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Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (6 page)

»Pero quizá tales velocidades son imposibles con cargas razonables. Recuerden, hay que llevar el combustible para ir reduciendo la velocidad al final del viaje, aun cuando sólo sea un viaje de ida. De modo que puede ser más sensato tomarse todo el tiempo necesario, digamos de diez mil a cien mil años.

»Bernal y otros pensaron que esto podría hacerse con esos pequeños mundos movibles de unos cuantos kilómetros de largo, llevando varios miles de pasajeros en viajes que se prolongarían por generaciones y generaciones. Naturalmente, el sistema tendría que ser rápidamente cerrado, con la renovación cíclica de todo alimento, aire y otros consumos. Pero, claro está, así es como opera la Tierra, en una escala más amplia.

»Algunos escritores sugirieron que esas arcas del espacio debían ser construidas en forma de esferas concéntricas; otros proponían cilindros huecos y giratorios, de modo que la fuerza centrífuga proveyera de gravedad artificial, exactamente lo que hemos encontrado en Rama.

Davidson no podía tolerar esta forma descuidada de expresarse.

—No existe esa llamada «fuerza» centrífuga. Es un fantasma de la ingeniería. Sólo existe la inercia.

—Tiene usted razón, desde luego —admitió Perera—, aunque resultaría difícil convencer a un hombre que acabara de ser despedido en un tiovivo. Pero el rigor matemático parece innecesario en estas circunstancias...

—Oiga, oiga —intervino Bose con cierta exasperación—. Todos sabemos a qué se refiere, o creemos saberlo. Por favor, no destruya nuestras ilusiones.

—Bueno, mi propósito era tan sólo señalar que no hay nada conceptualmente nuevo respecto a Rama, aunque su tamaño resulte sorprendente. Los hombres han imaginado cosas semejantes desde hace doscientos años.

»Ahora quisiera referirme a otra cuestión. ¿Durante cuánto tiempo, exactamente, ha estado Rama viajando a través del espacio? Tenemos una determinación muy precisa de su órbita y velocidad. Suponiendo que no haya ningún cambio referido a la navegación, estamos en condiciones de determinar su posición con una anterioridad de millones de años. Pensamos que provenía de una estrella cercana. Pero ése no es el caso en absoluto.

»Hace más de doscientos mil años que Rama pasó cerca de una estrella. Y ésa en particular resulta ser una variable irregular, el sol más inapropiado que se puede imaginar para un sistema solar habitado. Tiene una variación de brillo de cincuenta a uno; sus planetas serían alternativamente calcinados y congelados cada pocos años.

—Una sugestión —interrumpió la doctora Price—. Tal vez eso lo explique todo. Tal vez ése fue alguna vez un sol normal y se volvió inestable. Y por eso los habitantes de Rama tuvieron que salir en busca de uno nuevo.

Perera admiraba a la anciana arqueóloga, de manera que no se ensañó con ella. ¿Pero qué diría se preguntó, si él comenzara a señalar lo que resultaba evidente en su propia especialidad?

—Lo hemos considerado —replicó con gentileza—. Pero si nuestras teorías actuales sobre la evolución estelar son correctas, esta estrella «nunca» pudo ser estable, «nunca» pudo tener planetas capaces de producir vida. Así pues, Rama ha estado viajando a través del espacio durante lo menos doscientos mil años, y acaso durante más de un millón.

»Ahora está frío y oscuro, y aparentemente muerto, y creo saber por qué. Sus habitantes pueden no haber tenido opción —quizá escapaban realmente de algún desastre— pero calcularon mal.

»Ninguna ecología cerrada puede ser completamente eficiente. Siempre hay residuos, pérdidas, alguna degradación del ambiente y la aparición de agentes contaminadores. Puede tardarse billones de años envenenar un planeta y acabar con él, pero terminará ocurriendo. Los océanos se secarán; la atmósfera se desvanecerá.

»Para nuestra concepción de las medidas, Rama es enorme. Y sin embargo sigue siendo un planeta muy diminuto. Mis cálculos, basados en la filtración a través de su corteza y algunas suposiciones razonables respecto al índice del desarrollo biológico indican que su ecología sólo pudo sobrevivir durante, aproximadamente, mil años. A lo sumo le concedería diez mil.

»Eso sería tiempo suficiente, a la velocidad que viaja Rama, para un tránsito entre los soles amontonados en el corazón de la galaxia. Pero no para aquí, entre la población dispersa de los brazos en espiral. Rama es un barco que agotó sus provisiones antes de alcanzar su destino. Es como un barco abandonado, flotando sin rumbo entre las estrellas.

»Sólo hay una objeción seria a esta teoría, y la expondré antes de que otro lo haga. La órbita de Rama apunta con tanta precisión al sistema solar, que la coincidencia parece descartada. En realidad, yo diría que se está aproximando demasiado al Sol. El
Endeavour
tendrá que separarse de Rama mucho antes del perihelio para eludir el peligro del recalentamiento.

