Read Cita con Rama Online

Authors: Arthur C. Clarke

Tags: #Ciencia Ficción

Cita con Rama (7 page)

—Todo bien, jefe —informó—. Estamos pasando por marca a mitad de camino. Joe, Will, ¿algún problema?

—Yo, perfectamente —respondió Calvert—. ¿Por qué te has detenido?

—Aquí lo mismo —agregó Myron—. Pero atención a la fuerza Coriolis. Está empezando a formarse.

Mercer ya lo había notado. Cuando soltó los peldaños se sintió claramente impulsado hacia la derecha. Sabía muy bien que éste era tan sólo el efecto de la rotación de Rama, pero parecía como si una fuerza misteriosa le estuviera apartando con suavidad de la escala.

Tal vez había llegado el momento de empezar a deslizarse con los pies por delante, ahora que «abajo» comenzaba a tener un significado físico. Correría el riesgo de una momentánea desorientación.

—Atención: voy a darme la vuelta.

Agarrándose con firmeza en el peldaño, utilizó los brazos para imprimir a su cuerpo un giro de ciento ochenta grados y se encontró momentáneamente cegado por las luces de los cascos de sus compañeros. Muy arriba de ellos —y ahora era realmente «arriba»— distinguió un resplandor más débil a lo largo del borde del risco escarpado. Contra ese fondo se destacaban las figuras de Norton y su equipo de apoyo, que seguían sus movimientos con atención. Parecían muy pequeños y muy lejanos y agitó una mano para tranquilizarlos.

Apartó su otra mano del peldaño y dejó que la seudogravedad aún débil de Rama se hiciera cargo. La caída de un peldaño al próximo llevaba más de dos segundos; en la tierra, en el mismo lapso, un hombre hubiera caído treinta metros.

El ritmo de la caída era tal que apresuró un poco las cosas empujando con las manos y deslizándose a lo largo de una docena de peldaños a la vez, y frenándose con los pies cada vez que juzgaba que iba demasiado rápido.

En el peldaño número setecientos hizo otro alto y envió el rayo de luz de la lámpara de su casco hacia abajo. Tal como había calculado, el comienzo de la escalera sólo quedaba a unos cincuenta metros.

Unos pocos minutos más tarde, sus hombres y él estaban en el primer escalón. Era una experiencia extraña, después de meses pasados en el espacio, encontrarse erguidos sobre una superficie sólida y sentir su presión bajo los pies. El peso de cada uno no alcanzaba todavía los diez kilos, pero esto bastaba para darles una sensación de estabilidad. Cuando cerraba los ojos, Mercer podía creer que tenía una vez más un mundo real debajo de sí.

La plataforma desde la cual descendía la escalera tenía unos diez metros de ancho y se curvaba hacia arriba en cada lado hasta desaparecer en la oscuridad. Mercer sabía que formaba un círculo completo y que si andaba por ella cinco kilómetros volvería al punto de partida, después de circunvalar Rama.

Caminar, realmente caminar, estaba fuera de cuestión dada la escasa gravedad existente allí; sólo hubiera sido posible avanzar a pasos de gigante. Y en ello residía el peligro.

La escalera que se perdía en la oscuridad, lejos del alcance de las luces, resultaría engañadoramente fácil de descender. No lo era tanto. Pero lo esencial al hacerlo sería mantenerse sujeto al alto pasamanos que la flanqueaba, ya que un paso en falso enviaría al incauto viajero rodando por el espacio. Éste entraría en contacto con la superficie otra vez quizá cien metros más abajo. El impacto en sí no sería peligroso, pero las consecuencias podrían serlo porque la rotación de Rama habría movido la escalera hacia la izquierda. De modo que un cuerpo en su caída golpearía contra la suave curva que se extendía en un arco entero hasta la planicie, casi siete kilómetros más abajo.

Eso, se dijo Mercer, equivaldría a deslizarse por un diabólico tobogán. La velocidad terminal, aun con tan escasa gravedad, podría ser de varios cientos de kilómetros por hora. Tal vez pudiera aplicarse suficiente rozamiento como para frenar un descenso tan rápido; si se lograba, éste podría incluso convertirse en el medio más conveniente para alcanzar la superficie interior de Rama. Claro que se imponía realizar primero algunos prudentes experimentos.

—Jefe —informó Mercer—, no ha habido problemas para descender por la escala. Si estás de acuerdo, me gustaría seguir hasta la próxima plataforma. Quiero medir el tiempo de nuestro descenso por la escalera.

Norton respondió sin vacilar:

—Adelante. —No tenía necesidad de agregar: —«Procede con precaución».

No le llevó a Mercer mucho tiempo hacer un descubrimiento fundamental. Era imposible, al menos en ese nivel de una vigésima de gravedad, descender por la escalera en forma normal. Todo intento de hacerlo resultó un movimiento lento, de pesadilla, insoportablemente tedioso. Lo más práctico era ignorar los escalones y utilizar el pasamanos para deslizarse hasta abajo.

Calvert había llegado a la misma conclusión.

