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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (47 page)

La voz de Sonja Hókberg.

Wallander la reconoció en el acto. A Ann-Britt le llevó unos segundos identificarla.

«Volveré a llamar más tarde. Es muy importante. Volveré a llamar».

Tras el mensaje, el sonido del auricular al colgar.

Wallander logró dar con la tecla para guardar los mensajes antes de reproducirlo de nuevo.

—Bien. Ahora ya podemos estar seguros de que Sonja tenía contacto con el joven que vivía aquí. Ni siquiera dejó su nombre.

—¿Crees que ésta es la conversación por la que nos preguntábamos? ¿Qué ésta es la llamada que hizo cuando huyó?

—Con toda probabilidad.

Wallander fue a la cocina y, de allí, al lavadero, hasta llegar a la puerta del garaje. Al abrirla, comprobó que había allí un coche. Un Golf de color azul oscuro.

—Llama a Nyberg —ordenó el inspector—. Quiero que examinen este vehículo a conciencia.

—¿Será éste el coche que la condujo a su propia muerte?

—Quién sabe. En cualquier caso, no podemos excluir esa posibilidad.

Ann-Britt se dispuso a localizar a Nyberg por teléfono mientras Wallander proseguía con su examen en el piso de arriba. Había cuatro dormitorios, de los que tan sólo dos parecían haber sido utilizados: el de los padres y el del muchacho. El inspector abrió las puertas del armario de los padres, que estaba lleno de ropa bien colocada, cuando oyó los pasos de Ann-Britt en la escalera.

—Nyberg está en camino —anunció la colega.

Entonces, también ella comenzó a observar las distintas prendas.

—¡Vaya! —exclamó—. Esta gente tiene buen gusto. Y mucho dinero.

Wallander había encontrado una cadena de perro y un pequeño látigo de piel en el fondo del armario, que ahora mostraba a su compañera.

—Sí, y tal vez tengan también otros gustos no tan corrientes.—comentó reflexivo.

—Bueno, dicen que esas cosas están de moda —aseguró Ann-Britt resuelta—. Se ve que se folla mejor si te pones una bolsa de plástico en la cabeza y juegas a la danza de la muerte.

Wallander se sobresaltó, atónito ante la manera de expresarse de colega. De hecho, se sintió abochornado, aunque, por supuesto, nada dijo al respecto.

Dejaron la habitación de los padres para entrar en el dormitorio del muchacho, donde los sorprendió lo austero de la decoración: paredes limpias, una cama y un escritorio enorme sobre el que descansaba un ordenador.

—Esto tendrá que verlo Martinson —afirmó Wallander.

—Si quieres, puedo encenderlo.

—No, ya lo haremos luego.

Volvieron a la planta baja, donde Wallander se puso a revolver entre los papeles que halló en un cajón de la cocina, hasta dar con lo que buscaba.

—No sé si te diste cuenta, pero no había ninguna placa con el nombre en la puerta. Lo cual es, cuando menos, poco habitual. Pero aquí sí que hay algunos folletos publicitarios enviados a nombre de Haraíd Landahl, que debe de ser el padre de Jonas.

—¿Quieres que pidamos una orden de búsqueda? —inquirió ella—. Me refiero al chico.

—No, aún no. Primero hemos de averiguar algo más.

—¿Sospechas que fue él quien la mató?

—No es seguro, pero está claro que ese viaje suyo tan precipitado podría interpretarse como una tentativa de huida.

Mientras aguardaban la llegada de Nyberg, se dedicaron a revisar los cajones y los armarios. Ann-Britt encontró una serie de fotografías de una casa de nueva construcción en Córcega.

—¿Será allí adonde van los padres?

—Puede ser.

—Habría que preguntarse de dónde sacarán el dinero, ¿no?

—Por ahora, quien nos interesa es el hijo.

En ese momento, llamaron a la puerta. Nyberg y sus técnicos habían llegado y Wallander los condujo hasta el garaje.

—Huellas dactilares —ordenó—. A ser posible, algunas que coincidan con las que ya tenemos, por ejemplo, del bolso de Sonja Hókberg o del apartamento de Tynnes Falk. O del despacho de la plaza de Runnerstróms Torg. Pero, ante todo, quiero que busques indicios de si este coche ha estado en las proximidades de la central transformadora y de si Sonja Hókberg viajó en él.

—En ese caso, empezaremos por los neumáticos —decidió Nyberg.

Es lo más rápido. Supongo que recordarás que había una huella de neumático que no pudimos identificar.

Wallander aguardaba impaciente, pero a Nyberg no le llevó ni diez minutos proporcionarle la respuesta que él deseaba obtener.

—Pues sí, estas huellas coinciden —declaró el técnico, tras haberlas comparado con las fotografías tomadas en la central transformadora.

—¿Estás totalmente seguro?

—Por supuesto que no. Hay miles de neumáticos que son prácticamente iguales. Sin embargo, si te fijas en éste, el posterior izquierdo le falta aire. Además, el interior está muy desgastado, pues las ruedas no están bien equilibradas. Todo ello incrementa de forma decisiva las posibilidades de que se trate de este coche precisamente.

