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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela, Novela histórica

Cienfuegos (27 page)

—¡Eso es ridículo! —protestó el
Caragato
aunque resultaba evidente que la cifra le había impresionado, e impresionaba sobre todo a la mayoría de sus hombres que habían cambiado súbitamente de color—. ¿De dónde has sacado esa cifra?

—De Sinalinga.

—Ningún salvaje sabe contar más de diez.

—Si quieres, ven y te enseñaré cuántas veces ha impreso las manos en el suelo para darme a entender el número de guerreros de Canoabó…

El timonel paseó la mirada por los atribulados rostros de sus hombres y por último concluyó por encogerse de hombros.

—En ese caso acabarán con nosotros tanto si estamos juntos como si continuamos divididos. —Hizo una significativa pausa—. Y personalmente prefiero morir como hombre libre que como miserable esclavo de un imbécil. ¿O no?

La tibia respuesta de sus secuaces no fue todo lo unánime que hubiera deseado, lo que le obligó a fruncir levemente el ceño.

—¡Bien! —admitió—. Supongamos que tienes razón: dos mil indios son demasiados indios incluso para nosotros, y tendríamos más posibilidades de derrotarlos si nos agrupáramos. ¿Qué propone el inútil de Don Diego?

—Supongo que eso deberías discutirlo con él.

—¡Yo no pierdo tiempo con imbéciles!

—¡Por favor!

—¡He dicho que no! —fue la seca respuesta—. Ve y dile que ya conoce mis condiciones: si me cede el mando le garantizo que mañana mismo esos salvajes se estarán arrepintiendo de haber nacido. —Se cruzó los dedos besándoselos sonoramente según su costumbre—. ¡Por éstas!

—Tú sabes bien que no puede aceptarlo. —El isleño hizo una pausa—. ¿Y qué ocurriría cuando regresara el almirante? Lo más probable es que te colgara del palo mayor.

—Tú preocúpate de tu gañote,
Guanche
, que yo me preocuparé del mío. —El
Caragato
sonrió divertido y lanzó los naipes sobre la tosca mesa ante la que se encontraba sentado—. Te propongo un trato —dijo—. Nos lo jugamos a las cartas: si ganas, acepto volver a entrevistarme con ese cretino e intentar ser razonable… Si gano yo, me vendes tu alma; es decir; te unes a mí y no discutes mis órdenes. ¿Vale?

—Eso es jugar con ventaja: sabes que siempre pierdo.

—¡Por eso mismo lo hago, no te jode! ¡A ver si te has creído que soy tonto! —Barajó ostensiblemente y le guiñó un ojo a sus hombres que parecieron volver a animarse—. ¡Venga! No seas cagueta…: algún día tiene que cambiar tu suerte.

—Dudo que hoy sea ese día… ¿Y quién me garantiza que cumplirás tu trato? Jamás has sido razonable en nada.

—¿Y quién me garantiza a mí que te quedarás si pierdes? Nuestra palabra de hombres de honor, es lo único que nos queda en este puto rincón del mundo. —Sonrió ampliamente—. Yo acepto la tuya. ¿Por qué no puedes tú aceptar la mía? —Desparramó la baraja sobre el tablero y le invitó con un gesto—. ¿A la carta mayor?

El isleño dudó de nuevo pero no cabía duda de que el juego continuaba ejerciendo sobre él una invencible fascinación, y la posibilidad de conseguir un acercamiento entre dos grupos tan abiertamente enfrentados, le tentaba. Observó uno por uno a los hombres que le observaban a su vez, la mayor parte de ellos sonriendo burlonamente, y al fin asintió con un gesto:

—¡De acuerdo! —dijo— ¡A la carta mayor! ¿Quién levanta primero?

—¿Por qué no los dos al mismo tiempo?

—¿Por qué no…?

Lo hicieron y las cartas cayeron a la par sobre la mesa mientras cantaban el punto al unísono:

—¡Dama!

—¡Diez!