—¡Esta escalera está hecha para subir, no para bajar! —exclamó—. Se pueden utilizar los escalones cuando uno se mueve contra la gravedad, pero en esta dirección resultan una molestia. Tal vez no sea muy decoroso, pero creo que la mejor forma de bajar es deslizarse por el pasamanos.

—Eso es ridículo —protestó Myron—. No puedo creer que los ramanes lo hayan hecho así.

—Dudo que hayan utilizado nunca esta escalera. Es obvio que se la destinaba sólo para casos de emergencia. Debieron tener algún sistema de transporte mecánico para subir hasta aquí. Un funicular, tal vez. Eso explicaría las largas ranuras que descienden desde el cubo.

—A mí me parecen desagües, aunque supongo que pudieron servir para las dos cosas. Me pregunto si habrá llovido alguna vez en este lugar.

—Es probable —respondió Mercer—. Pero creo que Joe tiene razón y al diablo con la dignidad. Vamos para allá.

El pasamanos —presumiblemente fue destinado para algo semejante a manos— era una lisa y recta barra de metal sostenida por pilares de un metro de largo colocados a regular distancia uno de otro. Mercer montó sobre la barra, calculó con cuidado el poder de freno que podía ejercer con sus manos, y se dejó resbalar.

Tranquilamente, aumentando la velocidad poco a poco, se internó en esa oscuridad moviéndose en el círculo de luz proyectada por la lámpara de su casco. Había descendido unos cincuenta metros cuando llamó a los otros para que se reunieran con él.

Ninguno de los tres lo hubiera admitido, pero se sentían niños otra vez montados sobre una barandilla y deslizándose por ella. En menos de dos minutos habían hecho un seguro y cómodo descenso de un kilómetro.

Cuando consideraban que la velocidad tendía a ser excesiva, una mano apoyada con fuerza en la barra de metal proporcionaba el frenado necesario.

—Espero que os hayáis divertido— dijo Norton cuando estuvieron en la segunda plataforma—. Subir otra vez no os resultará tan fácil.

—Eso es lo que quiero comprobar —explicó Mercer, quien caminaba en forma experimental de un lado a otro tomando conciencia de la gravitación creciente—. Hay ya una décima más de gravedad aquí. Se nota realmente la diferencia.

Caminó —o dicho con más propiedad, se deslizó— hasta el borde de la plataforma y proyectó la luz de su casco hacia la próxima sección de la escalera. Hasta donde alcanzaba la luminosidad ésta se le aparecía idéntica a la que terminaban de recorrer, aunque un cuidadoso examen de las fotos obtenidas había demostrado que la altura de los escalones disminuía a medida que aumentaba la gravedad. La escalera había sido aparentemente diseñada y construida de modo que el esfuerzo requerido para subir por ella fuera más o menos constante en cada punto de sus larguísimos y curvados tramos.

Mercer miró hacia el cubo de Rama, distante ahora casi dos kilómetros por encima de él. El leve resplandor de la luz de allá arriba y las figuras diminutas recortadas contra él se le antojaban tremendamente lejanas. Por primera vez se alegró de no poder ver todo el largo de esa inmensa escalera. A pesar de sus nervios firmes y su falta de imaginación, no estaba seguro de cómo reaccionaría si se viese arrastrándose como un insecto a lo largo de la cara de un plato vertical de más de dieciséis kilómetros de alto, y con la mitad superior suspendida sobre él. Hasta ese momento había considerado la oscuridad como una molestia; ahora casi la acogía agradecido.

—No hay cambio de temperatura —informó a Norton—. Sigue estando por debajo del punto de congelación. Pero la presión atmosférica ha aumentado, como esperábamos; está alrededor de los trescientos milibares. Aun con tan bajo contenido de oxígeno el aire es casi respirable; más abajo no habrá problemas. Eso simplificará enormemente la exploración. Qué hallazgo, el primer mundo en el cual podemos caminar sin complicados aparatos para respirar. Y para celebrarlo voy a aspirar una bocanada.

Allá arriba, en el cubo. Norton se agitó algo inquieto. Pero si había un hombre que sabía exactamente qué hacía, era Mercer. Ya había hecho suficientes pruebas como para quedar satisfecho.

Mercer compensó la presión, abrió el cierre de seguridad de su casco, y lo entreabrió unos centímetros. Hizo una aspiración cautelosa, luego otra más profunda.

El aire de Rama era pesado y rancio, como el de un sepulcro viejísimo del que hubiera desaparecido años atrás el último rastro de la corrupción física. Ni siquiera el olfato ultrasensible de Mercer, entrenado a través de años de probar sistemas de preservación de la vida hasta y más allá del punto de desastre, pudo detectar olor alguno reconocible. Había un matiz ligeramente metálico en el ambiente, y de pronto recordó que los primeros hombres que descendieron en la Luna informaron de un rastro como de pólvora quemada en el aire cuando volvieron al modulo lunar presurizado.

Mercer imaginaba que la cabina del Eagle, contaminada por el polvo lunar, debió oler un poco como Rama.

Volvió a cerrar herméticamente su casco y vació sus pulmones del aire extraño. No había extraído sustento alguno del mismo; hasta un alpinista aclimatado a la cumbre del Everest moriría en seguida en este lugar. Pero unos pocos kilómetros más abajo la cosa cambiaría.

