Bajo a píe hasta el centro. Había algo extraño en toda aquella historia que no dejaba de inquietarlo. ¿Por qué había sido asesinada Sonja Hokberg? ¿Por qué había tenido que suceder de modo que gran parte de Escania quedase a oscuras? ¿Cabía pensar que todo hubiese sido producto de la casualidad?
Cruzó la plaza Torget hasta ganar la calle de Hamngatan. El restaurante en que Sonja Hokberg y Eva Persson habían estado tomando unas cervezas seguía cerrado. Echó un vistazo a través del cristal de una de las ventanas y comprobó que había alguien en el interior del local. Dio unos toquecitos en la ventana, pero el hombre continuó entregado a la tarea de colocar algo tras la barra, de modo que Wallander golpeó de nuevo con más intensidad. Entonces, el hombre miró hacia la ventana, Wallander lo saludó con la mano y el hombre se acercó. Al reconocer al inspector, sonrió y fue a abrir la puerta.
—¡Pero sí no son ni las nueve de la mañana! —observó—. ¿Ya te apetece una pizza?
—Sí, algo así —bromeó Wallander—. Aunque un café tampoco estaría mal. Pero también quería hablar contigo.
István Kecskeméti había emigrado desde Hungría hasta Suecia en 1956. Había dirigido diversos restaurantes en Ystad durante años. Wallander solía acudir a su establecimiento cuando no tenía ganas de prepararse la cena. Era muy hablador, pero Wallander lo apreciaba. Además, ahora sabía que el inspector padecía diabetes.
Aquella mañana, István estaba solo en el restaurante. Procedente de la cocina se oía el ruido del mazo sobre la carne, aunque el almuerzo no empezaría a servirse hasta las once. Wallander se sentó a una mesa situada al fondo del local. Mientras aguardaba a que István le sirviese el café, se preguntó dónde se habrían sentado a tomarse la cerveza las dos muchachas aquella noche, antes de pedir el taxi. István llegó con dos tazas que dejó sobre la mesa.
—Ya no vienes mucho por aquí —le reprochó—. Y resulta que, cuando decides venir, todavía está cerrado. Lo que me dice que no has venido en busca de comida, sino de algo distinto.
István abrió los brazos con un gesto resignado que aderezó con un suspiro.
—Todo el mundo quiere que István le ayude. Todos me llaman a mí, asociaciones deportivas, organizaciones de asistencia social, el que desea abrir un cementerio para animales…, todos quieren mí patrocinio. Todos desean que István contribuya a cambio de publicidad, pero ¿cómo puede hacerse publicidad de una pizzería en un cementerio de animales?
Lanzó otro hondo suspiro antes de proseguir.
—¿No habrás venido tú también a pedirme algo así, verdad? ¿No querréis que István colabore con una aportación económica a la policía sueca?
—No, no temas. Bastará con que respondas a algunas preguntas —tranquilizó Wallander—. ¿Estuviste aquí el miércoles pasado?
—Yo siempre estoy aquí, pero el miércoles pasado…, hace ya bastantes días, ¿no?
Wallander puso las fotografías sobre la mesa. El local estaba en penumbra.
—Fíjate bien, a ver si las reconoces.
István tomó las fotografías y se dirigió a la barra con ellas en mano. Una vez allí, las observó largo rato antes de regresar a la raes.
—Creo que sí.
—Imagino que habrás oído hablar del asesinato del taxista, ¿no así?
—Sí, es tremendo que puedan suceder cosas así. Y, además, a mi nos de unas chiquillas… En ese momento István cayó en la cuenta.
—¿Quieres decir que fueron estas dos?
—Así es. Aquella noche estuvieron aquí, de modo que es importante que me digas cuanto puedas recordar, dónde estaban, si venían acompañadas…
Wallander vela que István se esforzaba de veras por ayudarle, que lo intentaba, de modo que se dispuso a esperar pacientemente. István volvió a tomar en su mano las fotografías y se puso a caminar por el establecimiento, entre las mesas. Muy despacio, vacilante, el dueño del restaurante buscaba mentalmente a sus clientes entre las mesas. «Está intentando situar a los clientes de aquella noche», constató Wallander. «Es decir, está procediendo tal como yo mismo habría hecho. La cuestión es si los localizará en su memoria».
Entonces, István se detuvo junto a una mesa situada cerca de una de las ventanas. Wallander se puso en pie y se dirigió allí.
—Creo que se sentaron aquí.
—¿Estás seguro?
—Bastante.
—¿Qué lugar ocupaba cada una de ellas?
István pareció titubear de nuevo y Wallander se rindió a una senda espera, mientras que aquél rodeaba la mesa una y otra vez, hasta que concluyó aquella especie de ronda. Como si de dos menús se hubiese tratado, dejó las fotografías de Sonja Hókberg y de Eva Persson cada una en su lugar.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Sin embargo, Wallander notó que István fruncía el entrecejo y concluyó que debía de seguir buceando en su memoria.
