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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Col recalentada (20 page)

«¿Qué pasa?», gimió él con amodorrada petulancia, como una criatura enfrentada a otra de más edad y con los ojos puestos en sus golosinas.

Sarah se llevó la mano a la mandíbula y exploró con la lengua el fondo de su boca. Un espasmo de agudo dolor atravesó la sensación de molestia generalizada de baja intensidad. «Ufffff…», gimió.

«¿Eh?», la espoleó Gavin, con los ojos cada vez más abiertos.

«Tengo dolor de muelas», dijo ella. Hablar dolía, pero en cuanto terminó de hacerlo, se dio cuenta de que era insoportable.

«¿Quieres un paracetamol?»

«¡Quiero un puto dentista!», saltó ella, agonizante, sujetándose la mandíbula para contribuir al esfuerzo. Eso era lo peor que tenía esta clase de dolores: parecían sacar fuerzas de ese primer reconocimiento de lo mucho que dolía. Ahora le dolía tanto como era capaz de imaginar que pudiera doler algo.

«Sí…, eh, vale…», dijo Gavin, levantándose. El dolor de muelas, recordó; ella lo había mencionado anoche. Entonces parecía ser leve, pero ahora debía de estar haciéndose sentir. «Voy a ver si encuentro un número. Tendrá que ser alguno que esté de guardia, hoy es domingo, ya sabes.»

«Necesito un dentista y punto», aulló ella.

Gavin se sentó en una silla y empezó a hojear una guía de servicios Thomson Local. Al lado había un bloc baqueteado que contenía números y algunos garabatos. Había rodeado con un grueso círculo el visible letrero donde se leía DAR DE COMER A SPARKY. El gato de su madre. Había dicho que lo haría. El pobre hijo de puta debía de estar muriéndose de hambre.

Encontró un número en la guía y lo marcó. El libro se cerró de golpe. El gato de la portada de la guía parecía estar juzgándole en nombre de Sparky.

Después apareció una voz al otro lado de la línea.

Tenía una pinta rara, allí sentado desnudo, pensó Sarah, hablando con el dentista o con una recepcionista. Su polla circuncidada. Era la primera vez que había estado con un tío que tenía la polla circuncidada, la primera vez que había visto una siquiera. Tenía ganas de preguntarle por qué lo había hecho. ¿Motivos religiosos? ¿Higiénicos? ¿Sexuales? Había leído en revistas que las mujeres disfrutaban más del sexo con una polla circuncidada, pero ella no había notado ninguna diferencia. Le preguntaría…

Un espasmo de dolor.

El puto dolor…

Gavin seguía hablando por teléfono. «Sí, es urgente. No puede esperar de ninguna manera.»

Sarah levantó la vista y se alegró de estar con Gavin; era muy positivo, no titubeaba, había antepuesto resueltamente sus necesidades en aquella situación… Intentó enviarle algún mensaje de agradecimiento, pero sus miradas no se cruzaron y el pelo le tapaba la cara.

«Entonces es el 25 de Drumsheugh Gardens, ¿no? A las doce. ¿No puede ser antes? De acuerdo…, muy bien, gracias.»

Colgó el auricular y levantó la vista para mirarla. «Pueden verte dentro de una hora en el New Town. Era el primero de los que están de guardia que podía salir para la consulta. Si salimos ahora podemos parar en Mulligan’s y tomar algo. ¿Crees que podrías tragarte un paracetamol?»

«No lo sé…, sí. Sí podría.»

«Anoche tragaste pastillas de sobra», dijo Gavin con una carcajada.

Sarah intentó sonreír, pero le dolía demasiado. Consiguió, eso sí, tragarse una pastilla y salieron a la calle. Sarah se desplazaba con determinación y empeño, Gavin sumido en una tensa simbiosis.

