Metió la cabeza por la puerta de la habitación de Luciana.
—¿Norma?
—¿Sí?
Pareció asustarse. Estaba muy concentrada mirando a su hermana mayor. Casi hechizada por aquella imagen tan triste y dramática, con los ojos cerrados y la boca abierta, conectada a todos los aparatos que la mantenían con vida. Respiró con ansiedad tras la ruptura de su silencio.
—Tus padres te llaman, creo que han de consultarte algo —le dijo.
Norma se levantó.
—¿Dónde están?
—En la sala de espera, al final del pasillo, ya sabes. Creo que el médico está con ellos.
—¡Oh, no! —gimió asustada Norma.
—No creo que sea nada grave, no temas. Como ves, ya está fuera de peligro.
—Gracias.
Pasó por su lado, salió de la habitación y echó a correr por el pasillo.
Apenas había dado dos pasos, de espaldas a él, cuando Mariano Zapata ya había sacado la pequeña cámara de alta sensibilidad del bolsillo de su cazadora. Al tercer paso de Norma, el periodista entró en la habitación.
Hizo una, dos, tres fotografías rápidas. La primera a los pies de la cama, las otras dos de cerca, muy de cerca. Por el ojo de su objetivo pudo ver a Luciana, llenando la cámara, impregnándole de su realidad.
Como impregnaría la portada del periódico, y las conciencias de sus lectores.
Unas fotografías que probablemente también se publicarían en otros países con la misma problemática.
Salió justo a tiempo. La enfermera volvió a entrar en la habitación, cruzándose con él un poco más allá de la puerta.
—¡Eh, oiga! —le llamó la mujer, extrañada.
Pero Mariano Zapata ya no se detuvo.
Tenía todo lo que necesitaba.
Eloy se sintió cansado y abatido, en primer lugar por las pocas e incómodas horas que había logrado dormir durante la noche, y en segundo lugar por el fracaso de sus pesquisas.
Raúl podía estar en cualquier parte.
En una fiesta privada, o bailando en una nave recién estrenada o en cualquiera de los muchos
after hours
ilegales que proliferaban para los que querían bailar setenta y dos horas seguidas. Era como buscar una aguja en un pajar.
Entró en una cafetería. Necesitaba un café para no desfallecer, víctima de los nervios o del cansancio, aunque sabía que si se detenía un segundo, y pensaba en Luciana, sería peor.
Bastante duro era llevar esa imagen en su mente. Pero más duro sería llevarla durante el resto de su vida.
La imagen de la persona que más quería en estado de coma, convertida en una muerta viviente. Precisamente él, que quería ser médico. Qué extraña paradoja del destino.
—Un café, por favor.
—¡Marchando!
El camarero empezó a manipular la cafetera. Un cliente, a su lado, en la barra, le dirigió una mirada ocasional. Se sentía muy raro. Tenía percepciones y nociones de la realidad muy distintas, nuevas. Le costaba creer que el mundo siguiera como si nada. Podía entender que Loreto, por ejemplo, estuviese enferma. Pero lo de Luciana no.
Eso no.
La confusión y el aturdimiento se acentuaron.
Hasta que el café aterrizó delante de sus manos.
Sin embargo, no fue por él. La reacción se la produjo el cliente de la barra, cuando de pronto levantó la voz y llamó la atención del camarero diciendo:
—Paco, ponme otra.
Eloy tuvo el
flash.
Ana y Paco. Ellos también estaban allí. Verdaderamente, no eran más que dos zumbados que ya lo habían probado todo en la vida, pese a su corta edad, yendo siempre a contracorriente. Pero lo importante es que sabía dónde vivían, y eran amigos de Raúl.
Eran su última oportunidad.
La pensión Costa Roja era tanto o más destartalada que la pensión Ágata. O bien el Mosca protegía su identidad saltando de un lado a otro, sin dar muestras de estar vivo y menos de tener algún dinero, o bien lo de vender como camello no le daba para más.