Abrió los ojos y presintió una proximidad extraña.

Todo estaba a oscuras, fuera la noche no ofrecía más que el rumor de la lluvia que apagaba cualquier otro sonido y un denso olor a tierra mojada, que lo llenaba todo, pero que no bastaba para encubrir aquel otro olor a sudor agrio que se advertía muy cerca.

Tuvo miedo, pero se esforzó por dominarlo y fingió que aún dormía aunque permaneció con todos los sentidos alerta, hasta que al fin no le cupo duda alguna de que algo se movía en el más alejado de los rincones.

—¿Quién anda ahí? —dijo.

—Soy yo, señora. No se asuste —susurró una voz desconocida—. Bonifacio Cabrera.

—¿Quién?

—El cojo Bonifacio: el amigo de
Cienfuegos
.

Se irguió sin acordarse siquiera de cubrir su desnudez, y observó atentamente al muchacho que había avanzado hasta situarse a los pies de la cama.

—¿Y qué haces aquí? —inquirió—. Si te sorprende mi marido, te mata.

—Lo sé, pero Don Luis de Torres me pidió que le dijera que la espera a la entrada del bosque.

Tuvo la sensación de que el corazón pretendía escapársele del pecho.

—¡Don Luis de Torres! —exclamó— ¡No es posible!

Zarpó esta mañana.

—Pues aún está aquí.

—¿Y qué es lo que quiere?

—No lo sé, tan sólo dijo que es muy urgente; que tiene que reunirse con él antes de que amanezca.

La vizcondesa de Teguise se puso en pie de un salto y abrió el armario buscando un vestido que ponerse, pero tan sólo en ese instante recordó que toda su ropa se encontraba desparramada por el jardín, juguete primero del viento y ahora del agua y el fango.

—¡Vámonos! —dijo a pesar de ello.

—¿Así? —se asombró el muchacho.

—Recogeré algo abajo. ¿Por dónde has entrado?

—Por el balcón, pero es peligroso.

—No te preocupes —señaló encaminándose hacia allí—. Si tú has sido capaz de subir, yo seré capaz de bajar.

Lo hizo pese a la oscuridad y la lluvia, agradeciendo que el capitán León de Luna hubiese tomado tanto cariño en sus dogos que les permitiese dormir en la habitación de la torre, y cuando puso al fin el pie en tierra comenzó a tantear a su alrededor buscando algo con que cubrirse, sin importarle que sus vestidos se hubiesen convertido en sucios guiñapos que rezumaban agua.

—¡Vamos! —insistió luego al pobre Bonifacio que renqueaba tembloroso—. Vamos. ¡Aprisa!

—¿Aprisa? —se sorprendió el otro—. A mí esta pierna ya no me la cura ni la Virgen de Covadonga. Bastante hago con llegar.

Saltaron el muro dejándose jirones de piel y ropa en las enredaderas, y anduvieron chapoteando por el enfangado sendero, cayendo, resoplando y volviéndose a levantar hasta alcanzar las lindes del bosque desde donde un chorreante Luis de Torres, que sostenía de la brida a dos inquietos caballos, hacía grandes aspavientos para que se apresuraran.

—¡Aquí! —chistó—. ¡Aquí!

—¡No corra tanto! —suplicó el renco—. Se me está acalambrando la pata sana…

Ella le tomó del brazo ayudándole a acelerar la marcha, al tiempo que el converso se aproximaba tirando de las cabalgaduras que se resistían a avanzar en la oscuridad.

Cuando al fin se reunieron, la alemana inquirió de inmediato:

—¿Qué significa esto, Don Luis? Os imaginaba en alta mar.

—Prometí ayudaros y cumplo mi promesa. Una chalana nos espera al sur de la isla.

—¿Para ir adónde? —se sorprendió ella—. No pretenderéis alcanzar la flota en mar abierto. Sería una locura.