—En otras palabras, que sí estás seguro.

—Tanto como uno pueda estarlo.

Wallander salió del garaje. Ann-Britt estaba examinando la sala de estar, de modo que él se fue a la cocina. «¿Estoy haciendo lo correcto o debería pedir la orden de búsqueda de inmediato?», se preguntó. Impulsado por un repentino desasosiego, subió de nuevo a la planta superior, se sentó ante el escritorio del muchacho y miró a su alrededor. Entonces, se levantó y fue a mirar en el armario, pero nada de lo que allí vio llamó su atención. De puntillas, tanteó las baldas superiores y comprobó que no había nada en ellas. Regresó a la silla. Y allí estaba el ordenador. Movido por un impulso, levantó el teclado, pero tampoco allí encontró nada. Reflexionó un instante antes de salir al rellano y llamar a Ann-Britt, que entró con él en el dormitorio. Wallander señaló el ordenador.

—¿Quieres que lo encienda?

El inspector asintió.

—¿O sea, que no esperamos a Martinson?

Wallander percibió un inconfundible retintín irónico en su voz y se preguntó si no se habría ofendido antes, cuando él propuso que aguardasen al colega. Pero, en tal caso y en aquel preciso momento, no le importaba lo más mínimo que así hubiese sido. De hecho, ¿en cuántas ocasiones no se había sentido él mismo humillado durante todos los años que llevaba en la policía? Por otros colegas, por los delincuentes, por los fiscales y por los periodistas y, ¿cómo no?, también por «el público».

La agente se sentó ante el ordenador y pulsó el botón de encendido. El aparato emitió un sonido agudo y la pantalla se encendió-Cuando abrió el disco duro, aparecieron varios iconos.

—¿Qué quieres que busque?

—No lo sé.

Ella hizo clic sobre uno de los iconos, al azar. Pero, a diferencia de lo ocurrido con el ordenador de Falk, éste no opuso la menor resistencia. El único problema era que el fichero que acababa de abrirse estaba vacío.

Con las gafas encajadas, Wallander se inclinaba sobre el hombro de su colega.

—¿Qué significa eso? —inquirió.

—Que está vacío.

—O que lo han vaciado. Bueno, sigue.

Ella continuó, icono tras icono, pero siempre con el mismo resultado.

—¡Vaya! Es un tanto extraño —exclamó al fin—. Pero lo cierto es que aquí no hay nada de nada.

Wallander echó una ojeada en busca de algún disquete o de un disco duro adicional, pero no vio ninguno.

Ann-Britt tecleó en busca de la información sobre el contenido del ordenador.

—La última vez que se utilizó el aparato fue el 9 de octubre —anunció.

—Eso fue el jueves pasado.

Ambos agentes se miraron extrañados.

—¿Un día después de que se marchase a Polonia?

—SÍ nuestro vecino y detective privado está en lo cierto. Y yo estoy segura de que lo está.

Wallander se sentó en la cama.

—A ver, explícamelo.

—Bueno, por lo que sabemos, esto sólo puede significar dos cosas: o que el joven ha regresado, o que aquí ha estado husmeando otra persona.

—Y esa persona puede haber borrado toda la información del ordenador, ¿no es así?

—Sí, claro, sin la menor dificultad, puesto que este aparato no está protegido por ningún sistema de bloqueo.

Wallander se esforzaba por servirse de los escasos conocimientos y términos informáticos que, de forma del todo autodidacta, había logrado adquirir.

—¿Quiere eso decir que, de haber existido algún código de acceso, también habrían podido borrarlo?

—Naturalmente. Quien abrió el disco duro también pudo borrar el código.

—¿Y dejar el ordenador limpio?

—Así es, pero pueden quedar huellas —aseguró ella.

—¿A qué te refieres?

—Es algo que me explicó Martinson.

—¡Pues explícamelo tú a mí!

—Veamos. Si nos imaginamos que el ordenador es como una casa de la que sacamos todos los muebles, siempre quedarán señales. La pata de una silla puede haber dejado arañazos en el parquet, o la madera puede estar más o menos clara en las superficies sobre las que no haya incidido la luz del sol.

—Ya, como cuando quitamos un cuadro que ha estado colgado de la pared durante mucho tiempo, ¿no es eso?

—Exacto. Martinson decía que los ordenadores tienen un sótano en el que quedan los vestigios de lo que dejó de existir. En realidad, nada desaparece por completo, a menos que se destruya el disco duro. Es decir, que puede reconstruirse lo que se supone que ya no está; lo que se ha borrado sigue existiendo de alguna manera.

Wallander hizo un gesto con la cabeza.

—Bueno, sí, aunque no lo entienda, lo entiendo —afirmó—. Pero a mí lo que más me interesa en estos momentos es el hecho de que alguien haya utilizado el ordenador el día 9, hace nada.

La agente se volvió de nuevo a la pantalla.

—A ver, déjame que examine los juegos que tenía por aquí —pidió antes de empezar a activar aquellos iconos que no había tocado hasta entonce—. ¡Mira! Aquí hay un juego del que jamás había oído hablar —se extrañó—. La ciénaga de Jakob.

