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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (23 page)

«Eh-eh-eh-eh», le frenó Victor. «No se deduce eso. Estamos hablando de las sociedades humanas, ¿no?»

«¿Y?»

«Pues que no es una puta sociedad de perros o de gatos…»

«Un momentito. Lo que tú estás diciendo es que en nuestra sociedad los seres humanos son la especie más valorada, de modo que la inversión en la formación de la gente que se ocupa de atender a los seres humanos…»

«… tiene que ser mayor que la inversión y la formación que se da a la gente que se ocupa de los animales. Tiene que ser así, Gav.» Victor se volvió hacia Ormiston. «¿No es así, colega?»

«Sí, supongo que es un argumento válido», dijo distraídamente el dentista.

Gavin estaba sopesando aquello. Había algo que le enervaba. La forma en que la gente trataba a los animales era una pasada. Incluido él. Ni siquiera había dado de comer al puto gato. Había salido dos días seguidos y había olvidado la promesa que le había hecho a su madre: acercarse a su casa y darle de comer al gato. Su madre se había ido a Inverness a casa de su hermana. Estaba loca por el gato. Solía llamarle Gavin por equivocación, cosa que le dolía a su hijo más de lo que éste dejaba traslucir. Le entró un arrebato de culpa. «Oye, Vic, tengo que pirarme. Me acabas de recordar que le dije a mi madre que me acercaría a su casa a dar de comer al gato. Es lo último que le prometí.» Se levantó y Victor hizo otro tanto. Se dieron otro abrazo. «¿No me guardas rencor, eh, colega?»

«No, tío…, sólo espero que vuelva conmigo», dijo Victor cansinamente.

«Bueno, colega, ya sabes cuáles son mis sentimientos al respecto…», comentó Gavin con un gesto de la cabeza.

«Ya…, cuídate, Gav. El próximo sábado jugamos en casa. Aberdeen, eh. La copa.»

«Sí. Y en la práctica eso quiere decir que la temporada termina la semana que viene si no contamos la batalla contra el descenso.»

«Es un curro muy duro, pero alguien tiene que hacerlo, colega. Nos vemos en el Four-in-Hand.»

«Vale.»

Gavin dio media vuelta y salió del pub. Subió la colina a pie a la altura de Hanover Street, o Hangover Street,
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como también se la conocía. Los efectos del MDMA empezaban a bajar y lo recorrió un escalofrío, a pesar de que no hacía frío. Sacó una entrada de una noche de fiesta de un club del bolsillo. Escrito en él estaba el nombre SARAH y un número de teléfono de siete cifras. Debería poder llamar a aquel número sin más. Era amor. Lo era. No debería tener que existir un lugar y un momento ideales para expresarlo. Debería suceder sin más.

Vio una cabina. Dentro había una mujer asiática. Quería que terminara de hablar. Más que nada en el mundo. Entonces notó que el corazón le latía aceleradamente. No podía hablar con ella en ese estado; volvería a meter la pata. Quiso que la conversación de aquella mujer durara para siempre. Entonces ella colgó. Gavin se apartó y echó a andar por la calle. Ahora no era el momento. Ahora era el momento de acercarse a casa de su madre y dar de comer al gato Sparky.

Miami soy yo

Para Dave Beer

1

Mientras sorbía su té helado sentado en aquel jardín exuberante los ojos de Albert Black estaban resplandecientes. La fauna y la flora de aquella zona tropical le eran ajenas; antes de echar a volar, un pájaro negro y rojo pió una advertencia desde su posición estratégica en un eucalipto. Black especuló fugazmente en torno a signos, aunque la noción del augurio era demasiado papista, demasiado pagana para su gusto, antes de regresar a las palmeras que cimbreaban entre la fresca brisa. Esto condujo la línea de su visión hacia el azul eléctrico de Biscayne Bay y, más allá, hasta los rascacielos del centro de Miami, que resplandecían con gran desparpajo al sol de la mañana. Aquellos majestuosos edificios se le antojaban de mal gusto. A pesar del fervor de sus telepredicadores y sus políticos forzosamente piadosos, Estados Unidos le parecía el país más impío que había visitado jamás. Cuando echó un vistazo al nuevo e incipiente distrito financiero, recordó vagamente la estela de magnesio del primer Apolo al despegar por allí cerca rumbo a la luna, alejándose cada vez más del cielo durante todo el trayecto.

Al levantar el vaso de té, Black se vio reflejado en él. Pese a su avanzada edad, su rostro había conservado su estructura huesuda y angulosa, así como su tez pálida. A ambos lados de su cabeza crecía una incipiente barba canosa, y su curtida calva resplandeciente era rosada. Se fijó en su sello personal, sus gruesas gafas negras, posadas sobre una nariz aguileña. Cubrían unos ojos pequeños y oscuros que seguían lanzando chispas belicosas, pese a que su patetismo también inspiraba compasión. Pero ahora él era el único que podía ofrecérsela, y no cabía duda de que aquello no iba con su forma de ser. Desterró la debilidad de su expresión facial contrayendo la boca y depositando el vaso sobre la mesa de hierro forjado del jardín.