—No, desde luego. En mar abierto no. Pero a última hora el almirante decidió hacer una corta escala en El Hierro, y le pedí a «maese» Juan de la Cosa que me desembarcara cerca de la costa. ¿Aún estáis dispuesta a venir?

—¡Desde luego!

—En marcha entonces. La escuadra tiene previsto zarpar al anochecer. Disponemos por tanto de menos de veinticuatro horas para encontrar la barca y llegar hasta El Hierro.

La ayudó a montar en la primera de las bestias y trepó luego ágilmente a la segunda, al tiempo que el cojo Bonifacio se aferraba fuertemente a sus botas.

—¡Señor! —sollozó el muchacho—. No me abandone aquí, señor. Estoy muy cansado y tengo miedo.

—¡Está bien! —admitió el intérprete real tendiéndole la mano para que se acomodara tras él—. Te dejaré cerca del pueblo.

Se alejaron todo lo aprisa que les permitían la oscuridad, los árboles y el fango, y cuando al fin desembocaron en un sendero ancho y despejado, a la vista ya de las primeras casas, el converso detuvo su montura y extrajo de la bolsa dos pesadas monedas.

—¡Toma! —señaló ofreciéndoselas—. Lo que te prometí.

—Preferiría que no me pagara de ese modo, señor —fue la sincera respuesta del muchacho—. ¡Llévenme con ustedes!

—¿Adónde?

—Adonde está
Cienfuegos
: al Cipango.

—¿Te has vuelto loco?

—No más que ustedes. Aquí nunca seré más que un pobre cojo hambriento. Tal vez en ese «Nuevo Mundo» consiga comprarme algún día un buen caballo.

—En ese «Nuevo Mundo» no hay caballos.

—Los habrá —replicó el muchacho convencido, y luego extendió la mano hacia la vizcondesa—. ¡Por favor, señora! —pidió—. Seré un buen criado.

Ingrid Grass se volvió entre interrogativa y suplicante a Luis de Torres, que concluyó por encogerse de hombros.

—¡Qué diablos! —exclamó—. Allí lo que hace falta es gente, aunque sea coja. ¡Andando!

El
Caragato
hizo honor a su palabra y se avino a mantener una nueva entrevista con el gobernador en la que se mostró mucho más flexible en sus pretensiones, no tanto quizá por cumplir su deuda de juego, como por el hecho de haber tomado clara conciencia de que la situación se estaba volviendo insostenible y muchos de sus hombres comenzaban a inquietarse ante la posibilidad de que su rebeldía no tuviese en verdad otra salida que acabar en las fauces de los tiburones.

—Estoy dispuesto a regresar al «fuerte» y aceptar su autoridad, pero yo ocuparé el lugar del
Guti
y las decisiones importantes las tomaremos a medias.

—¿Qué consideras tú decisiones importantes?

—quiso saber Don Diego de Arana.

—Aquellas que se refieren al enfrentamiento a los salvajes y al reparto de tierras.

—Puedo autorizar el reparto de tierras —admitió el gobernador—. Pero lo que no puedo es garantizar que el virrey lo refrende a su regreso.

—Si nos entrega un título de propiedad, yo me ocuparé de hacerlo valer el día de mañana —señaló el asturiano ásperamente—. Les va a costar mucho trabajo echarnos cuando nos hayamos establecido, y no creo que el almirante esté dispuesto a provocar disturbios. ¿Qué hay de los salvajes?

—Esperan el momento oportuno para atacarnos.

—Pues ataquemos antes con todo lo que tenemos: bombardas, arcabuces, ballestas, espadas. ¡Lo que sea!

Si nos lanzamos sorpresivamente sobre ellos les invadirá tal pánico que correrán tres días.

—¿Con qué disculpa?

El timonel le observó desconcertado.

—¿A qué se refiere? —quiso saber— ¿De qué clase de disculpa habla?

—De la que necesitamos para lanzarnos de pronto sobre alguien que se supone que es nuestro aliado. El virrey selló un pacto con el cacique Guacaraní, y mi obligación es respetarlo.

