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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (28 page)

Pero en el momento en que el pelirrojo le pidió a Sinalinga que le dijese cuanto sabía sobre los guerreros de Canoabó, la muchacha se limitó a replicar:

—Olvídate ahora de Canoabó. Viene «El Espíritu del Mal».

—¿Quién?

—«El Espíritu del Mal» que todo lo destruye… —tiró de él sin darle oportunidad de protestar—. ¡Ven! —insistió—. En la choza del bosque estaremos seguros.

Recorrieron aprisa el intrincado sendero, y
Cienfuegos
no pudo por menos que advertir que algo extraño ocurría, puesto que un pesado calor parecía haberse adueñado de la selva, y una quietud de muerte hacia que incluso las hojas de los árboles semejasen de piedra.

Los animales se habían esfumado de la faz de la tierra, las omnipresentes garzas habían abandonado las copas de los árboles, y no se escuchaba ni el trino de un ave, ni aun el continuo y excitado chillido de los loros.

—¿Pero qué diablos ocurre? —inquirió al advertir cómo la muchacha comenzaba a cerrar y apuntalar hasta la más mínima entrada a la cabaña—. ¿A qué viene tanto miedo?

—Pronto estará aquí —musitó ella como si temiera incluso alzar la voz—. Es «Hur-ha-cán», «El Espíritu del Mal».

—«Hur-ha-cán» —repitió el isleño desconcertado—. ¿Y eso qué es?

—Viento. «El Rey del Viento».

—¡Pero si todo está en calma!

—Porque los vientos pequeños huyen aterrorizados ante la presencia del que todo lo puede. ¡Ayúdame! —pidió—. Tenemos que bajar agua y comida.

Había alzado una especie de trampa hecha de troncos dejando a la vista una fosa de poco más de dos metros de lado por uno y medio de alto, y al advertir que se disponía a descender a ella, inquirió horrorizado.

—¿No pretenderás que nos metamos ahí?

—Si es necesario, sí. El viento es muy capaz de llevarse la choza.

—¡No puedo creerte!

Pero una hora después el canario tuvo que admitir, a su pesar, que sí podía creerlo.

Un viento como jamás soñó siquiera que existiese se había apoderado del mundo hasta tal punto que cabía imaginar que nada había más allá de las paredes que ese viento y su llanto, puesto que todo lo que no fuera él debía haber volado ya hasta las nubes, elevado por una fuerza irresistible que amenazaba con succionar hacia los cielos hasta las entrañas de la tierra.

El estruendo era tan grande que ni aun a gritos conseguían entenderse, y los gruesos muros de un barro espeso y duro se estremecían vibrando como la hoja de una espada al rebotar furiosamente contra una roca.

La sensación de impotencia ante tal derroche de poder resultaba tan angustiosa que no valía siquiera la pena esforzarse por mantener la calma y fingir un valor que las primeras ráfagas habían arrastrado ya muy lejos, y tan sólo gritar a pleno pulmón buscando romper la tensión de unos nervios que atenazaban el estómago, conseguía traer una cierta paz al espíritu por unos brevísimos instantes.

Durante todo un día y una noche la vida se hizo ruido.

Luego llegó una súbita y pegajosa calma hecha de un silencio aún más doloroso, y cuando el isleño pretendió averiguar si el peligro había pasado, Sinalinga le apretó la mano al tiempo que negaba firmemente.

—Ahora «El Espíritu del Mal» descansará para regresar con más furia. —Le tendió un cuenco que contenía un líquido espeso y dulzón—. ¡Toma! —pidió—. Te ayudará a soportarlo.

—¿Qué es?

—Jugo de caña con miel —musitó tras dudar unas décimas de segundo—. Te hará bien.

—No me apetece.

—Bebe aunque no te apetezca. Es tu primer Hur-hacán y no podrás soportarlo sin su ayuda.

Estuvo a punto de rechazarlo nuevamente presintiendo algún oculto peligro indefinible, pero ella le empujó la mano con firmeza obligándole a apurar hasta la última gota.

Cuando las nuevas ráfagas comenzaron a cantar su amenazante melodía sobre las copas de los árboles, experimentó una dulce sensación de bienestar y somnolencia que le obligó a buscar el cómodo refugio de la ancha hamaca.

Su cerebro se pobló de fantasmas.

La tensión acumulada durante las difíciles horas anteriores parecieron dar paso a un relajamiento total en el que se diría que su cuerpo se convertía en plomo, y por su mente cruzaron en loco tropel sueños y realidades; verdad y mentira; pasado y futuro; deseos y frustraciones en tan compleja amalgama, que podría llegar a creerse que emprendía un largo repaso a lo que había sido su corta vida, y una corta ojeada a lo que podría haber llegado a ser una larga existencia.

El rostro de Ingrid prevalecía sobre todos los otros rostros conocidos, pero se confundía a menudo con la pétrea personalidad de Sinalinga, la enrojecida cara de un recién nacido, los aguzados ojos de Luis de Torres, la aviesa expresión del
Caragato
, las horribles piernas de los caribes, y la bonachona socarronería de «maese» Benito de Toledo.

