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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (25 page)

Wallander sacó su bloc escolar.

—Bueno, concentrémonos en lo fundamental, tus impresiones. Ya podré leer el resto cuando el informe esté listo.

—Bien. A mí no me cabe la menor duda de que está mintiendo. Si he de ser sincera, no me explico cómo alguien tan joven puede ser tan duro.

—En especial tratándose de una chica, ¿no es eso?

—Lo cierto es que hasta entre los chicos es difícil hallar tanta crueldad.

—¿Así que no lograste quebrantar su firmeza?

—A decir verdad, no. Sigue negando su participación y asegura que tenía miedo de Sonja Hókberg. Intenté sonsacarle por qué le temía, pero no resultó. Lo único que dijo fue que Sonja era muy valiente.

—Sí, algo de lo que no hay razón para dudar.

Ann-Britt hojeó sus páginas de anotaciones.

—Igualmente, negó que Sonja la hubiese llamado por teléfono después de haber huido de la comisaría y, según ella, ninguna otra persona la llamó.

—¿Cuándo se enteró de que Sonja estaba muerta?

—Erik Hókberg llamó a su madre para contárselo.

—Pero la muerte de Sonja debió de afectarle bastante, ¿no es así?

—Eso dice ella. Pero yo no puedo decir que dejase traslucir ningún tipo de dolor por ello. Aunque, claro está, sí mostró sorpresa. Tampoco sabía por qué Sonja había podido dirigirse a la unidad de transformadores ni podía figurarse la identidad de la persona que la condujo hasta allí.

Wallander se puso en pie y fue a colocarse junto a la ventana.

—¿De verdad que no reaccionó en absoluto ni manifestó indicio alguno de pena ni de dolor?

—Como te lo cuento. Puro autocontrol y frialdad toda ella. Muchas de las respuestas las tenía ya más que preparadas de antemano; otras eran simples mentiras. Pero yo me llevé la impresión de que en el fondo lo ocurrido no la sorprendía lo más mínimo, pese a que ella insistía en lo contrario.

A Wallander se le ocurrió una idea que se le antojó importante.

—¿Parecía temerosa de que a ella también pudiese ocurrirle algo?

—No, y lo cierto es que también yo pensé que lo que le había ocurrido a Sonja no parecía haberla puesto nerviosa ni temerosa de que ella misma también pudiese estar en peligro.

El inspector regresó al escritorio.

—Bien, supongamos que todo esto es cierto. ¿Qué implicaría ese presupuesto?

—Pues que Eva Persson dice, hasta cierto punto, la verdad. Si no con respecto al asesinato de Lundberg, en el que estoy segura de que participó, al menos sí en lo concerniente a lo poco que sabe sobre los negocios que Sonja pudiera traerse entre manos.

—¿Y en qué consistían esos negocios?

—No lo sé.

—¿Por qué se cambiaron de silla en el restaurante?

—Según declara una y otra vez, porque a Sonja le molestaba la corriente.

—¿Y qué dice sobre el hombre que se sentó detrás de ella?

—Insiste en afirmar que ella no vio a nadie. Y tampoco se dio cuenta de que Sonja mantuviese ningún tipo de contacto visual con ninguna otra persona que no fuera ella misma.

—¿Tampoco vio nada extraño cuando abandonaron el restaurante?

—No. Pero ahí sí que puede haber algo de verdad. No creo que podamos acusarla de ser la persona más despabilada del mundo.

—¿Le preguntaste si conocía a Tynnes Falk?

—Sí. Y, según dice, no había oído ese nombre jamás.

—¿Crees que decía la verdad?

Ann-Britt se demoró un instante antes de responder.

—Tal vez hubo un indicio de vacilación, pero no estoy del todo segura.

«Tendría que haber interrogado a esa chica yo mismo», se lamentó resignado. «Si Eva Persson hubiese dudado un segundo, yo lo habría visto».

Ann-Britt pareció haberle leído el pensamiento.

—Yo no tengo tanta pericia como tú. Siento no haber podido ofrecerte mejor respuesta.

—No te preocupes, lo averiguaremos antes o después. Si la puerta principal está cerrada, tendremos que entrar por la de atrás.

—Te aseguro que me esfuerzo por intentar comprender algo de todo este asunto —admitió Ann-Britt—. Pero es que no parece tener píes ni cabeza.

—Nos llevará tiempo —la alentó Wallander—. Aunque me pregunto sí no nos vendría bien algo de ayuda. No disponemos del número suficiente de agentes. Pese a que, claro está, le hayamos dado prioridad a este caso y pospuesto todo lo demás.

Ann-Britt lo observó llena de asombro.

—Tú siempre has preconizado que resolviésemos nuestras propias investigaciones nosotros solos. ¿Has cambiado de parecer?

—Es posible.

—¿Sabes si hay alguien que conozca las consecuencias reales de la reorganización que está produciéndose en estos momentos? Yo no tengo la menor idea.

—Bueno, algo sí sabemos —objetó Wallander—. El distrito policial de Ystad ha dejado de existir. En la actualidad pertenecemos a lo que se denomina área policial del sur de Escania.