El brillante sol de otoño les irritaba los ojos mientras recorrían Cockburn Street. Gavin se fijó en la placa que llevaba el nombre de la calle, Cockburn Street. Pese a que se pronunciaba Coburn, Gavin era consciente de la sensación de escozor en los genitales.
[23]
Miró a Sarah, que se había apartado la mano de la cara. Era una puta preciosidad, de eso no había duda. Ni siquiera quería mirarle las tetas o el culo ni nada, aunque lo tenía todo bonito que te cagas, como había podido comprobar anoche, pero ahora quedaban eclipsados por su ser. Cuando sientes la esencia, no visualizar las partes constituyentes, pensó Gavin, entonces sabes que te estás enamorando. Coño, ¿cuándo había sucedido? Quizá mientras hablaba por teléfono. ¡Con estas cosas nunca se sabía! ¡Hostia puta! ¡Sarah!

Sarah.

Quería cuidar de ella, ayudarla a pasar aquello.

Intentar estar ahí con ella, sin más. Por ella.

Gavin x Sarah.

A lo mejor debería cogerla de la mano. Pero se estaba precipitando. ¡Acababa de follársela de todas las maneras, por Dios! ¿Por qué no podía cogerla de la mano? ¿Qué coño pasaba en este mundo de mierda? ¿Cómo habíamos llegado a ser tan perversos que coger de la mano a una chica de la que estabas enamorado era un asunto de mayor calado que follártela en plan perrito en el sofá?

¿Y qué hacía él diciendo que fueran a Mulligan’s? Toda la panda estaría allí, todavía de fiesta y procurando que no decayera; habría quien estaría comprando más pastillas. Algunos seguramente habían estado en el Boundary Bar desde las cinco de la mañana. Gavin intentó distanciarse de una creciente inquietud pensando altaneramente que tenía toda la química que necesitaba: la química natural del amor. Cada vez se odiaba más a sí mismo. No conseguía librarse de aquella sensación. Era como un dolor de muelas. ¿Tan hijo de puta era él que quería exhibirla en Mulligan’s como un trofeo? ANOCHE ME FOLLÉ A SARAH MCWILLIAMS. No, la cosa no era así; sólo quería que el mundo entero supiera que eran, como suele decirse, pareja. ¿Pero lo eran? ¿Qué pensaba ella?

A lo mejor debía cogerla de la mano sin más.

Sarah pensaba
dentista dentista dentista.
Los pasos que había que dar, las calles que había que atravesar a fin de cerrar la aterradora distancia entre el dolor y el tratamiento. Por el camino había una rotonda horrorosa e infestada de coches. No sabía si podía atravesarla. El tráfico parecía ralentizarse y acelerarse, jugar contigo al gato y al ratón, retándote a que intentaras cruzar. Se debía al mero hecho de la forma en que bajaban por la empinada colina. Pero la atravesaron enseguida. Era domingo. Más tranquilo. Después llegó Princes Street y luego Mulligan’s. ¡No podía meterse en Mulligan’s! ¿En qué coño pensaba? Pero allí estarían Louise y Joanne. Ellas la acompañarían. Mulligan’s, sí.

Entonces notó que él la cogía de la mano. ¿Qué estaba haciendo?

«¿Estás bien?», preguntó él, con la preocupación dibujada en el rostro con los gruesos trazos de un lápiz de colores empuñado por un niño. Las expresiones de sinceridad en hombres a los que no conocía muy bien siempre le habían resultado dolorosas. Había algo tan obvio en Gavin, tan sobreactuado, no tanto de alguien falso como de alguien que nunca ha llegado a sentirse cómodo consigo mismo y…

¡AGHHH!

Una punzada de dolor más intensa, dolor auténtico; ahora era ella quien le apretaba la mano a él.

«No te preocupes, enseguida estaremos allí. Sí que lo estás pasando mal, ¿verdad?», preguntó Gavin. Por supuesto que sí. Tendría que haberse callado. Inoportuno, ése era él, completamente inoportuno. Sus amigos eran inoportunos. Sus amigos.

