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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (8 page)

—Sí, por cierto, con los cerebros y los dedos. Pero no con sus cuerpos; no han hecho un «verdadero» trabajo en metro-kilogramos. Y con eso es con lo que tendremos que habérnoslas, si vamos a explorar Rama.

—Bueno: ¿podemos hacerlo?

—Sí, mientras procedamos con cautela. Karl y yo hemos elaborado un plan bastante prudente, basado en el supuesto de que podamos prescindir de toda forma de respiración artificial debajo del segundo nivel. Desde luego, eso constituye un increíble golpe de suerte, y cambia por completo el panorama logístico. Aún no he logrado acostumbrarme a la idea de un mundo con oxígeno... De modo que sólo necesitaremos proveernos de alimentos, agua, y termotrajes, y ya estaremos listos para la acción. El descenso será fácil; parece que podremos deslizamos la mayor parte del tiempo por esa muy conveniente baranda.

Norton asintió.

—Ya he puesto a Chips a trabajar en un trineo con freno de paracaídas. Aunque no es cuestión de arriesgarlo para la tripulación, podemos usarlo para transportar la carga y el equipo.

—Perfecto; ese medio de transporte hará el viaje en diez minutos. De otro modo nos llevaría como una hora. El tiempo de ascenso resulta más difícil de calcular. Me gustaría concederle más de seis horas, incluidos dos períodos de descanso de una hora. Más adelante, a medida que vayamos adquiriendo experiencia y desarrollemos algunos músculos, podremos abreviar ese lapso en forma considerable.

—¿Qué hay de los factores psicológicos? —inquirió Norton.

—Son muy difíciles de determinar, en un ambiente tan nuevo. La oscuridad puede llegar a ser el mayor problema.

—Pondré proyectores en el cubo. Además de sus propias lámparas, todos los grupos que andan por ahí serán seguidos por un haz de luz.

—Excelente. Eso significará una gran ayuda.

—Hay otro punto a considerar —prosiguió Norton— ¿Seremos prudentes y enviaremos a un grupo sólo hasta la mitad de la escalera y de regreso, o ya, en el primer intento, haremos el viaje hasta el final?

Laura movió la cabeza.

—Si dispusiéramos de mucho tiempo, yo votaría por la prudencia. Pero el tiempo apremia, y no veo que haya peligro en seguir hasta el final... y echar una mirada en torno cuando lleguemos allí.

—Gracias, Laura, eso es cuanto deseaba saber. Pondré en seguida a mi segundo a trabajar en los detalles. Y ordenaré que todos los hombres se sometan a la fuerza centrífuga veinte minutos diarios a medio «g»
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. ¿Te parece bien?

—No. Es punto 6 «g» allá abajo, en Rama, y yo quiero un margen de seguridad. Hazlo tres cuartos de punto.

—¡Epa!

—Durante diez minutos...

—Bueno, eso ya está mejor.

—Dos veces por día.

—Laura, eres dura y cruel. Pero hágase tu voluntad. Daré órdenes antes de la comida. Eso quitará el apetito a unos cuantos.

Era la primera vez que el comandante Norton veía a Karl Mercer ligeramente incómodo. Karl había pasado veinte minutos discutiendo los problemas logísticos con su competencia habitual, pero era evidente que algo le preocupaba. Su capitán, que creía saber de qué se trataba, aguardó pacientemente a que pusiera la cuestión sobre el tapete.

—Jefe —dijo Mercer por fin—, ¿estás seguro de que debes ir a la cabeza de esta expedición? Si algo va mal, yo soy mucho más prescindible. Y soy quien más se internó en Rama hasta ahora... aunque no hayan sido más que cincuenta metros. —asintió Norton—. Pero ya es hora de que el comandante se ponga al frente de sus tropas y ya hemos decidido que no hay mayores riesgos en este nuevo viaje que en el anterior. Al primer asomo de dificultades, subiré por esa escalera lo bastante rápido como para calificarme para la próxima Olimpíada Lunar.

Esperó otras objeciones que no llegaron, aunque Mercer parecía seguir disgustado. Le tuvo lástima, y agregó con suavidad:

—Y apuesto a que en este caso Joe llegará arriba antes que yo.

El hombrote se calmó y una lenta sonrisa se extendió por su cara.

—De todas maneras, Bill, me gustaría que llevaras a alguien más.

—Yo quería a un hombre que hubiera estado antes allí abajo, y no podemos ir tú y yo. En cuanto a Herr Doctor Profesor Sargento Myron, Laura dice que aún tiene dos kilos de sobrepeso. Ni siquiera afeitarse esos bigotazos le ha servido para rebajar.

—¿Quién es el tercero del grupo?

—Aun no lo he decidido. Eso depende de Laura.

—Ella quiere ir.

—¿Y quién no? Pero si su nombre figura a la cabeza de su propia lista de candidatos, entraré en sospechas.