»No pretendo comprender esto. Tal vez hay alguna forma de guía automática terminal que continúa operando y conduciendo a Rama hacia la estrella apropiada más próxima, siglos después que sus constructores murieron.

—Y Rama está muerto. Comprometeré mi reputación en ese aserto. Todas las muestras obtenidas de su interior son absolutamente estériles. No hemos encontrado un solo microorganismo. En cuanto a la voz que se ha corrido, y que menciona la posibilidad de que haya vida suspendida, les aconsejo que la ignoren por completo. Hay razones fundamentales para que las técnicas de hibernación sólo produzcan efecto durante unos pocos siglos, y debemos recordar que en este caso nos enfrentamos con espacios de tiempo infinitamente más largos.

»Así pues, los del grupo Pandora y sus simpatizantes no tienen ningún motivo para preocuparse. Por mi parte, lo siento. Habría sido maravilloso el encuentro con otras especies inteligentes.

»Pero al menos hemos hallado respuesta a un viejísimo interrogante. No estamos solos en el Universo. Las estrellas no volverán a ser ya las mismas para nosotros.

Descenso en la oscuridad

E
l comandante Norton se sintió tremendamente tentado, pero, como capitán, su primer deber era para con su nave. Si algo iba mal en este primer ensayo, él debería ser el primero en volver a ella.

Esto dejaba a su segundo oficial, el teniente comandante Mercer, como la elección obvia. Norton admitía de buena gana que Karl estaba mejor preparado que él para la misión.

Una autoridad en los sistemas de supervivencia, Mercer había escrito algunos textos clásicos sobre el tema. Había verificado personalmente la resistencia y utilidad de innumerables tipos de equipamiento, a menudo en condiciones peligrosas, y era famoso por el control que ejercía sobre su cuerpo. En un instante podía reducir su pulso en un cincuenta por ciento y contener la respiración casi por completo más de diez minutos. Esta útil habilidad le había salvado la vida en más de una ocasión.

Y sin embargo, a pesar de su capacidad e inteligencia, carecía casi por completo de imaginación. Para él, los experimentos y misiones más peligrosas eran sólo trabajos de rutina que debían cumplirse; jamás corría riesgos innecesarios y no tenía en mucho lo que habitualmente se conoce como coraje.

Los dos lemas que campeaban sobre su escritorio resumían su filosofía de la vida. Uno preguntaba: «¿Qué se olvida usted?», y el otro decía: «Ayude a extirpar la valentía». El hecho de considerarlo como el hombre más valiente de la tripulación era lo único capaz de sacarlo de quicio.

Elegido Mercer, quedaba automáticamente seleccionado el segundo hombre: su inseparable compañero, el teniente Joe Calvert. Resultaba un tanto difícil comprender qué tenían en común estos dos. Joe Calvert, de constitución delicada, sensitivo, contaba diez años menos que su estólido e imperturbable amigo, quien por cierto no compartía su apasionado interés por el arte del cine primitivo.

Pero nadie puede predecir dónde brillará el relámpago, y años antes Mercer y Calvert habían establecido una relación aparentemente estable. Eso era bastante corriente. Mucho menos usual era el hecho de que también compartían una esposa allá, en la Tierra, que les había dado un hijo a cada uno. Norton confiaba en llegar algún día a conocerla; debía de ser una mujer muy notable. El triángulo tenía ya una duración de cinco años, y parecía seguir siendo equilátero.

Dos hombres no bastaban para un equipo de exploración. Mucho tiempo antes se había descubierto que tres era el número ideal porque si un hombre se perdía, dos podían todavía escapar, mientras que un solo sobreviviente estaría quizá condenado.

Después de mucho reflexionar, Norton eligió al sargento técnico Willard Myron. Un genio de la mecánica, capaz de hacer funcionar cualquier cosa o diseñar algo mejor si eso era imposible, Myron resultaba el hombre ideal para identificar piezas de equipo distintas de todo lo conocido. En su largo año sabático como profesor adjunto de Astrotécnica, el sargento se negó a aceptar un cargo militar con el pretexto de que no deseaba estorbar la promoción de oficiales de carrera más merecedores que él. Nadie tomó esta explicación en serio, ya que nadie ignoraba que Will daba cero en ambición personal. Llegaría al rango de sargento espacial, pero jamás se convertiría en un profesor titular. Myron, como muchos otros antes que él, había descubierto el feliz equilibrio entre el poder y la responsabilidad.

Mientras se deslizaban a través de la última cámara de descompresión y flotaban a lo largo del eje sin peso de Rama, Calvert se descubrió, como a menudo le ocurría, viviendo los pasajes de una película. A veces se preguntaba si debería tratar de curarse de ese hábito, aunque no le veía ninguna desventaja. Al contrario, podía volver interesantes aun las situaciones más tediosas, y, ¿quién sabe? un día esto podía salvarle la vida, podía recordar, por ejemplo, lo que habían hecho Fairbanks, Connery o Hiroshi en circunstancias similares.

