprarse una motocicleta nueva para la primavera.

Una vez que se hubieron servido el café, los dos policías abandonaron la sala y Wallander se vio solo de nuevo. Sin que él mismo tuviese clara conciencia de ello, una determinación empezaba a fraguarse en su mente.

Miró el reloj y comprobó que estaban a punto de dar las doce Sabía que, en realidad, debería aguardar hasta la mañana siguiente pero la desazón lo impelía a actuar.

Poco antes de las doce de la noche, abandonó la comisaría.

Pero llevaba en el bolsillo las ganzúas que solía guardar en el cajón inferior del escritorio.

No le llevó más de diez minutos subir hasta la calle de Apelbergs-gatan. Soplaba una leve brisa y estaban a pocos grados de temperatura bajo un cielo encapotado. Tenía la sensación de hallarse en una ciudad desierta. Unos vehículos pesados pasaron ante él camino a los transbordadores que los llevarían a Polonia. Wallander recordó que fue aproximadamente a aquella hora de la noche cuando falleció Tynnes Falk, a juzgar por la indicación horaria del comprobante del cajero que habían hallado salpicado de sangre y arrugado en su mano.

Wallander se detuvo al abrigo de la oscuridad y se dispuso a observar desde fuera la casa que correspondía a la dirección de la calle de Apelbergsgatan, número diez. No había luz en el último piso, donde vivía Falk. Y tampoco en el piso de debajo, aunque sí en una de las ventanas del siguiente apartamento. Wallander sintió un escalofrío pues allí, precisamente y hacía ya muchos años, había caído él víctima del sueño en los brazos de una desconocida, mientras se hallaba en un estado tal de embriaguez que no sabía ni dónde estaba.

Vacilante, tanteó las ganzúas que llevaba en el bolsillo. Era consciente de que aquello que estaba a punto de acometer era tan ilegal como innecesario. Bien podía esperar hasta el día siguiente y conseguí las llaves del apartamento, pero se sentía tan acuciado por la preocupación que no pudo resistirse. En efecto, él sentía un profundo respeto por su desasosiego, que solía manifestarse sólo cuando su intuición le advertía que el tiempo apremiaba.

El portal no estaba cerrado con llave. Ya dentro, comprobó que la escalera estaba a oscuras, pero él había caído en el detalle de llevarse una linterna. Aplicó el oído antes de comenzar a subir los peldaños. Intentaba recordar aquella otra ocasión en la que había visitado la casa, en compañía de la desconocida. Pero no logró rememorar ninguna imagen de la aventura. Finalmente, ganó el rellano de la última planta, donde se encontró con que había dos puertas. Sabía que Falk vivía en la de la derecha. De nuevo aguzó el oído, que aplicó a la puerta de la izquierda, No había el menor ruido. Con la pequeña linterna entre los dientes, sacó las ganzúas del bolsillo. Si Falk hubiese tenido una puerta blindada, se habría visto obligado a abandonar en el acto. Pero no había más que una cerradura de seguridad de las corrientes. «Lo que no encaja con lo que decía su mujer sobre el temor que le infundían esos supuestos enemigos», observó para sí, «Deben de ser figuraciones suyas».

Pese a todo, le llevó más tiempo de lo que él suponía abrir aquella puerta, lo que provocó en él la reflexión de que tal vez no sólo necesitase prácticas de tiro. Notó que comenzaba a transpirar copiosamente. Los dedos no respondían y los sentía torpes en el manejo de las ganzúas. No obstante, al final logró vencer la cerradura. Con gran cautela, abrió la puerta y aguzó de nuevo el oído. Por un instante le pareció que el sonido de la respiración de alguien llegaba hasta él de entre la oscuridad. Enseguida desapareció la sensación y entró en el vestíbulo antes de cerrar con sigilo la puerta tras de sí.

El primer detalle del que solía tomar nota cuando entraba en un apartamento extraño era el olor. Pero aquel vestíbulo no despedía ningún aroma en absoluto. Como si el apartamento hubiese sido de nueva construcción y nadie lo hubiese habitado nunca. Grabó aquella sensación en su memoria y, linterna en mano, procedió a examinar la vivienda, siempre alerta a cualquier presencia imprevista. Una vez que se hubo asegurado de que se encontraba solo, se quitó los zapatos y echó todas las cortinas antes de encender ninguna lámpara.