¿Qué más quedaba por hacer aquí? No se le ocurría nada, excepto disfrutar como lo hacía de la suave y desacostumbrada gravedad. Pero no tenía sentido acostumbrarse a eso, puesto que volverían en seguida a la ingravidez del cubo.

—Regresamos, jefe —anunció—. No hay razón para seguir más adelante hasta que estemos preparados para hacer todo el camino.

—De acuerdo, Karl. Cronometraremos el tiempo, pero hacedlo sin prisas.

Mientras brincaba escaleras arriba, saltando tres o cuatro escalones a la vez, Mercer pensó que la deducción de Calvert era perfectamente correcta: estas escaleras estaban construidas para subirlas, no para bajarlas. Hasta tanto uno no mirase hacia atrás e ignorara la vertiginosa pendiente de la curva en ascenso, la subida era una agradable experiencia. No obstante, después de doscientos escalones, comenzó a sentir algunos tirones en los músculos de la pantorrilla, y decidió ir más despacio. Sus compañeros habían hecho otro tanto; cuando aventuró una rápida mirada sobre su hombro, los vio bastante más abajo.

La ascensión estuvo exenta de novedades, dado que se redujo al paso por una interminable sucesión de escalones. Cuando una vez más se encontraron en la plataforma más alta, inmediatamente debajo de la escala, apenas sí tenían algo acelerada la respiración, y sólo habían pasado diez minutos. Se detuvieron durante otros diez y luego iniciaron el recorrido del último kilómetro vertical.

Un salto... agarrarse a un peldaño... un salto... agarrarse... salto... agarrarse... Era fácil, pero tan aburrido en su repetición que existía el peligro de descuidarse uno. A mitad de camino de esta última etapa del viaje, descansaron cinco minutos. Para entonces ya habían empezado a dolerles brazos y piernas. Una vez más, Mercer se alegró de que alcanzaran a ver tan poco de la cara vertical en la que estaban suspendidos. De ese modo no resultaba tan difícil pretender que la escala se extendía sólo a unos pocos metros más allá del círculo de luz proyectado por cada uno de ellos, y que pronto llegarían arriba.

Un salto... agarrar un peldaño... un salto... y luego, de pronto, realmente ya no quedaban más peldaños. Estaban de nuevo en el mundo ingrávido del eje, entre sus ansiosos amigos. El viaje completo había llevado menos de una hora y experimentaban una sensación de modesto logro.

Pero era demasiado pronto para sentirse satisfechos con ellos mismos. A pesar de tanto esfuerzo, habían recorrido menos de un octavo de la distancia total de esa escalera ciclópea.

Hombres, mujeres y monos

A
algunas mujeres, había decidido el comandante Norton tiempo atrás, no debía serles permitido viajar en las naves espaciales; la ingravidez hacía cosas a sus senos que resultaban demasiado perturbadoras. Bastante malo era cuando permanecían inmóviles; pero cuando comenzaban a moverse y se establecían vibraciones afines, el resultado era más de lo que podía exigirse que soportara sin consecuencias un simple hombre con sangre en las venas. Él estaba seguro de que más de un serio accidente espacial había sido provocado por una total distracción de los tripulantes, después del tránsito de una oficial suelta a través de la cabina de control.

En una ocasión mencionó esta teoría a la comandante médico Laura Ernst, sin revelarle quién le había inspirado esa clase de pensamientos. En realidad, tampoco hacía falta: ambos se conocían demasiado bien. En la Tierra, años antes en un momento de soledad y depresión, habían hecho una vez el amor. Probablemente jamás repetirían la experiencia (pero, ¿se podía estar nunca completamente seguro de algo así?), porque las cosas habían cambiado mucho para ambos. Lo cierto era que toda vez que la bien formada cirujano oscilaba dentro de la cabina del comandante, él experimentaba un eco fugaz de la antigua pasión: ella sabía que eso ocurría, y los dos se sentían felices.

—Bill —empezó Laura Ernst—, he examinado a nuestros expedicionarios y éste es mi veredicto: Karl y Joe están en excelentes condiciones físicas y psíquicas; todas las indicaciones son normales teniendo en cuenta el trabajo realizado. Pero Willard muestra signos de agotamiento y pérdida de peso. No te molestaré con los detalles. No creo que haya cumplido del todo con el programa de ejercicios recomendados, y él no es el único. Hubo algunas trampas en estos últimos tiempos; varios miembros de la tripulación no se someten a la acción centrífuga desde qué sé yo cuando. Si esto continúa, rodarán cabezas. Por favor, haz correr la voz.

—Está bien, doctora. Pero hay alguna excusa. Los hombres han estado trabajando fuerte.

Other books

Beach Strip by John Lawrence Reynolds
Blue Is the Night by Eoin McNamee
Ice Shock by M. G. Harris
Thick as Thieves by Catherine Gayle
Shadow Walkers by Brent Hartinger
Death of A Doxy by Stout, Rex
The Twelve Caesars by Matthew Dennison
Rion by Susan Kearney
The Burning Soul by John Connolly


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024