—¡Pamplinas!

—¿Cómo que pamplinas…? —se indignó el gobernador—. Recuerda que represento a Doña Isabel y Don Fernando, soberanos de una nación civilizada que no puede cometer la infamia de atacar a un pueblo amigo sin una razón muy poderosa.

—¡Pamplinas! —insistió tercamente el de Santoña—. Si Doña Isabel y Don Fernando no dudaron a la hora de mandar al matadero a un pueblo tan tradicionalmente amistoso como el judío, menos dudarían a la hora de meter en cintura a un puñado de salvajes que andan buscando camorra.

—Tal vez, pero yo no puedo aceptar semejante responsabilidad sin causa justificada.

—¿Y cuál sería esa causa justificada…? —se impacientó el otro—. ¿Qué nos ataquen en el momento y el lugar que ellos elijan…? ¡No! —negó convencido—. Eso sería un suicidio… Según
El Guanche
pronto serán más de dos mil y nos tendrán a su merced.

—¡Qué sabe ese animal!

—En este caso, más que nosotros, ya que es el que mejor se entiende con ellos. Si esperamos a que llegue Canoabó con el grueso de su gente, todo estará perdido. —Su tono cambió hasta el punto de hacerse casi suplicante—. ¡Compréndalo; Excelencia! Este no es momento de consideraciones, sino de encarar los hechos, poner los cojones sobre la mesa, y salvar el pellejo.

—Necesito pensarlo.

—¡No tenemos tiempo!

—Es mucho lo que está en juego.

—¡La vida, Excelencia! Usted mismo lo dijo el otro día: la vida que es en realidad lo único que de verdad nos pertenece.

Don Diego de Arana, pobre estúpido al que continuaba viniendo grande cualquier cargo que se le otorgase y cualquier responsabilidad que se pusiera en sus manos, se mesó una y otra vez el poblado mostacho retorciéndose las puntas con gesto nervioso, para rogar al fin casi con un hilo de voz:

—¡Dame veinticuatro horas! —exclamó—. Regresa con tu gente al «fuerte», estudiemos un plan de defensa, y déjame un día para decidir si pasamos al ataque. ¡Sólo un día!

El
Caragato
le observó con gesto despectivo, concluyendo por encogerse de hombros con aire de fatalista resignación.

—¡De acuerdo! —dijo—. Un día. Ni una hora más.

De vuelta al campamento, ordenó a sus hombres que lo dispusieran todo para instalarse en el «fuerte», pero apartando a un lado al llamado
Barbecho
, el más fiel —y más bestia— de sus seguidores, comentó en voz baja:

—El memo del gobernador necesita una disculpa para plantarle cara a esos salvajes. ¡Dásela!

—¿Cómo?

—¿Sabes manejar un arco? —Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió—: Quítale uno a un indio y cárgate esta noche al
Guti
. —Hizo una corta pausa—. Y si no encuentras al
Guti
, cárgate al
Guanche
.

—¿Y si tampoco encuentro al
Guanche
?

—¡Cárgate a la madre que te parió, pero procura que no sea de los nuestros! ¿Está claro?

—Muy claro, aunque lo de mi madre va a resultar difícil porque se quedó en Carmona…

Cuando a la mañana siguiente el repostero real Pedro Gutiérrez apareció clavado contra un árbol con una larga flecha indígena atravesándole certeramente el corazón, Don Diego de Arana, que no dejaba de ser a todas luces un inepto, pero no por eso incapaz de razonar a veces, llegó a la conclusión de que la brutal agresión llegaba en un momento demasiado oportuno, pese a lo cual se abstuvo de hacer comentarios, agradeciendo en el fondo de su alma que alguien le brindara la ocasión de pasar al ataque eximiéndole de cualquier responsabilidad futura.

—Que venga el
Guanche
—fue todo lo que dijo, y cuando el pelirrojo se presentó ante él, ordenó escuetamente—: Entérate de cuándo llegará Canoabó.

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