Ahora nunca veía a Renton; nadie le veía; tampoco veía mucho a Begbie —y menos mal, joder— ni a Sick Boy ni a Nelly ni a Spud ni a Segundo Premio. El núcleo de los amigos con los que había crecido se había evaporado cuando pasaron de ser una piña a convertirse en estrellas de sus psicodramas particulares. A todo el mundo le acababa pasando. Pero ellos eran inoportunos. Los jefes del Instituto Nacional de Empleo no tenían amigos como ellos. Sus subordinados quizá, en algún momento, antes de decir basta, pero los jefes nunca han tenido amigos como ésos. Ningún jefe ha tenido jamás un amiguete como Spud Murphy. ¡Él nunca llegaría a jefe! ¡Estaba desacreditado por amistades que ya ni siquiera tenía! Le habían dejado marcado, sin embargo. Eso se manifestaba en su consumo excesivo de alcohol, en entrar a trabajar descaradamente bolinga los lunes. Pero eran los martes los que acababan con uno. Se puede aguantar todo el lunes con cierto pedo, sobre todo si en el cuadro del fin de semana figuraron otras drogas, pero el martes siempre te daba el bajón. Y ellos lo notaban. Siempre lo notaban. Tenían que haberlo notado a lo largo de los años. Para eso estaban. Así que de jefe nada. Quizá no debería haber seguido siendo un golfo de fin de semana. Quizá debería haber trabajado a jornada completa, como los demás, pensó amargamente.

Sarah ni siquiera se había molestado en responder, porque aquello era un infierno y no podía ser peor, pero a pesar de eso estaba empeorando; estaba empeorando mucho, porque había captado la presencia de alguien. La presintió antes de verle. Era él.

Mientras atravesaban Market Street Sarah levantó la vista, porque Victor venía hacia ellos. Su rostro amargado y duro, su clásica expresión de ensimismamiento, que dio paso primero a una expresión de incredulidad y luego a otra de dolor e indignación, cuando les vio acercarse cogidos de la mano.

Gavin también había visto a Victor. Obedeciendo a un instinto de culpa que ambos lamentaron, separaron rápidamente las manos. Pero lo de Victor y ella había terminado, y tarde o temprano tendría que enterarse. Victor le caía bien; eran amigos. Habían bebido juntos, se habían divertido juntos, y habían ido juntos al fútbol. Siempre en compañía de otra gente, es cierto, pero durante el tiempo suficiente a lo largo de años para convertirlos en algo más que simples conocidos. Y a Gavin le caía bien, de verdad. Sabía que Vic era lo que su padre habría dicho un hombre de los de antes, lo que a Gavin le parecía una especie de eufemismo por omisión para «la clase de tío que quizá no haría muy feliz a una chica en el marco de una relación». Pero a Gavin le caía bien. Vic tenía que enterarse de lo suyo con Sarah en algún momento. Lástima que no hubiera sido un poco más adelante.

«Hola», dijo Victor, con las manos apoyadas en la cadera.

«Hola, Vic», dijo Gavin mientras asentía con la cabeza. Miró a Sarah, y luego a Victor, que seguía en aquella postura de pistolero.

Sarah cruzó los brazos sobre el pecho y miró para otro lado.

«¿Saliste anoche?», preguntó Gavin con tibieza.

«Ya veo que tú sí, ¿no?», dijo Victor, dirigiendo a Gavin una mirada despectiva de arriba abajo antes de encararse con Sarah. La mirada de odio de Victor la inflamó tanto que por un instante olvidó el dolor de muelas.

«Yo a ti no tengo nada que decirte», farfulló.

«¡Pues a lo mejor yo a ti sí!»

«Oye, Vic», dijo Gavin, «tenemos que ir al dentista…»

«¡Tú cierra la puta boca, donjuán!», exclamó Victor señalando con un dedo a Gavin, que se quedó lívido. «¡Como te salte los putos dientes sí que vas a tener que ir al dentista!»

