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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Tags: #Juvenil, Relato

Campos de fresas (8 page)

Sobrevino un largo segundo de silencio, mientras la emoción se apoderaba de ellos.

Pero incluso esa emoción quedó en un segundo plano cuando Loreto levantó la cabeza, suspiró, apretó las mandíbulas y, con determinación, se sirvió tres cazos de sopa. Luego introdujo la cuchara en el plato para empezar a tomarla con la mayor naturalidad.

Sus padres intentaron mantener la normalidad.

Después de todo la clave era siempre el después. Lo que hiciera ella con lo que hubiese ingerido.

—Está buena —dijo Loreto.

Capítulo 37
Blancas: Torre g4

Esther Salas no conseguía apartar los ojos de su hija y del complejo sistema de tubos y aparatos que la envolvía.

En aquellas pocas horas, había aprendido todo lo que tenía que aprender de la situación, y de todo aquello que ahora la mantenía con vida de forma artificial. El tubo de la nariz era una sonda nasogástrica; el de la boca, un respirador para la ventilación asistida, y que la unía a la bomba que le suministraba a ella el aire. También sabía que un coma era la ruptura de las funciones cerebrales específicas, la abolición del movimiento, la sensibilidad y la movilidad. El doctor Pons y las enfermeras le habían dicho que, sobre todo, tratase a su hija como si ella realmente pudiera oírla, y que le hablase.

Lo habría hecho igualmente.

No estaba muerta, y si no estaba muerta es que estaba viva. Por lo tanto podía oír. Estaba segura de ello.

Fue a cogerla de la mano…

Y entonces todo en Luciana se disparó.

Fue tan fulminante que por un momento creyó que iba a volver a la vida. Pero inmediatamente se dio cuenta de la anormalidad en la siguiente fracción de segundo. Luciana se estiró y arqueó por completo, de una forma absolutamente antinatural y casi inverosímil, apoyándose tan sólo en la nuca y los talones, con la espalda tan curvada hacia arriba que parecía que se le iba a romper. Todo su cuerpo fue preso de una tensión brutal.

—¡Luis! —gritó.

Su marido ya se había dado cuenta, lo mismo que Norma, aunque la chica se quedó inmóvil, atenazada. El hombre salió por la puerta gritando:

—¡Enfermera! ¡Enfermera!

La primera entró inmediatamente. Otras dos corrían ya hacia la habitación. Una cuarta llamaba al médico.

El pequeño espacio se llenó de voces profesionales.

—¡Está en opistótonos!

—¡Rápido!

—¡Sujetadla!

El doctor Pons tardó en llegar lo que para Luis y Esther Salas era una eternidad. También reaccionó de manera fulminante, sin necesidad de consultar a las enfermeras que ya atendían a Luciana y procuraban que no se desconectara de las máquinas.

—¡Sulfato de magnesio intravenoso, ya!

Luciana continuaba arqueada, arrastrada por sus convulsiones espásticas. Sus padres contemplaron horrorizados la escena sin saber qué hacer o decir, lo mismo que Norma, que rompió a llorar.

La aguja hipodérmica se hundió en la carne de la paciente.

Capítulo 38
Negras: Torre g8 - Blancas: Caballo x d6

Estoy al final de un camino y al comienzo de otro. Puedo escoger.

Retroceder, para empezar de
nuevo,
por el primer camino, o seguir, para ver que hay en éste.

Siento que una parte de mí me empuja hacia delante, pero hay otra que me obliga a esperar, y luchar.

Como luchan ellos.

Todos están ahí abajo, junto a mi cuerpo, tratando de salvarme, de conseguir que ese yo que ahora flota vuelva a mí otro yo físico. Los veo desesperarse, me inyectan cosas, se gritan unos a otros dándose órdenes, manipulan los aparatos. No saben que la decisión es mía. Tengo la paz tan cerca…

Sin embargo, no quiero que sufran, y sé que están sufriendo. Papá, mamá, Norma, Eloy…

Sufren por mí, porque me quieren, y si me voy… Si me dejo atrapar por esta paz…

Tal vez debiera luchar.

Siempre habrá una paz, pero no tengo más que una vida.

Esta vida.

Recuerdo la partida del último campeonato. ¡Oh, sí, sí, fue genial! ¡Qué maravilla! No sólo fue la victoria, sino cómo la conseguí. Me sentí orgullosa de mí misma. Acorralada, sin mi reina, sin torres, sin el alfil blanco y sin el caballo negro, con un alfil y un caballo, y tres peones. Mi rival tenía todas las de ganar, pero resistí, paciente. Ella cometió un error, provocado por mí, y tras él…

Puede que ésa sea la clave: luchar.

Sí, la paz estará siempre ahí, al final del camino, pero antes he de pasar por muchas batallas.

Ése es el sentido de la vida, de la partida. No rendirse.

No rendirse jamás.

Esperad… ¡esperad! ¿Quién ha dicho que me estáis perdiendo?

Quiero volver.

Aún no es el momento.

