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Authors: Paloma Bordons

Tags: #Infantil y juvenil

Chis y Garabís (6 page)

PACHORRO volvió a Garabís al día siguiente y al otro, y al otro, y al otro... Todas las mañanas, Agapito y él se encerraban en el sótano del palacio de Garabís.

En toda la isla se oían martillazos y ruidos extraños y de vez en cuando salían volutas de humo de colores de la chimenea de palacio. Marieta empezó a echar en falta numerosos objetos de la casa: primero desapareció un grifo en la cocina, luego una mesa, más tarde un sillón verde con flores rojas, el favorito del rey Agapito, después un par de cazuelas... Marieta estaba muy intrigada.

La amistad del rey Agapito y Pachorro era algo curiosa. A menudo, entre los ruidos extraños que salían del sótano, se oían las voces de los dos inventores.

—¡Especie de parásito! ¿Es qué no tienes orgullo, vergüenza ni dignidad? —decía la voz del rey Agapito.

—¡Y tú, saco de vanidad, pavo orgulloso! ¿No te puedes comportar como una persona normal?

—No soy una persona normal. ¡Soy un rey!

—Eres un engreído. Y no te olvides de lo que hiciste con mi llave inglesa.

Por suerte estas discusiones solían ser muy cortas, y después los dos se volvían a llevar a las mil maravillas..., por lo menos los siguientes diez o quince minutos.

15. ¡Menudo artefacto!

En Chis soplaban malos vientos. Desde la llegada de los garabisinos, se había reducido la superficie de los huertos y se había doblado el número de bocas que alimentar. Además, como ya no había bosque ni ganado en Garabís, la isla de Chis tuvo que empezar a comprar leche, carne y madera a los reinos de Oste y Moste, y éstos pusieron los precios por las nubes.

El rey Manolo se pasaba el día haciendo cuentas; el cofre que contenía el tesoro público de Chis se iba vaciando de forma alarmante.

El rey puso sobre aviso al parlamento:

—Chisinos y garabisinos: preparaos para tener menos leña este invierno, comer menos carne, más sardinas y menos leche. Si los precios de Oste y Moste siguen así, en poco tiempo seremos tan pobres como el rey Agapito —lo que era igual a decir más pobres que las ratas.

Después de oír las palabras del rey, chisinos y garabisinos, que últimamente habían hecho una tregua en sus discusiones, volvieron a pelearse y a echarse la culpa unos a otros de su desgracia.

—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! ¡No seáis brutos, caramba! —rogó el rey Manolo retorciéndose las manos—. Saldremos adelante.

Y luego pensó: «Saldremos adelante, sí... Pero ¿cómo? ¿Comiendo sardinas? ¡Uuug, qué asco!».

Al rey Manolo no le gustaban nada las sardinas.

UNA TARDE, como tantas otras tardes, Marieta y Che jugaban al ajedrez en la cocina del palacio de Garabís.

De pronto llegó hasta los dos niños una especie de alarido de felicidad:

—¡Yuupiiiii! ¡Está terminado!

Era la voz del rey Agapito.

Che y Marieta bajaron al sótano a toda velocidad y encontraron al rey y a Pachorro dando saltos de alegría alrededor de un extraño artefacto.

—¿No es bonito? —preguntó el rey Agapito, contemplando embelesado su invento.

Los niños pensaron que «bonito» no era la palabra adecuada para nombrar aquel cacharro, aunque se guardaron mucho de decirlo.

Así, a primera vista, parecía una especie de elefante hecho con restos de todas las cosas imaginables: cazuelas, cañerías, cuerdas, un trozo de verja, una mesa, una cafetera, un molinillo, dos toneles... Una enorme tubería metálica hacía las veces de trompa del elefante. El «lomo» estaba coronado por la butaca favorita del rey Agapito, a la que habían adosado unos pedales.

—Ayudadnos —dijo el rey Agapito, impaciente—. Tenemos que sacarlo de aquí.

Por suerte, el artefacto tenía cuatro ruedas en la base, pero aun así costó Dios y ayuda sacarlo del sótano, y tardaron más de media hora en llevarlo a la orilla del mar, que era donde, según sus inventores, le correspondía estar.

Una vez allí, el rey Agapito introdujo la «trompa» de la máquina en el agua, y le dijo a Pachorro que se subiera en su sillón a pedalear.

—¡Ja! —fue la respuesta de Pachorro—. ¿Y por qué voy a pedalear yo? Hazlo tú, que eres el dueño del sillón.

—Ni hablar. Yo soy el rey. ¿Has visto alguna vez un rey pedaleando en un sillón? Además te lo ordeno.

—A mí nadie me ordena nada. ¡Yo hago lo que me da la gana! ¡Y acuérdate de mi llave inglesa!

Por fin decidieron echarlo a cara o cruz, pero como nadie tenía un fling en el bolsillo, tuvieron que acabar echándolo a pares o nones. Perdió Pachorro. Mientras se encaramaba en el sillón, seguía rezongando:

—Que conste que me has hecho trampa, lo hago por no discutir.