Mientras Mercer reunía sus papeles y se alejaba de la cabina, Norton tuvo conciencia de una leve punzada de envidia. Casi el total de la tripulación —alrededor de un ochenta y cinco por ciento, según sus cálculos— había elaborado alguna especie de ajuste emocional para sus vidas en el espacio. Él sabía de naves cuyos capitanes habían hecho otro tanto, pero no era ése su caso.

Aunque la disciplina en el
Endeavour
se basaba sobre todo en el mutuo respeto entre hombres y mujeres altamente entrenados e inteligentes, el comandante necesitaba algo más para afirmar su posición. Su responsabilidad era única, y exigía cierto grado de aislamiento, aun de sus amigos más íntimos. Cualquier vinculo particular podía perjudicar la moral de la tripulación, ya que sería casi imposible eludir las sensaciones de favoritismo.

Por esta razón, los lazos de amistad o sentimentales entre personas separadas por más de dos grados de rango, eran firmemente desalentados; pero, aparte de eso, la única regla que gobernaba la conducta sexual a bordo era: «Haga lo que quiera, mientras no lo haga en el corredor y asuste a los monos».

Había cuatro superchimpancés a bordo del
Endeavour
, aunque en rigor la denominación era incorrecta porque la tripulación no humana de la nave espacial no provenía de esa especie de mono antropomorfo de la Tierra. En la gravedad cero, una cola prensil significa una enorme ventaja, y todos los intentos para proveer de ella a los humanos habían concluido en incómodos fracasos. Después de resultados igualmente insatisfactorios con los grandes antropoides, la Corporación Superchimpancé había recurrido finalmente al reino de los monos.

Blackie, Blondie, Goldie, y Brownie, tenían árboles genealógicos cuyas ramificaciones incluían a los monos más inteligentes del Viejo y Nuevo Mundo, más genes sintéticos que jamás habían existido en la naturaleza. Su crianza y educación habían costado probablemente tanto como la preparación de cualquier astronauta corriente, y lo valían. Cada uno pesaba menos de 30 kilos y consumía la mitad de alimentos y oxígeno necesarios a un ser humano, pero podía reemplazar a 2,75 hombres en las tareas domésticas, cocina sencilla, traslado de herramientas, y docenas de otros trabajos de rutina.

Ese 2,75 era lo aducido por la Corporación, basado en innumerables estudios de tiempo y movimiento. El guarismo, aunque sorprendente y con frecuencia discutido, parecía no obstante ser exacto, ya que los monos se mostraban felices de trabajar quince horas diarias, y no se cansaban de hacer siempre las más humildes y repetidas tareas. En esa forma dejaban en libertad a los seres humanos para dedicarse a sus tareas específicas; y en una nave del espacio, eso era asunto de vital importancia.

A diferencia de los monos, sus más próximos parientes, los chimpancés del
Endeavour
eran dóciles, obedientes y nada curiosos. Como habían sido castrados, no tenían sexo, lo cual eliminaba muchos problemas de conducta. Vegetarianos, bien entrenados para hacer sus necesidades donde debían, eran limpios y jamás olían mal. Hubieran sido los animales domésticos ideales, a no ser por el hecho de que costaban tanto que muy pocos habrían podido costearlos.

No obstante las muchas ventajas, tener chimpancés a bordo involucraba ciertos problemas. Necesitaban su propio habitáculo —inevitableinente rotulado «La Casa de los Monos». Su pequeña cabina siempre limpia y ordenada, bien equipada con televisión, juegos, y máquinas programadas con lecciones. Para evitar accidentes, les estaba absolutamente prohibido entrar a las áreas técnicas de la nave; las entradas a todas ellas estaban pintadas de rojo, y los chimpancés habían sido condicionados para que les fuera psicológicamente imposible pasar esas barreras visuales.

Había asimismo un problema de comunicación. Aunque tenían un cociente intelectual de 60, y podían entender varios cientos de palabras del idioma inglés, estaban incapacitados para hablar. Todo intento de proveerlos de cuerdas vocales había fracasado, y por lo tanto debían expresarse con un lenguaje de signos.

Los signos básicos eran obvios y se aprendían con facilidad, de modo que todos a bordo entendían los mensajes de rutina. Pero el único hombre capaz de conversar con los chimpancés fluidamente era su cuidador, el sargento Ravi McAndrews.

Era un viejo chiste siempre actual, que el sargento Ravi McAndrews parecía un chimpancé —lo cual en ese caso apenas era un insulto, pues con su corto pelaje color miel y sus movimientos graciosos, los del
Endeavour
eran animales muy hermosos. También eran cariñosos, y todos a bordo tenían su favorito. El de Norton era la bien denominada Goldie.

Pero la cálida relación que podía establecerse tan fácilmente con los animales creaba otro problema, utilizado a menudo como poderoso argumento por aquellos que se oponían a su empleo en el espacio. Puesto que sólo servían para tareas de rutina, principalmente domésticas, eran peor que inútiles en una emergencia. Y aun en tal caso podían convertirse en un peligro para ellos mismos y sus compañeros humanos. En particular, enseñarles a utilizar trajes espaciales había sido imposible; los conceptos involucrados estaban más allá de su posible comprensión.