Quiero seguir con vosotros, mientras decido cuál ha de ser mi próximo movimiento.

Esperad…

He vuelto, estoy aquí, ¿notáis mi pulso?

Esperad…

Capítulo 39
Negras: Torre x d6

Al entrar por la puerta, todo cambió. Ella, la mujer que estaba detrás del pequeño mostrador, se puso en pie de un salto. Su camiseta ajustada, a pesar de que le sobraban bastantes kilos, era tan roja como el cuadro de una imaginaria costa que presidía la rudimentaria recepción. Poli se sintió por un momento como si estuviese delante de un gran semáforo en movimiento.

—¡Poli! ¡Poli! ¡Ay, menos mal que has llegado! —le disparó a bocajarro la mujer—. ¡Acaba de llamar una, llorando, histérica, gritando que ella no quería, pero que…!

—Espera, espera —intentó contenerla—. ¿Quién ha llamado?

—¿Qué más da? —casi le gritó saliendo de detrás del mostrador de recepción de la pensión—. ¡El caso es que debes largarte cuanto antes! ¡Pueden llegar de un momento a otro!

—¿Quién?

—¡La policía!, ¿quién va a ser, maldita sea? —le empujó hacia la puerta—. ¡Están en camino! ¡Un tal Espina, o Espinosa, no recuerdo bien! ¡Yo te guardaré tus cosas, tranquilo!

Poli García ya no luchó contra la desaforada masa de nervios que le sacaba a empujones del lugar. Por puro instinto de supervivencia miró hacia la calle, como si esperase ver aparecer el coche de la policía de un momento a otro. Luego miró hacia arriba, donde también de forma real, pero imaginaria para él, debía hallarse el descanso discreto que formaban las cuatro paredes de su habitación.

Ella tenía razón. Si subía a por algo se arriesgaba a verse atrapado.

No quedaba tiempo.

—¡Mierda, Eulalia, mierda! —gritó a modo de exclamación.

—¡Lárgate ya! —le apremió en la calle—. ¡Telefonéame antes de volver! ¡Si digo tu nombre, es que no hay moros en la costa, pero si no lo digo, es que hay problemas!, ¿vale?

—¡Te debo una! —le gritó él antes de echar a correr.

—¡Ay, Dios, Dios! —le despidió la voz y el gesto dramático de la Eulalia antes de que desapareciera y exclamase más bien para sí misma, igual que una madre preocupada—: ¡A saber en qué líos te habrás metido ahora, hombre!

Capítulo 40
Blancas: Reina f3

Loreto entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Inmediatamente después de ello, pegó la oreja a la madera.

No tuvo que esperar demasiado.

No les oía hablar con claridad, aunque sí supo que lo estaban haciendo por el tono de sus voces, ahogadas por los cuchicheos y la distancia. También reconocía el tono de su previsible discusión. Ahora su madre solía entrar en el baño sin llamar a la puerta, para tratar de sorprenderla si vomitaba. Las últimas peleas, y las últimas lágrimas maternas, habían sido por esa causa. Al menos antes del ultimátum del psiquiatra.

Tanto tiempo vomitando, vomitando, vomitando…

El psiquiatra le dijo que todo dependía de sí misma. Si continuaba, muy pronto dejaría de vomitar. Ya no podría.

Estaría muerta.

No quería morir, pero su hambre incontrolada, el miedo a engordar, la sensación de impotencia y frustración, aún eran superiores a ella.

Nadie se acercó a la puerta. El cuchicheo subió de tono, alcanzó un clímax y después cesó. Creyó escuchar palabras como «confianza» y fragmentos de frases sueltas como «no presionarla» o «vamos a esperar, nos prometió…».

Promesas, promesas. Todas desaparecían al acabar de comer. Entonces quedaba ella, y sólo ella frente a sí misma.

Casi instintivamente, como el drogadicto que busca la aguja de forma inconsciente para hundírsela en la vena, se llevó los dedos a la boca.

Los introdujo hasta la garganta.

Y sintió la primera arcada.

Había comido en exceso: sopa, carne, ensalada, pan, postre. Sería fácil devolverlo todo. Bastarían unos segundos. Como siempre.

Sin ruido.

La arcada aumentó.

Se acercó a la taza del inodoro. Se arrodilló delante de ella. Inclinó la cabeza.

Pero de pronto se vio a sí misma, reflejada en el pequeño lago quieto formado por el agua clara y transparente del fondo del WC, al otro lado de la cual desaparecía el conducto, rumbo a las cloacas.

Ella.

No… de pronto dejó de verse a sí misma.

Se convirtió en Luciana.

Tuvo un espasmo, un estremecimiento, pero no debido a la presión de los dedos o a causa de otra nueva arcada. Fue como si un grito silencioso acabase de estallar en su interior.

Luciana.

Loreto nunca hubiese gritado; Luciana sí.

Cerró los ojos y volvió a abrirlos, un par de veces. Esperó, pero la imagen no desapareció, no volvió a ser la de sí misma.

Despacio, muy despacio, apartó los dedos del fondo de su boca, hasta acabar sacándoselos de ella.