Esta vez iba a entrar en acción, en una de las guerras de principios del siglo veinte. Karl Mercer era el sargento al mando de una patrulla de tres hombres enviada en una incursión nocturna a la tierra de nadie. No le era demasiado difícil imaginar que se encontraban en el fondo de un inmenso cráter producido por la explosión de una bomba, si bien un cráter que había sido en alguna forma trabajado y expertamente convertido en una serie de terrazas ascendentes.

El cráter en cuestión estaba inundado de luz procedente de tres arcos de plasma, que difundían por toda la cavidad una luminosidad sin sombras. Pero, más allá, en el borde de la terraza más distante, reinaban la oscuridad y el misterio.

Con los ojos de su mente, Calvert veía muy bien lo que había allí. En primer término, la lisa planicie circular que podía medir un kilómetro de parte a parte. Seccionándola en tres partes iguales, y semejantes a tres anchas vías ferroviarias, había tres escalas, con sus peldaños incrustados en la superficie de modo que no significaran una obstrucción para nada que se deslizara sobre ella. Puesto que la disposición era completamente simétrica, no había razón para escoger una escala con preferencia a otra; la más próxima a la abertura Alfa había sido elegida sólo por una cuestión de conveniencia.

Si bien los peldaños de esas escalas estaban incómodamente distanciados, ello no presentaba un problema. Aun en el borde del cubo, a medio kilómetro del eje, la gravedad seguía siendo apenas una trigésima parte de la de la Tierra. Aunque llevaban casi cien kilos de equipo y carga para supervivencia, podrían moverse fácilmente y utilizar las manos.

El comandante Norton y el equipo de apoyo les acompañaron a lo largo de las cuerdas laterales de guías tendidas desde la entrada Alfa hasta el borde del cráter. Luego, más allá del alcance de los proyectores portátiles, les aguardaban las tinieblas de Rama. Todo lo que podían distinguir con el haz fluctuante de las luces de sus cascos eran los primeros cien metros de la escala que se perdía a través de una lisa planicie sin rasgos característicos.

—Y ahora —pensó Mercer—, tengo que tomar mi primera decisión. ¿Subiré por esa escala, o bajaré por ella?

El interrogante no era trivial. Estaban todavía esencialmente en gravedad cero y el cerebro podía seleccionar cualquier sistema de referencia que se le antojara. Con un simple esfuerzo de la voluntad, Karl Mercer podía convencerse de estar mirando a través de una llanura horizontal, o la cara de una pared vertical, o por encima del borde de un risco escarpado. No pocos astronautas habían experimentado graves problemas psicológicos por haber elegido mal las coordenadas al iniciar un trabajo complicado.

Mercer estaba decidido a avanzar primeramente de cabeza, ya que cualquier otro modo de locomoción resultaría embarazoso. Además en esa forma podría ver con más facilidad lo que tenía delante, o abajo. Durante los primeros cientos de metros, por lo tanto, imaginaría que estaba yendo hacia arriba; sólo cuando el creciente influjo de la gravedad hiciera imposible mantener la ilusión, giraría sus direcciones mentales en ciento ochenta grados.

Agarró el primer peldaño y con suavidad fue impulsándose a lo largo de la escala. El avance era tan fácil como nadar en el lecho del mar, más fácil en realidad porque no existía la traba del agua para retardar los movimientos. Tan fácil que incitaba a ir mucho más rápido; pero Mercer era demasiado experimentado para apresurarse en una situación tan nueva como ésa.

En los auriculares oía la respiración regular de sus dos compañeros. No necesitaba otra prueba de que se encontraban en buenas condiciones; por lo tanto no perdió tiempo hablando. Aunque se sentía tentado de mirar hacia atrás decidió no arriesgarse hasta haber alcanzado la plataforma del final de la escala.

Los peldaños estaban separados por una distancia uniforme de medio metro, y durante la primera parte del ascenso Mercer los subió de dos en dos. Pero los contaba cuidadosamente y al llegar a los doscientos notó las primeras y claras señales del aumento de peso. La rotación de Rama estaba comenzando a hacerse sentir.

A la altura del cuatrocientos, estimó que su peso aparente era de unos cinco kilos. Esto no constituía problema, pero ahora resultaba difícil pretender que estaba subiendo por sí mismo cuando en realidad era arrastrado firmemente hacia arriba.

El peldaño quinientos le pareció un buen lugar para detenerse. Sentía la protesta de los músculos de sus brazos por el ejercicio desacostumbrado, aun cuando era Rama el que hacia ahora todo el trabajo, y él sólo tenía que guiarse a sí mismo.

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