—Sí, que además cuenta con un personal de doscientos veinte empleados para atender a la población de ocho municipios, desde Simrishamn hasta Vellinge. Nadie sabe si esto va a funcionar, ni si comportará alguna mejora.

—Ya, pero eso es irrelevante por el momento. Lo que a mí me preocupa es cómo vamos a realizar todo el trabajo de intendencia que exige esta investigación. Eso es lo único que importa. Y pienso comentárselo a Lisa en su momento. Si no me abre un expediente y me retira del caso.

—Por cierto, Eva Persson sigue afirmando que todo sucedió tal y como ella y su madre lo refirieron y asegura que tú la golpeaste sin motivo.

—Claro que sí. Pero miente con respecto a ello, igual que en lo demás.

Wallander se levantó de nuevo y decidió ponerla al corriente del asalto al apartamento de Tynnes Falk.

—¿Ha aparecido el cadáver?

—No, que yo sepa.

Ann-Britt seguía allí, sentada en la silla.

—¿Tú entiendes algo de todo este enredo?

—Nada de nada —confesó Wallander—. Lo que sí sé es que estoy preocupado. No olvides que una gran parte de Escania quedó completamente a oscuras.

Mientras caminaban juntos pasillo arriba, Hanson asomó la cabeza desde su despacho y les hizo saber que la policía de Vaxjo había localizado al padre de Eva Persson.

—Según me dijeron, vive en una choza de aspecto ruinoso situada entre Vaxjo y Vislanda. Y quieren saber qué queríamos preguntarle.

—Nada, por ahora —respondió Wallander—. Hay asuntos más importantes que atender.

Acordaron que celebrarían una reunión del grupo de investigación a la una y media, cuando Martinson hubiese regresado. Wallander volvió a su despacho y llamó al taller, donde le comunicaron que podía ir a recoger el coche enseguida. Salió de la comisaría y bajó la calle de Fridhemsgatan hasta la explanada de Surbrunnsplan. El viento racheado le azotaba el rostro.

El mecánico del taller se llamaba Holmlund y se había ocupado de los coches de Wallander durante muchos años. Era un hombre que profesaba una gran afición a las motocicletas y que se expresaba con un fuerte dialecto escaniano que se hacía indescifrable a través de su boca desdentada. Holmlund había conservado el mismo aspecto durante todos aquellos años y Wallander era incapaz de determinar si estaba más próximo a los sesenta que a los cincuenta.

—Ha resultado un poco caro —comentó Holmlund con su sonrisa hueca—. Pero merecerá la pena. Siempre y cuando vendas el coche cuanto antes.

Wallander se marchó de allí y comprobó durante el trayecto que el molesto ruido había desaparecido. La idea de comprarse un coche nuevo lo puso de buen humor. La cuestión era si seguir conduciendo un Peugeot o si debía cambiar de marca, y decidió que lo consultaría con Hanson, que sabía de coches tanto como de caballos de carreras.

Se dirigió a un bar de Ósterleden, donde se detuvo a comer. Intentó hojear un periódico, pero le costaba concentrarse. De repente, se le ocurrió una idea. El había estado buscando un núcleo a partir del cual probar varios caminos por los que avanzar. El último de esos núcleos había sido el corte en el suministro eléctrico, en la idea de que lo sucedido en la unidad de transformadores no hubiese sido sólo un asesinato, sino un sabotaje por parte de un profesional muy inteligente. Pero ¿qué sucedería si, en lugar de partir de ese punto, se centrase en el hombre que apareció en el restaurante y cuya presencia hizo que Sonja Hokberg le cambiase el asiento a su compañera? Aquel hombre había presentado una identidad falsa y, por si fuera poco, la fotografía en la que también aparecía un asiático había desaparecido del apartamento de Tynnes Falk. Wallander se maldijo entre dientes por no haber actuado como su intuición le indicó en un principio y haberse llevado la fotografía. De haberlo hecho, tal vez István hubiese podido identificar al asiático.

Wallander dejó el tenedor y marcó el número del móvil de Nyberg. A punto estaba de colgar cuando oyó la voz del técnico.

—Me pregunto si habéis encontrado una fotografía de un grupo de hombres o algo así —inquirió Wallander.

—Voy a preguntar.

Wallander aguardó impaciente mientras pinchaba con el tenedor el filete de un pescado frito absolutamente insípido.

Nyberg regresó.

—Tenemos una fotografía de tres hombres que, en pie, sostienen en sus manos unos cuantos salmones. Está tomada en Noruega, en 1983.

—¿Nada más?

—No. Por cierto, ¿cómo sabes tú que tiene que haber una fotografía de un grupo de hombres?

«¡Vaya! A Nyberg no hay quien lo engañe», se dijo Wallander. Pero él ya se había preparado una respuesta.

—No tenía ni idea. Pero quería saber si habíais encontrado alguna fotografía de las amistades de Tynnes Falk.

—Bien. Nosotros no tardaremos en estar listos —advirtió el técnico.

—¿Has encontrado algo de interés?