Entonces, la imagen volvió a ser la suya.

Se dejó caer temblando hacia atrás, hasta acabar sentada en el suelo del cuarto de baño, aturdida. Luego se llevó las manos a la cabeza. No era una guerra, era algo mucho peor. Dos personas peleándose en su interior.

Corazón dividido, cerebro dividido, vida dividida.

—¡Vomita!

—¡No lo hagas!

Ella… y Luciana.

De algún lugar sacó las fuerzas, no supo de dónde. Lo único que fue capaz de recordar en los dos o tres minutos siguientes fue que, tras permanecer en el suelo un tiempo indefinido, acabó levantándose para salir como un rayo del baño, alejándose del influjo hechizante de su reclamo.

Y lo había conseguido sola.

Por primera vez.

Sola o con el espectro de Luciana reflejado allí abajo, aunque la decisión final seguía siendo suya, y eso era lo más importante.

Se encontró con sus padres, llenos de ansiedad, pero no hizo falta que les dijera nada. El ruido de la cisterna del inodoro no había sonado. Así que se metió en su habitación temblando, asustada por su éxito, más asustada de lo que nunca había estado en la vida.

Capítulo 41
Negras: Torre d7

Juan Pons entró en la sala tratando de que su rostro reflejara una esperanza que difícilmente podía transmitirles. Al verle aparecer, los padres de Luciana se levantaron y fueron también hacia él. Antes de que la mujer pudiera hablar, lo hizo el médico.

—La hemos estabilizado —informó.

—¡Oh, Dios mío! —Esther Salas se llevó una mano a los labios.

—Entonces… —vaciló Luis Salas.

—Todo ha vuelto a la normalidad, si es que podemos hablar de normalidad en su estado —explicó el médico—. Sigue el coma, y sus constantes vitales se mantienen, pero la crisis ha pasado.

—¿Son normales este tipo de complicaciones? —quiso saber el padre de Luciana.

—No hay una respuesta exacta para esto, señor Salas —dijo el médico midiendo las palabras—. Hacemos lo que podemos, pero a veces, aunque les cueste creerlo, no sabemos contra qué luchamos. Ya le dije que su hija puede despertar en cuarenta y ocho horas, seguir así o…

—Ella es fuerte —aseguró su madre.

—Ignoramos lo que pueda haber en su mente ahora mismo. Tal vez sea consciente de algo, y luche, o tal vez no. Un coma no es más que un largo sueño, y también un delgado cordón umbilical doble que une al paciente con la vida y con la muerte, un cordón muy frágil en ambos sentidos. Lo que sí está claro es que tal vez no resista otra crisis como la que acaba de tener.

—¡Oh, no! —tembló ella.

—Miren, he de ser sincero con ustedes —el doctor Pons buscó los ojos del hombre para apoyarse en su aparente mayor dominio, aunque sabía que Luis Salas estaba tan destrozado como su esposa—. Las próximas horas serán decisivas, quiero que lo sepan. Me gustaría que lo entendieran y que se prepararan para lo que pueda suceder.

—Díganos la verdad —pidió el padre de Luciana.

—Se la estoy diciendo. Por esa razón les hablo ahora y no después, cuando ya no haya nada que hacer. Hay un riesgo de que muera, y en tal caso es mi deber preguntarles si estarían dispuestos a donar sus órganos.

—¡No!

La reacción fue instantánea, fulminante, por parte de Esther Salas.

—Señora…

—¡No quiero que la troceen y…! ¡No, no, no! —se negó a escuchar más y se llevó las manos a los oídos.

Luis Salas bajó los ojos. Su voz sonó como si hablara desde el suelo.

—¿Tenemos que contestarle ahora? —preguntó.

—¡Luis! —gimió su esposa.

—No, claro que no —suspiró Juan Pons—. La urgencia es siempre para los que esperan vivir con los órganos de los que se van. Lamento haber parecido…

Era su trabajo, y la conversación tenía para él muchos ecos habituales. Pero aun así, no se acostumbraba a ellos. Nunca lo haría. Todos los padres, igual que los hijos, tenían un rostro propio, inolvidable. Todos, tanto los que veía morir y llorar como los que veía vivir y reír.

—¿Se encuentra bien, señora Salas?

Era una pregunta sin sentido, por eso ella no le respondió.

Capítulo 42
Blancas: Reina g3

Mariano Zapata había estado esperando el momento oportuno, y de pronto lo tenía a su alcance, fácil, rápido.

Después del susto y la crisis, con la chica sólo estaba su hermana. La enfermera acababa de irse tras dejarlo todo en orden. Las demás bastante tenían con tener controlados a todos los pacientes que estaban a su cargo.

Aunque sabía que los padres volverían enseguida, y lo más probable fuera que ya no se apartaran del lado de su hija.

No esperó más. El secreto del éxito periodístico era lanzarse siempre, arriesgarse.

Después de todo, Norma ya lo conocía, habían estado hablando, se la había ganado, confiaba en él.

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