Luego se sumió en un pozo sin fondo y le asaltó la angustiosa sensación de que descendía en vida a una profunda tumba, oscura, húmeda y fría, en la que muy pronto se encontró rodeado por la presencia, casi palpable, de los muertos.

«El Espíritu del Mal» esparció por los aires la frágil estructura del mal llamado «Fuerte de la Natividad», cuyos endebles muros, malamente alzados aprovechando el tablazón y las cuadernas de la difunta
Marigalante
, no estaban en absoluto pensados para resistir la brutal furia destructora de unos vientos de los que ni tan siquiera los más experimentados marinos de Cantabria tenían la más leve noticia.

Ninguna feroz galerna de las que hundían las flotas o destrozaban los espigones de los puertos del Norte; ni tan siquiera aquella inigualable del invierno del ochenta y siete que se llevó por delante las vidas de los hermanos del
Caragato
, soportaba dignamente la más leve comparación con la demoníaca violencia incontrolable de aquel «Hur-ha-cán» tropical, que semejaba una zarpa gigantesca que disfrutara triturando al mundo entre sus aceradas garras dotadas de largas uñas invisibles.

Las cuevas en las que las gentes del
Caragato
habían tenido su refugio hasta el día anterior quedaron sumergidas bajo las aguas, y aquella otra, más protegida, en que se ocultaba la barca, se inundó hasta el punto de poner a flote la embarcación y zarandearla violentamente contra los muros de piedra amenazando con desmembrarla de un mal golpe.

Tres hombres murieron durante las dos primeras horas de tormenta, uno arrastrado al mar por una ola gigantesca, otro aplastado por un árbol, y el tercero, Quico
el Mudo
atravesado de parte a parte por una aguzada tabla que voló más de cincuenta metros para ir a rajarle las tripas con diabólica precisión, mientras los restantes españoles buscaban protección donde buenamente podían, acurrucándose entre las rocas, las raíces de las más altas ceibas, las chozas más sólidas e incluso las simples grietas del terreno.

La primera y corta sensación de calma, al pasar sobre ellos el ojo del huracán fue probablemente la causa de su definitiva perdición, ya que cuando dos días más tarde la auténtica paz llegó por fin, tardaron en reaccionar temiendo que se tratara de un nuevo descanso, y eso fue lo que permitió a los guerreros de Canoabó abandonar mucho antes sus escondites e irlos cazando uno por uno sin darles tiempo a tomar sus armas, reagruparse, y organizar seriamente la defensa.

Inermes, desconcertados aún por la terrible experiencia que acababan de sufrir, e incapaces muchos de ellos de recuperar ni tan siquiera el sentido de la orientación, se dejaron abatir sin ofrecer apenas resistencia, alanceados en los propios escondites, sorprendidos en mitad de la espesura cuando buscaban el camino de regreso, o a las mismas puertas del maltrecho «fuerte» al que pretendían llegar en busca de sus desperdigados compañeros.

Fue una masacre alevosa y carente de gloria, batalla sin victoria; guerra sin enemigo y triunfo sin vencido; un múltiple asesinato en el que tan sólo el asturiano
Caragato
, el brutal
Barbecho
, y Cándido Bermejo, el calafate, tuvieron una mínima oportunidad de defenderse, plantando cara en el centro del patio y espalda contra espalda, a un centenar de indígenas que acabaron por clavarles aún en vida contra el antaño altivo palo mayor de la
Marigalante
.

El feroz Canoabó eligió como trofeo la cabeza de su Excelencia el gobernador Diego de Arana, mientras sus hombres se conformaban con las ropas y las armas de los difuntos, o con los cascabeles, las cuentas de colores y los redondos espejos del almacén que el viento se había encargado previamente de desparramar hacia los cuatro puntos cardinales.

Cuando la alegre tropa se alejó por fin rumbo a sus montañas, nada quedó en lo que fuera en su día primera ciudad española del «Nuevo Mundo», más que destrucción, desgarrados cadáveres casi irreconocibles, y un denso olor a flores y savia fresca que jugaba a mezclarse con el del furioso mar y la caliente sangre que empapaba la tierra.

Poco a poco, los impresionados miembros de la pacífica tribu del cacique Guacaraní, amigo y aliado del virrey de las Indias, Almirante de la Mar Océana, Excelentísimo Señor Don Cristóbal Colón, comenzaron a regresar de sus madrigueras de tierra adentro, para contemplar, con aire idiotizado, lo poco que quedaba de los antaño semidioses extranjeros, señores del trueno y de la muerte.

El veintiocho de noviembre de mil cuatrocientos noventa y tres, la poderosa escuadra del Almirante Don Cristóbal Colón, formada por dieciséis naves a bordo de las cuales se encontraban más de mil doscientos hombres, penetró en la bahía en uno de cuyos extremos se distinguían apenas los restos del mal llamado «Fuerte de la Natividad».