—No, parece un robo de los corrientes. Quizá drogadictos.

—¿Alguna pista?

—Bueno, tenemos algunas huellas dactilares, pero, como es lógico, pueden pertenecer a Falk. Y a saber cómo lo comprobamos ahora que el cuerpo ha desaparecido.

—Lo encontraremos, tarde o temprano.

—Pues yo no estaría tan seguro. Si uno roba un cadáver no lo hace con otra intención que la de enterrarlo.

Wallander comprendió que Nyberg tenía razón. En ese momento lo asaltó otra idea, pero Nyberg se le adelantó.

—Estuve hablando con Martinson y le pedí que realizase una búsqueda de Tynnes Falk, pues no podemos excluir la posibilidad de que figure en nuestros registros.

—¿Y lo encontró?

—Sí, pero no tenemos sus huellas dactilares.

—¿Qué había hecho para merecer un puesto en los registros?

—Según Martinson, lo multaron por un delito de daños.

—¿Qué significa eso exactamente?

—Pregúntaselo a Martinson —barbotó el técnico iracundo.

Wallander finalizó la conversación cuando ya pasaban diez minutos de la una. Después de haber llenado el depósito, volvió a la comisaría, adonde llegó al mismo tiempo que Martinson.

—Nadie ha visto ni oído nada en absoluto —le adelantó Martinson mientras atravesaban el aparcamiento—. Pude localizarlos a todos. La mayoría son personas mayores que están en casa durante el día, salvo —una fisioterapeuta que tendrá tu edad, más o menos.

Wallander no pronunció palabra, sino que pasó a referirle su conversación con Nyberg.

—Mencionó un delito de daños. ¿Qué fue exactamente?

—Tengo los documentos en mi despacho. No sé, algo relacionado con unos visones.

Wallander lo miró inquisitivo, pero no hizo ningún comentario.

Ya en el despacho de Martinson, leyó el informe del registro. Se desprendía de dicho documento que en 1991 Tynnes Falk había sido detenido por la policía, justo al norte de Sólvesborg. En efecto, el dueño de un criadero de visones había descubierto una noche que alguien estaba abriéndole las jaulas. Entonces llamó a la policía, que acudió con dos coches patrulla. Por lo visto, había alguien más, pero sólo lo detuvieron a él. Llegado el momento del interrogatorio, lo confesó todo de inmediato y explicó que se oponía a que mataran animales para convertirlos en abrigos de piel. No obstante, negó rotundamente su pertenencia a ninguna organización y no consintió en revelar la identidad de las personas que lograron escapar aquella noche.

Wallander dejó el informe sobre la mesa.

—Vaya, pues yo pensaba que sólo los jóvenes se dedicaban a este tipo de actividades. En el año 1991 Tynnes Falk tenía más de cuarenta denuncias.

—Ya, bueno. En realidad, deberíamos apoyarlos —comentó Martinson—. Mi hija pertenece a una de esas organizaciones, Fáltbiologenia.

—Bueno, estudiar a los pájaros no es lo mismo que arruinar a los criadores de visones, digo yo.

—Sí, según dice, aprenden a sentir respeto por los animales.

Wallander estaba lejos de desear verse envuelto en una discusión en la que, sin duda, tendría todas las de perder, pero lo cierto era que se sentía profundamente desconcertado ante la idea de que Tynnes Falk se hubiese dedicado a liberar visones.

Poco después de la una y media se hallaban todos en la sala de reuniones. El encuentro fue breve. Wallander había planeado ofrecerles los resultados de sus reflexiones, Pero, en el último momento, decidió postergarlo. Era demasiado precipitado. Así pues, se despidieron a las dos menos cuarto. Hanson debía acudir a una entrevista con el fiscal. Martinson desapareció para refugiarse en sus ordenadores, mientras que Ann-Britt debía enfrentarse a una nueva visita a la madre de Eva Persson. Wallander, por su parte, fue a su despacho y llamó a Marianne Falk. Al cabo de un rato, saltó el contestador, pero, en cuanto dijo su nombre, ella misma contestó enseguida. Acordaron que se verían a las tres de la tarde en el apartamento de la calle de Apelbergsgatan. Wallander acudió al lugar con bastante antelación, y comprobó que Nyberg y sus técnicos ya se habían marchado. En la calle se vela un coche de policía aparcado ante el edificio. Cuando Wallander comenzó a subir la escalera, la puerta de aquel apartamento cuyo recuerdo deseaba borrar de su memoria se abrió de repente, Y allí, en el umbral, apareció una mujer a la que reconoció, o creyó reconocer, enseguida.

—Te he visto por la ventana —explicó ella con una amplia sonrisa—, y quería saludarte, pero no sé si te acuerdas de mí.

—Pues claro que me acuerdo —repuso Wallander.

—Ya, pero me prometiste que me llamarías y no lo hiciste.

Wallander no tenía noción de haberle hecho promesa alguna, pero no dudaba de que fuese cierto, pues bien sabía que, cuando estaba tan borracho como en aquella ocasión y se sentía atraído por una mujer, era capaz de prometer casi cualquier cosa.

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