—Al baño —dijo por decir algo.
—Ah.
Se quedaron mirándose las dos, fijamente, con Luis Salas de mudo testigo. Luego la chica se encaminó al lavabo.
Norma cerró la puerta del baño y se apoyó en el lavabo. El espejo le devolvió su imagen, a mitad de camino de ninguna parte. Al menos así es como se sentía. Demasiado joven para ser mujer, demasiado mujer para ser joven.
Todas las sensaciones volvieron a ella.
En bloque, sepultándola bajo su peso.
Cuando se dejó caer sobre la taza del inodoro, para sentarse, al flaquear sus piernas, comenzó a llorar en silencio, con la cabeza echada hacia atrás y apoyada en la pared, con los ojos cerrados.
—¿Por qué? —gimió—. ¿Por qué?
Fue lo único que pudo decir, una y otra vez, mientras pensaba en su hermana.
Eloy entró en la zona de lavabos del Popes. Primero vio un pasillo que conducía a una especie de distribuidor. En él, la puerta de la derecha mostraba el acceso para los chicos y la de la izquierda para las chicas. No había nadie en el distribuidor, así que se metió en el lavabo masculino. Salvo un par de meones no encontró nada, pero se aseguró. Abrió todas las puertas de los inodoros; cinco en total.
Salió fuera y entonces, por la puerta frontal, la de las chicas, vio aparecer a dos morenitas muy pintadas, clónicas, piernas desnudas, ombligo desnudo, brazos desnudos.
—¡Dos mil quinientas! ¡Cómo se pasa!, ¿no?
—Tía, serán buenas.
—Ya, pero…
Las vio alejarse por el pasillo. Y volvió a mirar hacia la puerta del lavabo femenino.
Zona prohibida, a no ser que…
Esperó unos segundos, sólo para sentirse más tranquilo. Luego empujó la puerta unos centímetros, dispuesto a hacerse el despistado o el borracho si aparecía alguna chica. Dentro no vio a nadie, por extraño que le pareciera. Siempre había creído que los lavabos femeninos estaban llenos a rebosar, con una abigarrada fila de cuerpos delante de los espejos. Además, ellas iban de dos en dos, algo que tampoco había entendido jamás. Tal vez, pensó, todo aquello fuese un mito alimentado por el cine y la tele. El caso es que, por la hora o por lo que fuese, no había nadie a la vista.
Salvo en uno de los retículos privados para hacer necesidades mayores.
Primero fueron sus voces, quedas.
Después su realidad.
—Vamos, decídete.
—¡Es todo lo que tengo, y he de volver a casa!
—Pues yo me largo ya. Me buscas mañana.
—¡Jo!
Eloy cerró la puerta del lavabo sin entrar. Oyó voces a su espalda, por el pasillo. Se apoyó en la pared fingiendo descansar después de la movida y esperó. Aparecieron dos chicos y una chica. Cada cual se metió en su lugar.
Ni siquiera sabía si aquel camello era el que buscaba, y, por lo tanto, si lo que vendía era lo que necesitaba.
Se sintió nervioso. Si se iba a buscar a los otros, el camello podría escapársele. Si se quedaba, tal vez tardara en irse o en cambiarse de lugar.
El tiempo empezó a transcurrir muy despacio.
La clienta del camello salió al cabo de un minuto. Tenía alrededor de quince años, era sexy y atrevida. La nueva chica que había entrado salió a los tres minutos, aún retocándose el pelo. Los dos chicos aparecieron casi inmediatamente.
Y entonces, de pronto, la puerta del lavabo femenino se abrió y por ella asomó un hombre, treinta años, nariz aguileña.
Sus ojos se encontraron con los de Eloy.
Apenas un segundo.
El aparecido salió del lavabo y echó a andar por el pasillo, en dirección a la discoteca.
La sirena ya hacía unos minutos que había enmudecido. El automóvil rodaba ahora a velocidad moderada, porque el Popes se hallaba a la vista. Lorenzo Roca se preocupaba más de buscar un lugar donde aparcar que de otra cosa.
—Esto está lleno —rezongó.
—Pues me gustaría aparcar cerca de la entrada, para poder vigilar la puerta sin tener que bajar del coche —repuso Vicente Espinós.
—Ya.
Sólo le faltó agregar: «¿y qué más?».
Rodeó una parada de autobús en la que ya hacían cola un puñado de chicos y chicas, muy vistosos. Les echaron una ojeada distraída y el inspector volvió a pensar en su padre, en lo que le decía cuando él iba de hippy, o lo pretendía, con el cabello largo y las ropas psicodélicas. Fue un pensamiento fugaz.
—Claro, ahí no vamos a poder entrar —manifestó Roca mirando la discoteca—. Cantaríamos como una almeja.
—Ya sabes que el noventa por ciento del trabajo policial consiste en perder el tiempo, pero el diez por ciento restante depende casi siempre del noventa por ciento primero.
—Todos esos coches no pueden ser de los que están ahí dentro, ¿verdad?