Cuando Pachorro se puso a pedalear, la máquina tembló, vibró, bramó, crujió y echó humo.

—Creo que ya es bastante —jadeó Pachorro al cabo de un ratito, bajando del sillón. No había estado tan cansado en su vida.

El rey Agapito abrió el grifo que se encontraba en el lado opuesto de la «trompa» y de él empezó a salir agua. El rey llenó con ella un vaso y se lo acercó a Marieta muy solemnemente.

—Bebe —ordenó.

Marieta obedeció mientras todos la miraban conteniendo la respiración. Encontró en el agua cierto regustillo a sardinas; pero de sal, ni gota.

—¿Qué, qué tal? —preguntó el rey Agapito con un hilo de voz.

—¡Buenísima! —gritó Marieta abalanzándose sobre su padre con tanta fuerza que casi lo tiró al suelo—. ¡Eres un genio! —decía mientras se lo comía a besos.

—¡Bravo! ¡Bravo! —Che casi lloraba de alegría y daba volteretas sobre la arena.

El rey Agapito, por su parte, se subió en su sillón estampado y empezó a pedalear como un loco.

16. Todo el mundo a trabajar

El rey Agapito no sabía si la máquina para quitar la sal al agua marina era un invento o un reinvento, pero tampoco le preocupaba. Ahora tendría agua para regar; tendría, con el tiempo, un bosque y quizá... ¡Quizá hasta volviera a tener súbditos!

HUBO GRANDES discusiones entre Pachorro y Agapito a causa del nombre que deberían dar a la máquina desaladora. Finalmente todo el mundo acabó llamándola «el trasto», nombre con que la bautizaron Marieta y Che. Una vez bautizada, los flamantes inventores empezaron a hacer planes para el futuro. Tenían mucho trabajo por delante.

Primero había que remover toda la tierra, que estaba tan seca y dura que no permitiría que los tallos y las raicillas de las nuevas plantas se abrieran paso a través de ella.

Luego habría que fertilizarla, porque, además de agua, las plantas necesitan una tierra rica para crecer.

Después tendrían que obtener semillas en algún lado.

También tendrían que modificar el trasto, porque, por el momento, hacerlo funcionar era cansadísimo: para poder regar un huerto pequeñito había que estar pedaleando una hora entera.

Pachorro y Agapito incorporaron al trasto más asientos y más pedales, para que pudieran pedalear más personas a la vez y sacar así más agua.

Pero para todas esas cosas hacía falta ayuda. Muchas manos dispuestas a trabajar y pies dispuestos a pedalear.

—Los niños de Chis y Garabís nos ayudarán —sugirió Che—. ¡Seguro!

Y no se equivocó. Cuando se enteraron del asunto, aceptaron encantados. Ellos fueron además los encargados de conseguir las semillas. Se dedicaron a recolectar los huesos de toda la fruta que se comía en Chis.

Fueron días de mucho trabajo para los niños, el rey Agapito y Pachorro. Sí, habéis leído bien: también Agapito y Pachorro trabajaron, aunque sin dejar de rezongar ni un momento. Entre todos removieron la tierra de arriba abajo, la fertilizaron, hicieron canales para el riego y, por último, plantaron todos los huesos que habían traído de Chis. Luego, se dedicaron a esperar.

Las plantas se desarrollaban tan deprisa que si uno las miraba con atención, podía verlas crecer. Y eso hacía Marieta. Todas las tardes se sentaba en la tierra a observar, e incluso tomaba notas en un bloc de lo que iba pasando, para luego informar a los niños de todo: «Luisa, tu níspero se levanta ya por lo menos dos dedos del suelo». «Víctor, le ha salido una hojita a tu manzano». «No, todavía no da señales de vida tu naranjo...».

—LO ÚNICO que siento es no haber podido plantar una semilla «mía» —dijo Marieta en cierta ocasión a su padre, al ver que cada niño estaba pendiente de sus propias semillas.

El rey Agapito se preguntó dónde podría encontrar una semilla en Garabís que no fuera de cardo borriquero. De pronto se dio un capón en la frente:

—¡Ya está! —exclamó—. ¡El cofre del rey negro!

El rey cogió a Marieta de la mano y la llevó escaleras arriba hasta el trastero de palacio. Marieta nunca había estado allí. El trastero siempre estaba cerrado con llave porque al rey le daba mucha tristeza visitarlo. Allí se guardaba todo tipo de objetos pertenecientes a la época de esplendor de Garabís. En un rincón, cubiertos de polvo, se apilaban todos los caprichos de la reina Matilde: su abrigo de oso polar, su apolillado traje de ala de mariposa... Al rey Agapito se le escapó una lágrima.

—¡Uf! —dijo sonándose estruendosamente con su pañuelo—, con el polvo me pican los ojos.

Luego, abrió un arcón colosal que contenía los regalos de todos los invitados que habían pasado por Garabís. Ante la mirada estupefacta de Marieta desfilaron cajas de puros, alfombras, candelabros, bandejas, estatuas, jarrones y todo tipo de objetos que el rey Agapito iba tirando por los aires sin ningún cuidado.