El problema que suponía preparar a William y a Christine para ir a la iglesia. Todos los domingos igual: las largas, el dejarlo para más tarde. Nadie, ni siquiera Marion, parecía entender de verdad la importancia de la puntualidad ni cómo teníamos que dar buen ejemplo. Ser maleducados con Dios llegando tarde a Su casa era inadmisible. La impuntualidad en general era una maldición, una forma de robar y dilapidar el tiempo…

Notó cómo la ya familiar fuerza maligna se abría paso en su interior y le hizo frente, sin poder hacer otra cosa que cerrar unos dientes sobre otros: aquel terrible ardor interno. Siempre era más fuerte cuando se despertaba para afrontar un nuevo día a regañadientes y quedaba saboteado por el cruel impacto de la esperanza de que de algún modo ella acabaría por volver.

Pero Marion se había ido para no volver.

Su muerte había puesto fin a cuarenta y un años de matrimonio y lo mejor que tenía había sido destruido. Había contemplado con impotencia cómo el cáncer la iba consumiendo y ahuecando, devorándola por dentro. Albert Black se asomó a la bahía. Podría haber sido un náufrago, luchando desesperadamente por mantenerse a flote en sus aguas, como hacía en ese momento, rodeado de aire espeso y cálido. No quedaba nada; hasta sus principios elementales y su fe vacilaban.

¿Por qué Marion? ¿Por qué, Señor?

Pero ¿cabía esperar que Dios fuera justo? ¿Acaso eso no era una mera muestra de la vanidad de quienes pretenden ocupar un lugar que no les corresponde? ¡Qué presunción cifrar nuestras esperanzas en la justicia individual cuando estábamos bendecidos por el hecho de formar parte de algo más grande e inmortal!

¿O no?

¡Sí! ¡Perdóname por dudar, oh, Padre!

El pájaro había regresado, y miró a Black con su agudo ojo antes de ponerse a trinar con saña redoblada.

«Sí, amigo, te oigo.»

Sí. Somos muy lentos a la hora de pensar en la justicia en relación con otras especies de este planeta, pero de lo más piadosos cuando poderes superiores a los nuestros interfieren con nuestra mortalidad.

El pájaro pareció satisfecho con esa respuesta y levantó el vuelo.

Pero Marion…, ¡con la de pecadores que hay en el mundo y Él me privó de ti!

Daba igual cuánta indignación veterotestamentaria intentase acumular el desprecio de Albert Black por lo que consideraba la desamparada debilidad de su especie: siempre se le aparecía la imagen del rostro de Marion. Incluso estando ausente, su elegancia tenía el don de atenuar su rabia. Pero desde su muerte se había visto forzado a asimilar una lección dolorosa, si bien agridulce: siempre se había tratado de ella, no de Dios. Ahora se daba cuenta. Había sido el amor de Marion, no su fe, lo que le había purificado y salvado. Lo que le había redimido. Lo que había dado sentido a su vida.

Siempre la había visto joven, igual que cuando se conocieron aquella tarde de domingo fría y borrascosa en la iglesia, en Lewis. Y ahora, después de que ella hubiera desaparecido, había acusado la deserción de otro compañero vitalicio. Daba igual qué capítulos y versos de las Sagradas Escrituras recitase o qué salmos repitiera de memoria; por más que intentase canalizar su rabia contra el prójimo, sobre todo contra los no creyentes, los escépticos, los judas y los falsos profetas, Albert Black tenía que reconocer que sentía ira contra el Creador por la ausencia de Marion.

Distanciado de su hija, Christine, que vivía en Australia, Black había descubierto que haber venido a vivir a Florida con lo que quedaba de su familia le había ofrecido mucho menos consuelo de lo que había imaginado. Su hijo, William, era contable, una profesión noble y tradicional para un protestante escocés. Pero trabajaba para la industria cinematográfica. Black siempre había asociado aquel escabroso negocio con California, pero William le había explicado que ahora para sacar partido de las ventajas fiscales y del clima algunos de los principales estudios tenían sucursales en Florida. No obstante, para él estaba claro que su hijo había adoptado algunos de los decadentes símbolos de aquella industria tan vil.