Cuando Wallander se encontraba en el dormitorio, sonó el teléfono. Se llevó un sobresalto. El timbre se dejó oír de nuevo mientras contenía la respiración. Saltó el contestador automático en la sala de estar y el inspector se apresuró a acudir sorteando la oscuridad, pero nadie dejó ningún mensaje. No se oyó más que el ruidito sordo que emite el auricular cuando vuelve a su lugar. ¿Quién habría llamado a medianoche a una persona que estaba muerta?

Wallander se dirigió a una de las ventanas que daban a la calle miró con sumo cuidado a través de la abertura de la cortina. Pero la calle aparecía desierta. Se esforzó por penetrar la oscuridad con la mirada, pero no, allí no había nadie.

Tras haber encendido la lámpara del escritorio, comenzó a inspeccionar la sala de estar. Se colocó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. «Aquí vivió un hombre llamado Tynnes Falk», se dijo «Su historia comienza con una sala de estar recién limpia en la que todo parece estar bien colocado, lo más opuesto al caos que quepa imaginar. Mobiliario en piel y motivos marinos en las paredes, una de las cuales queda oculta tras una librería».

Se acercó hasta el escritorio donde halló una brújula de cobre. El cartapacio de color verde estaba vacío y una serie ordenada de bolígrafos se extendía junto a un candil de arcilla.

Wallander continuó hacia la cocina. Había una taza en la encimen y un bloc de notas sobre el mantel a cuadros que cubría la mesa. Encendió la luz de la cocina y leyó: «la puerta del balcón». «¡Vaya, a ver si vamos a parecemos Tynnes Falk y yo!», exclamó para sí. «Ahora resulta que los dos tenemos un bloc de notas en la cocina». Volvió a la sala de estar y abrió la puerta del balcón, que se resistía al cerrar. Dedujo que Tynnes Falk no había tenido tiempo de arreglarla. Prosiguió avanzando hacia el dormitorio. La cama de matrimonio estaba hecha. Se arrodilló para mirar debajo, donde halló un par de zapatillas de casa. Abrió el armario y después los cajones de una cómoda. Todo cuanto iba encontrando allí estaba en perfecto orden. Volvió a la sala de estar y al escritorio. Bajo el contestador automático había un libro de instrucciones. No había olvidado llevarse un par de guantes de plástico, de modo que lo abrió para leerlo. Cuando estuvo seguro de poder escuchar los mensajes sin borrar ninguno de ellos, pulsó el botón de reproducción.

El primer mensaje era de un tal Janne, que llamaba para preguntar cómo se encontraba sin mencionar la hora a la que llamaba. Las dos llamadas siguientes no dejaron en la grabadora más que el sonido de la respiración de alguien. A Wallander le dio la impresión de que había sido la misma persona en ambas ocasiones. El cuarto mensaje era de un sastre de Malmö que le avisaba de que sus pantalones estaban listos y que podía pasar a recogerlos. Wallander anotó el nombre de la sastrería. La siguiente llamada registrada volvía a dejar el sonido de alguien que respiraba junto al auricular. Aquélla era la llamada que acababa de producirse en presencia de Wallander. Volvió a escuchar la cinta al tiempo que se preguntaba si Nyberg y sus técnicos serían capaces de determinar si las tres respiraciones procedían de la misma persona.

Dejó el libro de instrucciones en su lugar y prosiguió con la inspección del escritorio, sobre el que había tres fotografías, dos de las les pertenecían, con toda probabilidad, a los hijos de Falk.

Un chico y una chica. El chico aparecía sonriente sentado sobre una piedra en un paisaje tropical. Wallander estimó que tendría unos dieciocho años. Miró la parte posterior de la fotografía y leyó: «Jan 1996, Amazonas». Concluyó, pues, que el Janne cuya voz se había registrado en el contestador era su hijo. La muchacha tenía menos edad. Estaba sentada en un banco rodeada de palomas. Wallander miró el reverso, donde pudo leer: «Ina, Venecia, 1995». La tercera fotografía mostraba a un grupo de hombres que posaban ante un muro blanco. No era muy nítida. Wallander fue a mirar el reverso de ésta también, pero allí no había indicación alguna de lugar y fecha. Abrió el primer cajón del escritorio, donde halló una lupa con la que examinó los rostros de los sujetos de la foto. Eran todos de edades diferentes y a la izquierda del grupo descubrió a un hombre de origen asiático. Wallander dejó la fotografía e intentó razonar, pero nada parecía encajar. En cualquier caso, él se guardó la fotografía en el bolsillo interior de la cazadora.

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