—Algo sucedió durante la noche —explicó de pronto—. Las recuerdo porque dudaba mucho de que una de ellas hubiese cumplido los dieciocho.
—Pues sí, no los tiene —aclaró Wallander—. Pero eso no importa.
István llamó en voz alta a alguien que respondía al nombre de Laila y que se hallaba en la cocina. Al final, una pinche con sobrepeso apareció avanzando con un suave balanceo.
—Siéntate —le pidió István al tiempo que le señalaba una silla. La muchacha tenía el cabello rubio y él la acomodó en el lugar que había ocupado Eva Persson.
—¿Qué pasa? —quiso saber la joven Laila, cuyo profundo acento de Escania le resultó impenetrable incluso a Wallander.
—Tú siéntate, anda —insistió István.
Wallander aguardaba paciente mientras vela los esfuerzos del hombre por rememorar lo sucedido.
—Sí, aquella noche sucedió algo —repitió.
Finalmente, se acordó. Entonces le pidió a Laila que se sentase en la otra silla.
—Sí, eso es. Las chicas se cambiaron de lugar —anunció István—. En algún momento de la noche, se cambiaron de sitio.
Laila regresó a la cocina y Wallander se sentó en la silla que Sonja Hokberg había ocupado durante la primera parte de la velada, desde la cual se veía una de las paredes del restaurante y la ventana que daba a la calle. Pero el resto del establecimiento quedaba a sus espaldas. Sin embargo, al cambiar de sitio, la puerta de entrada al establecimiento quedó frente a él. No obstante, como había una columna y un reservado en el centro, sólo podía ver una de las mesas. Una para dos personas.
—¿Había alguien sentado a aquella mesa? —preguntó al tiempo que señalab—. ¿Podrías recordar si vino alguien más o menos cuando las dos muchachas se cambiaron de sitio?
István hacía esfuerzos por recordar.
—Pues sí —declaró al fin—. Sí que había alguien. Vino una persona que fue a sentarse justo a aquella mesa, aunque no sé si lo hizo cuando las chicas se cambiaron.
—¿Podrías describir a esa persona? ¿Sabes quién es?
—Era la primera vez que lo vela, pero no es difícil de describir!
—Y eso, ¿por qué?
—Porque tenía los ojos oblicuos.
Wallander no alcanzaba a comprenderlo.
—¿Qué quieres decir con exactitud?
—Pues que era chino. O, por lo menos, asiático.
Wallander meditó unos segundos. Tenía la sensación de haberse aproximado a algo crucial.
—¿Permaneció allí sentado después de que las chicas se hubiesen marchado en el taxi?
—Sí, una hora, como mínimo.
—¿Intercambiaron algún saludo, algún gesto?
István hizo un gesto con la cabeza.
—No lo sé, la verdad, yo no me di cuenta de nada, pero pudo.
—¿Recuerdas cómo pagó la cuenta aquel hombre?
—Creo que utilizó una tarjeta de crédito, pero no estoy seguro.
—¡Estupendo! —exclamó Wallander—. Pues quiero que busques cuenta.
—¡Pero si ya está enviada! Creo que pagó con American Express.
—Pues buscaremos tu copia —se empecinó Wallander.
Para entonces, los cafés que tenían sobre la mesa se habían enfriado, pero, de pronto, sintió que debía apresurarse. «Sonja Hókberg vio a una persona que se acercaba por la calle», reconstruyó para sí, «Entonces se cambió de lugar para poder verla mejor. Aquella persona era el hombre asiático».
—¿Qué es lo que estás buscando, si puede saberse? —inquirió István.
—Por ahora lo único que pretendo es comprender qué sucedió —aseguró Wallander—. Aún no he superado ese estadio.
Se despidió de István y salió del restaurante.
«Así que un hombre de ojos oblicuos», se repitió.
De repente, el desasosiego volvió a adueñarse de él. Apremió el paso. En efecto, algo le decía que debía apresurarse.
De forma un tanto brusca, Wallander se vio arrancado del sueño algo después de las cinco de la madrugada del jueves. Tan pronto como abrió los ojos, supo cuál había sido la causa de tan súbito despertar. En efecto, había olvidado una cosa: la promesa hecha a Ann-Britt Hóglund de que aquella misma tarde acudiría en su lugar a dar una charla sobre el trabajo de la policía ante una asociación literaria femenina de Ystad.
—Estoy a punto de terminar —anunció la colega.
—No —rechazó Wallander—. Han surgido un par de preguntas más, así que te recomiendo que propongas una pausa. Voy para allá.
Ella intuyó que se trataba de algo importante, de modo que le prometió proceder como sugería. Wallander la aguardaba con impaciencia cuando la colega salió por fin al pasillo. Él fue derecho al grano, le refirió lo relativo al cambio de posiciones en el restaurante y al hombre que se había sentado a la mesa que Sonja Hókberg podía ver. Una vez que hubo concluido, el inspector comprobó que ella se mostraba algo escéptica.
—¿Un asiático?
—Exacto.