—No, porque son menores, pero las motocicletas sí —le señaló un pequeño bosque lleno de vehículos de dos ruedas.
—Bueno, ¿qué hago?
—Roca, ¿quiere que piense yo en todo?
—Para algo es el jefe, ¿no?
A veces le hacía sonreír, aunque no tuviera ganas, como en ese momento.
—¿Y si llamamos por radio a la grúa para que se lleve uno de estos coches? —propuso Lorenzo Roca.
Poli García salió de los lavabos y se encaminó al bar de la discoteca para tomarse algo antes de largarse. No le gustaba vender dentro. Demasiado arriesgado. Y menos hacerlo en los lavabos. Y menos aún en el de las mujeres. Pero había sido necesario, y discreto. Dadas las circunstancias, no se fiaba ya de nada ni de nadie. También había una diferencia: aquellos críos preferían no comprar fuera, por si alguien los veía. Tenían tanto miedo que más de uno se lo haría encima en una situación extrema. Por eso los lavabos eran el mejor sitio. Se corría la voz, y acudían como moscas.
Todavía le quedaban demasiadas pastillas, y allí ya había vendido todo lo que tenía que vender. Lo que podía vender.
Giró la cabeza.
El muchacho que estaba en el distribuidor había salido tras él.
Parecía observarle.
Suspiró. Ya empezaba con las manías persecutorias.
—¡Mierda! —dejó escapar en voz baja.
Cuando antes acabase la mercancía, antes podría largarse. No le gustaba todo aquello, sentirse así, acorralado, asustado. Castro no era más que un cerdo. Incluso sabía que si a él le trincaban, nunca se atrevería a decir nada, porque sería hombre muerto. Castro podía dormir tranquilo.
Él no.
Se abrió paso sin muchos miramientos. Las inmediaciones del bar estaban más densamente pobladas de adolescentes, aunque a esa hora la huida, el regreso a casa, ya se había iniciado. Tenía sed.
Hasta que se detuvo en seco.
Delante de él, a unos cinco metros, vio una cara. Una cara vagamente familiar.
Una cara expectante, y además gesticulante. Su dueño movía los brazos, daba la impresión de estar diciéndole algo a alguien situado a sus espaldas, mientras lo señalaba a él.
Poli giró la cabeza por segunda vez.
El muchacho de los lavabos estaba ahí, más cerca, como si pugnase por avanzar en su dirección. Y tenía las mandíbulas apretadas.
El camello volvió a mirar al de los gestos.
Fue un
flash,
rápido, fugaz, pero contundente.
La noche pasada, un amigo de uno que se llamaba Raúl, buen cliente, siete pastillas de golpe, un par de chicas…
Quizá fuera una casualidad, quizá no, pero tenía los nervios a flor de piel y no se detuvo a preguntar.
Poli enfiló la salida de la discoteca, abriéndose paso a codazos y empujones. Y redobló sus esfuerzos al ver que los otros dos, el de los gestos y el de los lavabos, echaban a correr tras él con la misma nerviosa celeridad.
Eloy no esperaba aquella reacción de Máximo.
—¡Ya lo sé, ya lo sé! ¿Pero no ves que le estoy siguiendo? —gruñó para sí mismo—. ¡Vas a hacer que…!
Claro que, con sus gestos, Máximo le acababa de dar la certeza final. Era él.
El camello que le había vendido a Luciana aquel caballo blanco y mortal.
El resto estalló allí mismo, entre sus manos, en su mente, en cuestión de un segundo.
El hombre girando la cabeza, reaccionando con miedo, echando a correr hacia la salida.
Si se escapaba, perderían su última oportunidad.
—¡Cinta, Santi! —gritó aun sabiendo que era inútil—. ¡Va hacia vosotros! ¡Detenedle!
Empujó a cuantos encontró por delante, sin miramientos, derribó a una chica, hizo caer algunos vasos y manchó a otros muchos al salpicarles con el vaivén de sus propios vasos. Un murmullo de ira arropó sus movimientos junto a la música que seguía machacando sus sentidos. Pero para él lo único que contaba era cogerlo.
Cogerlo.
Sólo que el camello parecía haber tomado ya una sustancial ventaja en su huida.
Está anocheciendo.
¿Por qué me parece todo un símbolo?
No tengo por qué tomar ninguna decisión. Puedo estar aquí todo el tiempo que me apetezca. Estoy bien. Sin embargo…
Todas las partidas han de terminar, antes o después. Y como buena jugadora, sé que es mejor no prolongarlas indefinidamente.
¿Cuál es la situación?
Ella, la muerte, ataca con su reina negra segura y dominante. Yo sólo tengo mi caballo blanco, mi resistencia. Si hacemos tablas, me quedaré en este lugar armónico y apacible para siempre. Pero no quiero las tablas. Nunca ha sido mi estilo. Prefiero…
Jaque mate.
Ganar o perder.
Anochece y es el momento, sí. Y mañana será otro día.