A nadie le gustaba hablar de eso, pero sabían lo que debía hacerse si se abría una brecha en el vehículo espacial o si llegaba la orden de abandonarlo. Había sucedido sólo una vez; en ese único caso el cuidador de los chimpancés cumplió sus instrucciones con celo excesivo. Se le encontró muerto con sus animales por efecto del mismo veneno. A partir de entonces, la aplicación de la eutanasia quedó confiada al primer oficial médico de a bordo, quien, se suponía, tendría menos complicaciones emocionales.

Norton se alegraba de que esa responsabilidad, por lo menos, no recayera sobre el capitán de la nave. Había conocido hombres a quienes habría dado muerte con muchos menos escrúpulos que a Goldie.

La escalera de los dioses

E
n la clara y fría atmósfera de Rama, el rayo de luz de los proyectores era completamente invisible. Tres kilómetros más abajo del cubo central, el óvalo de luz de cien metros de ancho caía a través de una sección de esa colosal escalera. Un oasis brillante en la oscuridad del ambiente se deslizaba con lentitud hacia la planicie curva, todavía cinco kilómetros más abajo; y en su centro se movía un trío de figuras semejantes a insectos, que proyectaban largas sombras debajo de ellos.

El descenso había sido, de acuerdo con lo previsto, completamente normal. Se detuvieron por un breve espacio de tiempo en la primera plataforma, y Norton anduvo unos pocos cientos de metros a lo largo de su superficie estrecha y curvada antes de comenzar a deslizarse en busca del segundo nivel. Una vez allí el grupo descartó el aparato de oxígeno y disfrutó del insólito lujo de respirar sin auxilio mecánico. Ahora podían explorar con comodidad, libres del mayor peligro que afronta un hombre en el espacio, y liberados asimismo de todas las preocupaciones respecto a los posibles daños en el traje espacial y la reserva de oxígeno

Cuando alcanzaron el quinto nivel y sólo quedaba una sección más por recorrer, la gravedad había alcanzado casi la mitad de su valor terrestre. La rotación centrifuga de Rama ejercía por fin todo su poder real; y el pequeño grupo de exploración se rendía a la implacable fuerza que rige todos los planetas y que puede exigir un precio demasiado alto por el menor desliz. Aún resultaba fácil el descenso; pero la idea del regreso subiendo esos miles de escalones comenzaba a pesar sobre sus mentes.

Hacia rato ya que la escalera no presentaba su vertiginoso declive, y sus escalones iban teniendo una inclinación cada vez menos pronunciada, con franca tendencia hacia la horizontalidad. El grado de inclinación era sólo de uno a cinco, cuando al principio había sido de cinco a uno. Caminar con normalidad resultaba ahora física y psicológicamente aceptable; sólo la gravedad menor les recordaba que no estaban descendiendo por alguna escalera inconcebiblemente larga de la Tierra.

Norton había visitado en una oportunidad las ruinas de un templo azteca, y las sensaciones experimentadas entonces volvían a él en esos momentos, amplificadas cien veces. Le invadía aquí la misma impresión de temor reverente y misterio, y de tristeza por un pasado desvanecido para siempre. No obstante, la escala en este lugar era mucho mayor, en tiempo como en espacio, tanto, que la mente no podía hacerle justicia y al cabo de un momento dejaba de responder. Norton se preguntó si, más tarde o más temprano, aceptaría incluso a Rama como algo natural.

Pero había otro aspecto en que el paralelo con las ruinas terrestres cesaba por completo. Rama era miles de veces más viejo que cualquier estructura que hubiese subsistido sobre la Tierra, incluyendo a la Gran Pirámide de Egipto. Pero todo parecía nuevo; no había señal alguna de desgaste o uso y deterioro.

Norton había reflexionado mucho acerca de ello y había llegado a un intento de explicación. Todo lo examinado hasta entonces parecía formar parte de un sistema de emergencia, rara vez utilizado. Él no imaginaba a los habitantes de Rama —a menos que fueran fanáticos de la perfección física de una especie no desconocida en la Tierra— recorriendo arriba y abajo esa increíble escalera, o sus idénticas compañeras que completaban la invisible «Y» allá lejos, sobre su cabeza. Tal vez sólo habían sido necesarias durante la construcción de Rama, y no sirvieron a ningún propósito desde aquel lejano día. Esta teoría debía bastar por el momento, aunque no le conformaba. Algo fallaba en algún punto.

Durante el último kilómetro no se deslizaron sino que descendieron los escalones de dos en dos, con largos pasos pausados; de esa forma, decidió Norton, ejercitarían músculos que pronto deberían ser usados. Y así llegaron al final de la escalera, casi sin darse cuenta; súbitamente ya no hubo escalones; sólo una planicie llana de un gris pardusco, apenas visible al débil resplandor de los reflectores en el cubo y que se perdía en la oscuridad unos pocos cientos de metros más lejos.

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