—¿De verdad crees que eso puede revestir alguna importancia?
—Sonja Hókberg se cambió de lugar porque deseaba verle la cara. Eso debe de significar algo.
Ella se encogió de hombros.
—Bien, hablaré con ella, pero ¿qué quieres que le pregunte?
—Por qué intercambiaron sus asientos. Y cuándo. Presta atención Por si miente al responder. Pregúntale también si vio al hombre que se había sentado a su espalda.
—La verdad es que resulta muy difícil detectar si miente o no.
—¿Sigue manteniendo su versión?
—Así es. Sonja Hókberg golpeó y acuchilló a Lundberg. Ella no sabía nada de lo que iba a ocurrir.
—¿Cómo explica haber confesado en una primera versión?
—Se escuda en el miedo que le infundía Sonja.
—¿Por qué le tenía miedo?
—A esa pregunta no responde.
—¿Y tú crees que tenía miedo?
—No. Ahí también miente.
—¿Cómo reaccionó al enterarse de que Sonja ha muerto?
—Guardó silencio. Pero no fue un buen silencio; fue una mala interpretación. En realidad, creo que quedó estupefacta y algo consternada.
—Es decir, que no sabía nada.
—Creo que no.
Ann-Britt no podía demorarse más y se puso en pie para volver con la chica. Ya en el umbral de la puerta, se detuvo un instante.
—La madre le ha buscado un abogado que ya ha redactado una denuncia contra ti. Se llama Klas Harrysson.
A Wallander no le era familiar aquel nombre.
—Un joven y ambicioso abogado de Malmö. Parece muy seguro ganar el pleito.
Wallander experimentó una repentina sensación de agotamiento que cedió enseguida a un arrebato de ira provocada por la certeza ser víctima de una injusticia.
—¿Le has sacado algo que no supiéramos ya?
—A decir verdad, creo que Eva Persson es un poco tonta, pero sigue aferrándose a la última versión de su historia, sin la menor variación. Te aseguro que suena como una máquina.
Wallander movió la cabeza preocupado.
—El asesinato de Lundberg va más lejos de lo que parece —auguró-Estoy convencido de ello.
—Pues espero que tengas razón y que no fuese sólo eso, que mataran a un taxista de forma arbitraria, simplemente porque necesitaba dinero.
Ann-Britt volvió a la sala de interrogatorios donde aguardaba Eva Persson, y Wallander regresó a su despacho. Intentó localizar a Martinson, sin éxito. Tampoco Hanson se encontraba en la comisaría, así que comenzó a hojear los mensajes telefónicos que le había entregado Irene. Si bien la mayoría de las personas que lo habían llamado eran periodistas, también halló entre las notas un mensaje de la ex mujer del Tynnes Falk. Wallander apartó aquel mensaje antes de llamar a Irene y advertirle que no le pasase ninguna llamada. Marcó después el número del servicio de información telefónica, donde solicitó el de la central de American Express. Tras explicar el motivo de su llamada, lo pusieron al habla con una administrativa llamada Anita, que lo informó de que ella debía realizar una llamada de control para comprobar que él era, en efecto, quien decía ser. El inspector colgó el auricular dispuesto a esperar la llamada cuando, transcurridos unos minutos, cayó en la cuenta de que le había pedido a Irene que no le pasase ningún recado telefónico. Lanzó una maldición y volvió a llamar a American Express para avisarles de lo ocurrido. La segunda llamada de la central sí fue atendida, de modo que Wallander volvió a explicar el porqué de su llamada y le proporcionó a la administrativa todos los datos necesarios.
—Bien, pero comprenderás que esto me llevará algo de tiempo, ¿verdad? —advirtió Anita.
—Sí, claro. Y tú comprenderás que es de suma importancia, ¿cierto?
—Bueno. Haré cuanto esté en mi mano.
Concluida la conversación, Wallander colgó el auricular para, de inmediato, marcar el número del taller mecánico, donde el encargado le ofreció finalmente un presupuesto que lo hizo enmudecer. Al mismo tiempo, le prometieron que el coche podía estar listo para el día siguiente, no sin antes hacerle ver, a modo de excusa, que lo que disparaba el precio no era la mano de obra, sino el coste de las piezas de repuesto. El inspector les aseguró que iría a recoger el coche a las doce del día siguiente.
Por un instante, permaneció sentado inmóvil e inactivo, con la mente en la sala en la que Ann-Britt estaba interrogando a Eva Persson. Lo irritaba profundamente el hecho de no ser él mismo quien dirigiese el interrogatorio, pues era consciente de que su colega podía flaquear cuando se trataba de presionar al interrogado en aquel tipo de sesiones. Por si fuera poco, consideraba que había sido víctima de un trato indebido e injusto. Además de que Lisa Holgersson había mostrado su desconfianza de forma manifiesta. Y aquello era algo que no podría perdonarle. A fin de aprovechar de algún modo el tiempo de espera, marcó el número de la ex mujer de Tynnes Falk, que atendió la llamada enseguida.