Gavin sintió desbordarse el miedo en su interior. Pero una parte de su mente obraba con frialdad, lejos de lo que sucedía a su alrededor. Pensó que debía golpear a Victor primero para impedir que le golpeara él. Pero se sentía un poco culpable. Y también había que pensar en el instinto de conservación. ¿Podría con Victor? Era dudoso, pero poco importaba el resultado. ¿Qué querría Sarah? Ésa era la pregunta: el dentista. Tenían que llegar al dentista.

«¡Ésa es tu respuesta para todo, ¿no?!, gritó ella, entornando ojos y nariz.

«¿Cuánto lleváis así? ¿Eh? ¡¿Cuánto tiempo llevas viéndote con este cabrón?!», exigió saber Victor.

«¡Lo que yo haga a ti ni te va ni te viene!»

«¡¿Cuánto, joder?!», rugió Victor, dando un paso al frente, cogiéndola por el brazo y zarandeándola.

Gavin se abalanzó sobre él echando la cabeza de Victor hacia atrás al golpearle en la mandíbula; se tensó, listo para rematar. Victor se tapó la cara con una mano y levantó la otra, indicándole a Gavin que no continuara. De su boca caían al pavimento gotas de sangre.

«Lo siento, Vic…, tío, lo siento…» Gavin estaba confuso. Había golpeado a Victor. A un amigo. Primero se folla a la chica de su amigo y luego le sacude por mosquearse. Era una pasada. Pero quería a Sarah. Que Victor la agarrara así, que le hubiera puesto las manos encima alguna vez, que le hubiera metido la
polla.
Joder. Esa gran polla sudorosa y fea, que se sujetaba lánguidamente cuando meaba a su lado en los servicios de la tribuna Este, expulsando la orina turbia, estancada y llena de éxtasis. Se le torció el gesto con una beligerancia beoda que anunciaba al mundo entero que estaba de fin de semana
destroyer.
Era excesivo, la idea de que sus pollas hubieran estado en el mismo sitio, en el precioso, precioso coño de Sarah; no, coño no, pensó, qué palabra tan horrorosa para describir su maravilloso coño. Dios, qué ganas tenía de matar al cabrón de Victor, borrar hasta su último rastro del planeta…

Sarah quería llegar al dentista. Quería llegar ya. Se fue calle abajo. Gavin y Victor salieron tras ella al mismo tiempo. Los tres fueron dando tumbos por la calle sumidos en un silencio confuso y tenso y entraron juntos en la consulta.

«Hola…», dijo el dentista, el señor Ormiston. «¿Van todos juntos?»

Era un hombre alto y delgado, con el rostro rubicundo y una mata de pelo blanca y ondulada. Tenía unos grandes ojos azules, magnificados por las gafas, lo que le daba cara de loco.

«Yo vengo con ella», dijo Gavin.

«¡Con ella vengo yo!», saltó Victor.

«Bien, pues si no les importa, esperen aquí los dos. Venga por aquí, pobrecita mía», dijo el señor Ormiston con una benévola sonrisa de oreja a oreja mientras hacía pasar a Sarah a la consulta.

Gavin y Victor se quedaron en la sala de espera.

Guardaron silencio durante un rato, hasta que lo rompió Gavin. «Oye, tío, siento lo de antes. No nos veíamos a tus espaldas. Simplemente volvimos juntos a casa anoche.»

«¿Te la has follado?», preguntó Victor en tono grave y feo. Se le estaba hinchando un lado de la mandíbula. Se había mordido la lengua y le bajaba sangre por la garganta. Victor estaba flotando en el pozo de su propia miseria, sondeando su profundidad y comprobando a qué distancia estaba de la orilla.

«Eso a ti ni te va ni te viene», respondió Gavin, notando cómo volvía a inundarle la ira.

«¡Es mi chica, joder!»

«Mira, tío, entiendo que estés cabreado, pero no es tu chica. Tiene criterio propio y lo vuestro se acabó. Se acabó, ¿lo entiendes? Por eso estuvo conmigo anoche, ¡porque lo vuestro se acabó!»

El gesto contraído de Victor dio paso a una sonrisa recelosa. Miró a Gavin de otra forma, como si el tipo lamentable, el imbécil, fuera él.

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