Si bien su Excelencia el virrey de las Indias no demostró excesiva sorpresa o pesar ante el hecho de que los treinta y nueve desgraciados que abandonara a su suerte hubieran perecido, y ni siquiera se tomó la molestia de investigar a fondo lo ocurrido o pedir explicaciones a su aliado el cacique Guacaraní por su innegable responsabilidad en la matanza, la mayoría de los miembros de la expedición se sintieron horrorizados por la magnitud de la tragedia y por la falta de humanidad de que hacía gala aquel a quien habían confiado su futuro.

Y de entre todos ellos, quienes lógicamente más sufrieron fueron el converso Luis de Torres, el cojo Bonifacio, «maese» Juan de la Cosa, e Ingrid Grass, vizcondesa de Teguise.

—¿No hay supervivientes? —se asombró ésta última, incapaz de aceptar la idea de que el hombre al que amaba y por quien lo había abandonado todo en este mundo hubiese muerto—. ¿Ni uno solo?

—Ni uno, señora —admitió el intérprete real que había interrogado personalmente a varios de los indígenas—. Nadie parece querer hablar del tema, pero lo cierto es que los asesinaron a todos.

No quiso saber nada más. Se encerró en su camareta, y durante dos días y dos noches permaneció completamente sola, sin querer probar bocado ni ver a nadie, luchando, más que contra el dolor, contra el salvaje impulso de quitarse la vida.

No hubiera necesitado más que abrir de par en par el ventanuco de popa y dejarse caer a aquellas aguas infestadas de tiburones que parecían estar aguardando siempre carne fresca, pero tal vez fue el hecho de saber que le aguardaba tan espantoso fin lo que le obligó a intentar sobreponerse, aun a sabiendas de que a partir de aquellos momentos la existencia había dejado de tener significado alguno para ella.

Había llorado tanto en el transcurso de aquel último año, que ni siquiera las lágrimas servían ya de nada, puesto que por muchas que derramase jamás conseguirían borrar el dulce recuerdo que había dejado en su corazón y su cerebro aquel hermoso niño de roja cabellera y ojos verdes cuyas manos aún parecía sentir sobre su cuerpo.

No pensó en su futuro. No dedicó ni tan siquiera un minuto a reflexionar sobre cuál sería su vida a partir de aquel momento, puesto que cuanto pudiera ya ocurrirle le tenía completamente sin cuidado y necesitaba todo su tiempo para tratar inútilmente de hacerse a la idea de que su hombre estaba muerto.

Luego, al amanecer del tercer día, golpearon suavemente la puerta.

—¡Señora! —susurró al otro lado Luis de Torres—. Han encontrado la tumba de
Cienfuegos
, y he pensado que tal vez le gustaría visitarla.

Abrió y al converso le costó un supremo esfuerzo controlarse para no dejar escapar una exclamación de asombro a la vista de la ruina humana en que parecía haberse convertido la antaño hermosísima alemana.

—¿Dónde está? —inquirió ansiosamente.

—En un minúsculo cementerio semioculto al fondo de la bahía. Hay cuatro tumbas más.

—¿Seguro que es la de él?

—Eso ha dicho el marinero que la descubrió.

—¡Vamos!

El ex intérprete real tuvo que ofrecerle su brazo para que se apoyara, y ayudarla luego a avanzar por la playa porque se diría que en cualquier momento las piernas iban a traicionarle, lo que hizo que tardaran casi una hora en alcanzar el punto señalado.

Se alzaban allí efectivamente cinco tumbas con sus correspondientes lápidas de gruesas lajas de piedra clavadas profundamente en tierra, en las que podían leerse los nombres de los difuntos y el lugar y fecha de su muerte.

En la última de ellas se distinguía claramente:

CIENFUEGOS

Las piernas de la vizcondesa de Teguise flaquearon definitivamente, y Luis de Torres tuvo que hacer un esfuerzo para sostenerla y permitir que concluyera por arrodillarse junto al montículo de tierra, escondiendo el rostro entre las manos.

La contempló así, a sus pies, vencida como ninguna otra mujer lo debió estar jamás anteriormente, y sintió un dolor muy hondo al observar el lugar bajo el que descansaban los restos de aquel alocado y maravilloso muchacho al que había llegado a querer como si fuera un hijo.

—El destino fue injusto contigo, chaval —musitó en voz muy baja—. Merecías algo mejor y siempre creí que lo conseguirías.

Ingrid Grass sollozaba.

El converso trató de rezar, pero no supo cómo hacerlo y se limitó a contemplar fijamente la pesada lápida de piedra.

—¡Si será hijo de puta!

La vizcondesa de Teguise alzó el rostro y observó asombrada al intérprete real que permanecía absolutamente inmóvil y con la boca entreabierta como si le hubiera dado un mal aire.

—¿Qué habéis dicho? —inquirió molesta.

—Que es un hijo de la gran puta.

—¡Don Luis…!

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