Por fin sacó un diminuto cofre de madera labrada, que le había regalado hacía ya muchos años el rey de un pequeño país africano. Lo abrió y extrajo de su interior un saquito en el que se leía: «Kuolulo, árbol de la luna». Del saquito extrajo un puñado de semillas.

—Corre a plantarlas, Marieta. Igual están ya muertas, pero nunca se sabe.

Marieta apretó en un puño las semillas que le tendía su padre y bajó las escaleras como un rayo.

Agapito se quedó sentado en el suelo del trastero, contemplando todos los recuerdos de sus «tiempos felices». Luego, se dijo: «Vamos, Agapito, no te pongas melancólico. Los de ahora también son, a su manera, tiempos felices». Se sacudió el polvo, salió del trastero, cerró la puerta con llave y tiró la llave por la ventana.

17. El kuolulo

Marieta se desvivía por sus recién plantadas semillas. Les daba doble ración de agua y les echó fertilizante suficiente para hacer crecer una piedra. Pero las semillas no brotaban.

—Probablemente son demasiado viejas —explicó Agapito a Marieta.

Pero Marieta no perdía la esperanza y seguía regándolas todos los días.

UNA MAÑANA, como tantas otras, Marieta se despertó con el ruido del «madrugador» fabricado por el rey Agapito. Bostezó, se estiró y, cuando se disponía a saltar de la cama, echó de menos el rayito de sol que a esa hora solía entrar por la ventana para caer directamente en su nariz. Toda la habitación estaba extrañamente oscura.

—¿Estará nublado? —se preguntó Marieta.

Pero no podía ser. Hacía años que no pasaba ni una nubecilla sobre el cielo de Garabís...

Marieta se acercó a la ventana y comprobó que una enorme sombra se cernía sobre el palacio, y oyó un murmullo como de voces sobre su cabeza. Levantó la vista y vio unos tentáculos balanceándose amenazadoramente sobre ella, como si quisieran atraparla por el cabello. Retrocedió de un salto. El corazón le latía como un tambor.

Luego, se armó de valor y volvió a asomarse a la ventana muy despacio. No eran tentáculos, ¡eran ramas! El terrible monstruo era sólo un árbol. O mejor dicho: ¡era ni más ni menos que un árbol! Y era tan gigantesco que Marieta no podía ver dónde terminaba. Sus ramas estaban cubiertas de grandes hojas rojizas, y aquí y allá colgaban los frutos, una especie de plátanos morados. La brisa movía las ramas y las hacía susurrar al oído de Marieta. Parecía que el árbol hablase.

MIENTRAS TANTO, el rey Agapito dormía plácidamente en la habitación contigua. De pronto sintió que algo le hacía cosquillas en la nariz. Se rascó entre sueños, dio un bufido y siguió durmiendo. Pero ese algo insistía, y el rey no tuvo más remedio que despertarse. Una gran rama de árbol entraba por la ventana y le hacía cosquillas en la nariz.

—Estoy soñando —gruñó el rey Agapito, y se dio media vuelta para seguir durmiendo.

En ese momento entró Marieta en su habitación, muy excitada:

—¡Papá, ven a ver, ven conmigo!

Tirándole de la chaqueta del pijama, lo llevó a la puerta de palacio. Muy cerca de allí se alzaba el gigantesco árbol, que cubría con su sombra todo el palacio de Garabís.

Marieta y Agapito miraron hacia arriba intentando adivinar dónde acababa la copa del árbol, pero no lo lograron. Tenía un tronco tan grueso que harían falta por lo menos cinco hombres dándose la mano para abarcar su perímetro.

¿De dónde había salido? ¿Quién lo había traído? ¿Cuándo había brotado? ¿Qué clase de árbol era?

—No es un manzano —observó Marieta.

—Ni un peral —dijo Agapito.

—Ni un chopo, ni un limonero...

—Ni un níspero, ni un cocotero...

—¡Albricias! ¡Ya lo tengo! ¡Las semillas del rey negro! —exclamó de pronto Marieta.

—Entonces, ¿es un kuolulo? —preguntó Agapito.

¿Qué otra cosa podía ser? De todas formas, el rey Agapito recordó que en su biblioteca, que visitaba tan pocas veces como el trastero, tenía una «enciclopedia exótica». Fue corriendo a mirar en el volumen de la «K».

—Aquí está —exclamó el rey Agapito, señalando el nombre impreso en una hoja amarillenta—. «Kuolulo o árbol de la luna: árbol tropical caracterizado porque sólo crece a la luz de la luna llena. En buenas condiciones, brota en una sola noche hasta alcanzar dimensiones gigantescas. Su madera es resistente, flexible y de excepcional calidad. Sus frutos, morados y de forma aplatanada, despiden un olor delicioso y saben a gloria. Al ser podado, el kuolulo vuelve a desarrollar las ramas cortadas en la siguiente noche de luna llena. Si tiene usted un kuolulo, ¡enhorabuena!».

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