Bastaba con fijarse en aquella casa y su repugnante opulencia. La vivienda, de estilo caribeño, iluminada de manera teatral y situada junto a los muelles, las ventanas a prueba de balas que brotaban de los suelos de madera noble y baldosas hasta los techos de más de dos metros y medio de altura, los cinco dormitorios con cuartos de baño propios y vestidores de una generosidad y espaciosidad que los convertía en habitaciones por derecho propio. La cocina, con sus encimeras de piedra y sus accesorios de diseño: nevera/congelador, electrodomésticos de acero inoxidable y lavadora-secadora. (William había dicho que era italiana. Albert había respondido que no le constaba que las trascocinas tuvieran nacionalidad.) Cinco lujosos cuartos de baño, todos ellos provistos de encimeras de mármol, bañeras y duchas, retretes y bidés. El más grande, que estaba en el dormitorio principal que William compartía con su esposa, Darcy, contenía una gran bañera de hidromasaje colocada sobre una plataforma, y estaba claramente destinado al disfrute de más de una persona; era papista en su decadencia. Una sala de fitness con aparatos de ejercicio de último modelo, un despacho y una biblioteca, así como una bodega de vinos con botelleros especiales. Fuera, un jardín trasero de varios niveles con lujosos juegos de agua y acceso directo a la bahía, dotado de un atracadero donde estaba amarrado un barco de considerables dimensiones y un garaje de cuatro plazas del mismo tamaño que el viejo hogar familiar de Edimburgo. Cuando William hablaba por teléfono con sus socios y amigos, a su padre le daba la impresión de que lo hacía en otro idioma.

La esposa de William, Darcy (Black tenía que luchar constantemente para apartar de su mente imágenes de ella y de su hijo retozando desnudos en aquel cuarto de baño), había sido una joven encantadora, todo lo que se podía desear en una nuera. Se acordaba del momento en que su hijo les presentó en su vieja casa de Merchiston a la joven estudiante norteamericana, tímida y recatada, temerosa de Dios por encima de todo, hacía ya una veintena de años. Darcy había ido allí como estudiante de intercambio, y se suponía que era una cristiana devota. Pero ¿cuántas veces, reflexionó, la había visto desde el día en que se conocieron? Quizá media docena. Ya entonces estaba sobreentendido que cuando ella y William terminaran la carrera, se casarían y se irían a vivir a los Estados Unidos.

Ahora Darcy parecía otra: brusca, ladina, autoritaria y sofisticada. La oía reírse socarronamente con sus amigas, que venían a verla y a beber alcohol de día. Cuando hablaban, de una forma que a Black le daba náuseas, de las porquerías que compraban, y que parecían adquirir no por su utilidad sino única y exclusivamente para poseerlas, sus estridentes carcajadas ofendían sus oídos.

Albert Black no consideraba apropiado expresar lo violento que se sentía. Al fin y al cabo, cuando acudió a recogerle al aeropuerto, William le informó inmediatamente de que ya no iban a la iglesia. Era evidente que su hijo le había dado vueltas a aquella declaración; se notaba que la había ensayado. Por supuesto, le había dorado la píldora: sostenía que en Miami la Iglesia de Escocia no era apropiada y que las iglesias evangélicas protestantes estadounidenses estaban plagadas de egocéntricos y falsos profetas. Pero Albert Black se asomó a los ojos grises de su hijo y vio en ellos la traición.

Black no tenía relación alguna con su nieto adolescente, Bill. Durante la infancia del muchacho se había esforzado, intentando incluso llegar a comprender el béisbol, pero ¿cómo podía tomarse en serio a un país cuyo deporte nacional era el
rounders?
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Cuando le visitaron en Escocia le llevó al fútbol y le gustó. Pero ahora Billy era mayorcito. La chica que venía por casa era mexicana o algo así. Se lo habían dicho pero no se acordaba. Lo que sí se le quedó grabado era su mirada severa y aquella artera sonrisita que siempre lucía. Era bonita, cierto, pero tenía pinta de fulana. Para un joven una chica así siempre significaba problemas. ¡Y la música que escuchaban! Sin duda era una farsa llamar música a aquel estruendo tosco y monótono que salía continuamente de la habitación del sótano. Billy parecía tener el usufructo exclusivo de aquel enorme espacio diáfano del tamaño de la planta de la casa. Había estupendos dormitorios vacíos entre los que elegir pero él vivía como un topo. A William y a Darcy no parecía molestarles, y ni siquiera parecían oír aquel continuo ruido cacofónico. Pero también era cierto que la mayor parte del tiempo estaban fuera. Recordaba que cuando hizo la gira inaugural de la casa, farfullaron algo acerca de que Billy necesitaba intimidad.

Así que al cabo de dos semanas en el «Sunshine State», decididamente había tenido poco contacto humano. Ahora la rutina de Albert Black consistía en pasarse el día entero sentado a la sombra al fondo del jardín que daba a la bahía, leyendo la Biblia y esperando a que su familia volviera a casa. Darcy preparaba algo de cenar y bendecían la mesa, cosa que a él se le antojaba algo artificioso que hacían única y exclusivamente porque él estaba allí. Después daba un breve paseo antes de que anocheciera y se sentaba ante el monstruoso televisor de pantalla de plasma antes de acostarse, completamente agotado y con la cabeza retumbándole por los mil canales de anuncios con tajadas de programación televisiva intercaladas a modo de lonchas metidas en un bocadillo.

Acostarse.

Ése era su latiguillo: creo que voy a acostarme.

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