Ann-Britt hizo clic sobre el icono y movió la cabeza, decepcionada.

—Aquí no hay nada en absoluto. ¿Por qué habrán dejado el icono?

Decidieron entonces buscar por toda la habitación, por si encontraban algún disquete, pero no tuvieron éxito. Wallander tenía plena confianza en su intuición de que aquel acceso al ordenador con fecha del 9 de octubre podía resultar decisivo para la investigación. Alguien había hecho desaparecer el contenido del aparato, ya hubiese sido el propio Jonas Landahl u otra persona.

Finalmente, se dieron por vencidos. Wallander bajó al garaje y le pidió a Nyberg que diese una batida por toda la casa en busca de algún disquete. Aquél sería, le advirtió, su principal objetivo una vez finalizada la revisión del vehículo.

De nuevo en la cocina, se encontró con que Ann-Britt estaba hablando por teléfono con Martinson. Ella le pasó el auricular.

—¿Cómo va eso?

—Verás, Robert Modin es un caballero muy enérgico —explicó Martinson. A la hora de almorzar, se atiborró de una especie de empanada bastante curiosa, pero, cuando yo no había llegado ni a pedir el café ya quería volver manos a la obra.

—Ya, pero ¿tiene algún resultado?

—Él se empeña en que el número veinte es importante. Dice que aparece constantemente, de una forma u otra. Pero aún no ha logrado atravesar el muro.

—¿Y qué quiere decir eso?

—Es lo que dice él. Significa que no ha conseguido desbloquear las barreras. Aunque asegura que está persuadido de que se trata de dos palabras o de la combinación de una cifra y una palabra. Pero no me preguntes cómo ha llegado a esa conclusión.

Wallander le refirió brevemente dónde se encontraba y las novedades que se habían producido hasta entonces y, concluida la conversación, le pidió a Ann-Britt que fuese a hablar otra vez con el vecino para preguntarle si estaba totalmente seguro de la fecha y si no había visto a nadie merodear por la casa el día 9.

Ella obedeció mientras el inspector se acomodaba en el sofá, dispuesto a reflexionar. Sin embargo cuando, veinte minutos más tarde, ella regresó de sus pesquisas con el vecino, Wallander no había llegado a ninguna conclusión.

—¡Ese hombre lleva una especie de diario, con anotaciones! La verdad, es inaudito. ¿Es a eso a lo que puede aspirarse tras la jubilación? En fin, el caso es que está totalmente seguro de lo que dice: el joven se marchó el miércoles.

—¿Y el día 9?

—Nadie se acercó a la casa pero, claro está, ha admitido que tampoco se pasa el día entero pegado a la ventana de la cocina.

—Bien, pues ya sabemos algo —afirmó Wallander—. Pudo haber sido el chico, pero también otra persona. Lo único que hemos podido constatar es que todo esto sigue constituyendo un enigma difícil de descifrar.

Habían dado ya las cinco y Ann-Britt se marchó para ir a recoger a sus hijos, no sin antes ofrecerse a volver en algún momento de la noche. Wallander le prometió que la llamaría si se producía algún suceso inesperado o urgente.

Por tercera vez, volvió al dormitorio del muchacho, donde se agachó para mirar bajo la cama. Ann-Britt ya lo había hecho, pero él quena ver con sus propios ojos que no había nada.

Entonces, se tumbó en la cama.

«Supongamos que tenga algo importante escondido en la habitación», pensó. «Algo que quiere ver tan pronto como se despierta por la mañana». Wallander paseó la mirada por las paredes. Nada. Pero cuando ya estaba a punto de sentarse de nuevo, descubrió que la librería que había junto al armario estaba algo inclinada. Desde la cama se vela claramente, pero, al sentarse, comprobó que dejaba de percibirse la inclinación. Se acercó a la librería y se puso en cuclillas. La base del mueble estaba montada sobre dos cuñas apenas perceptibles. Tanteó con una mano debajo de la estantería. El espacio no podía ser mayor de tres centímetros, pero él notó enseguida que había un objeto bajo la última balda. Logró sacarlo y, al ponerlo a la luz, supo inmediatamente de qué se trataba: era un disquete. Aún no había alcanzado el escritorio cuando ya había marcado un número de teléfono en su móvil. Martinson respondió de inmediato. Wallander le explicó la situación y él tomó nota de la dirección. Robert Modin tendría que quedarse solo ante el ordenador de Falk por un tiempo.

Un cuarto de hora más tarde, Martinson se presentó en la casa. Encendió el ordenador e introdujo el disquete. Cuando apareció en la pantalla, Wallander se acercó para leer el nombre del archivo: La ciénaga defakob. Entonces recordó vagamente que Ann-Brítt había dicho que se trataba de un juego. Un profundo sentimiento de decepción le invadió enseguida. Martinson abrió el disquete, que no contenía más que un fichero. Había sido modificado por última vez el día 29 de septiembre. Martinson volvió a hacer clic.

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