Tengo dos opciones, y el valor de enfrentarme a ellas. Una es ir hacia la oscuridad, la paz eterna. El adiós. Otra es regresar por donde he venido, volver, asumir el dolor y recuperar mi cuerpo, mis sensaciones. Oscuridad y luz.
Y en ambos casos, el camino es difícil.
Debo decidirme.
Muevo mi caballo blanco. La reina negra espera.
Mi turno, mi turno.
Cinta y Santi se apoyaban en la pared, cerca de la puerta. Hacía rato que habían dejado de mirar en dirección al interior de la discoteca. Su atención se centraba más en quienes entraban o salían, incluso en su aspecto, si llevaban algo en las manos, como si esperasen ver una pastilla recién comprada. No había ni rastro de Máximo ni de Eloy.
—Ese tío no viene —dijo él.
—O ya se ha ido —arguyó ella.
Cinta giró la cabeza hacia el otro lado.
Y se encontró con el tumulto.
Tan próximo a ella que ya lo tenía encima.
Un hombre corriendo hacia la puerta, vagamente familiar, aunque la noche pasada apenas si le había lanzado una ojeada. Y detrás, a unos metros que eran como una enorme distancia, Eloy primero, y Máximo después.
Reaccionó demasiado tarde, barrida por el viento de la sorpresa.
—¡Santi!
Cuando su novio se movió, ya no pudo impedir que el camello lo atropellara, empujándole sin miramientos. Cayó hacia atrás, y, al intentar sujetarse, arrastró a la desguarnecida Cinta con él.
—¡Se escapa! ¡Se escapa! —chilló la muchacha.
El camello salía por la puerta cuando ellos todavía estaban en el suelo y los otros dos a demasiada distancia como para impedirlo.
Poli García seguía sin saber a ciencia cierta por qué corría.
Pero corría.
Con toda su alma.
Ellos eran dos, y aunque fuesen dos niñatos, tal vez ni siquiera con media torta, en su caso lo mejor era no preguntar. Aquella chica en coma lo había cambiado todo. Eso y la policía buscándole.
Tendría gracia que fuera por otra cosa.
Y que aquellos dos imbéciles…
Sólo que no creía en casualidades, y mucho menos en tantas. ¿Por qué tendría que perseguirle un chico al que la noche pasada había vendido siete pastillas? Si la que estaba en coma era una de aquellas dos niñas…
El miedo puso nuevas alas a sus pies.
Hasta dejó de pensar, aunque su mente era un caos de ideas en ebullición, cuando, de pronto, chocó contra alguien que se le puso por delante, cerca de la puerta. Otro idiota. Tuvo que derribarle. Era el último obstáculo para ganar la libertad, la calle. Allí desaparecería en un abrir y cerrar de ojos.
Salió al exterior, por fin, y la bocanada de aire fresco y puro le hizo sentir mejor, próximo a conseguirlo. Ya no tenía ninguna frontera. Dependía de sí mismo y de sus piernas.
Poli echó a correr en línea recta, hacia el aparcamiento.
Lorenzo Roca detuvo el ronroneo del motor del coche al cerrar el contacto. Su gesto inmediato, estirando los brazos, como si hubiera conducido un millar de kilómetros, provocó la curiosa atención de su superior.
—¡Bueno! —suspiró Roca alargando la «e» con resignada paciencia.
—¿No te gusta conducir?
—Sí, claro.
—¿Entonces?
—Me preparo para lo peor: pasar aquí un buen rato —miró la discoteca—. Nos van a tomar por dos guarros mirando a esas crías y críos… —dejó de hablar en seco. Sus ojos se dilataron por la sorpresa mientras recuperaba de nuevo el habla para gritar—: ¡Jefe!
Vicente Espinós ya lo había visto.
Poli García, el Mosca, corriendo en dirección al aparcamiento en el que estaban ellos, aunque no en línea recta. Acababa de sacarse algo del bolsillo sin dejar de correr y correr.
Y detrás, un grupo de chicos, tres muchachos y una muchacha, también distanciados entre sí aunque no tanto como lo estaban de él.
Le fue fácil reconocerlos.
—¡Vamos! —ordenó saliendo del coche.
He de intentarlo.
Pero ¿por qué me cuesta tanto?
Debería de ser fácil, ¿no? Es sólo volver atrás, aunque duela. Bajar y meterme de nuevo en mi cuerpo.
Intentarlo, intentarlo.
¿No puedo?
La paz es la muerte. La reina negra me abate. El rey negro acecha. El dolor es la vida. Mi caballo blanco, mis alfiles, mis torres, mis peones me llevan al jaque mate. Oscuridad y luz. Pero me siento atrapada, paralizada. ¿Es eso? ¿Mi alma está tan quieta como mi cuerpo en esa cama?
Este silencio…
Si me dejo llevar, volando hacia la oscuridad, todo habrá acabado. Todo.
Pero no quiero rendirme, ¡no quiero! Papá, mamá, Norma, Loreto, Eloy… Vamos, ¡vamos! Lo estoy intentando. ¿Alguien puede oírme? ¡Lo estoy intentando!