Lo primero que vio Vicente Espinós al entrar fue el cuadro sobre el pequeño mostrador de recepción, si es que podía llamarse así. Lo segundo, la inmensidad de la que estaba tras él, embutida en una camiseta roja a punto de reventar.
La dueña de la camiseta lo miró con precaución. Evidentemente no parecía un posible huésped.
—Inspector Espinós —le mostró la credencial—. ¿Está Policarpo García?
—¿El señor García? —repitió la mujer insegura.
—El señor García —insistió él.
—No, no está.
—¿Cómo se llama usted?
—Eulalia Rodríguez Espartero, para servirle.
—Me bastaba con el nombre, Eulalia, pero puesto que está dispuesta a servirme, hágalo. ¿Dónde ha ido?
—No lo sé. Ahí está su llave, ¿ve? La número 9.
Colgaba de un clavo en la pared, a su derecha.
—¿Volverá?
—Tampoco lo sé. A veces está un par de noches fuera.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Ayer a mediodía, o a primera hora de la tarde. No ha pasado la noche aquí.
Vicente Espinós alargó la mano. Cogió la llave.
—No le importará que suba a su habitación, ¿verdad? Y no me pregunte si traigo una orden de registro, porque esa chorrada sólo pasa en las películas americanas. Todo el mundo ve demasiadas películas americanas, hasta los delincuentes.
—¡Oh, no, claro…! —asintió Eulalia—. Encantada de colaborar. Puede subir, aunque le agradecería que…
—Descuide. No tocaré nada.
—Es que no quisiera que el señor García se enfadara, ¿sabe usted? Es una buena persona. No sé qué puede…
La dejó hablando y subió la destartalada escalera sin prisas, por si acaso. Los que corrían se encontraban antes con las balas, y no había ninguna necesidad de tener prisa para algo así. Llegó a un pasillo mal iluminado y encontró la habitación número 9 a los dos pasos. Introdujo la llave en el hueco de la cerradura y abrió la puerta.
El Mosca no nadaba en la abundancia precisamente.
Había un par de pantalones, una poca ropa interior, un par de camisas y una chaqueta. Eso era todo. No había nada más, salvo un despertador, una revista erótica y una vieja fotografía de una mujer mayor.
—Hasta los delincuentes tienen madre —dijo el policía en voz alta.
Ni rastro de pastillas. El Mosca las llevaba encima.
Abrió los cajones del armario empotrado y de la mesita de noche. Fue en esta última donde encontró un listado escrito a máquina.
Discotecas, pubs,
after hours,
clubes privados, con fechas, anotaciones y algunas marcas.
Le echó una rápida ojeada. Junto a la mayoría de los nombres escritos había números. No hacía falta ser muy listo para saber que era el número de pastillas vendidas en cada local. Una extraña forma de llevar la contabilidad. Las otras anotaciones correspondían a días de la semana. Se detuvo en cinco locales en concreto: Calígula Ciego, Popes, La Mirinda, El Peñón de Gabriltar y Marcha Atrás. Escrito a mano junto a todos ellos pudo leer la palabra: «sábado». Sábado.
Podía ser este sábado, o tal vez otro.
De no ser porque junto al nombre de Pandora's la palabra escrita era: «viernes». Los leyó todos. «Viernes» aparecía escrito junto a otros tres locales.
Tal vez fuera algún indicio. Tal vez ya no lo fuera. Dependía del Mosca. Aun así sacó una pluma de la chaqueta y un bloc de notas del bolsillo, y copió los nombres de los locales junto a los que se leía viernes y sábado. Hubiera sido mejor hacer una fotocopia de todos, pero entonces habría tenido que salir y volver a entrar, y eso habría alertado a la tal Eulalia. Dejó el listado en el mismo cajón y en la misma posición y salió de la habitación.
Eulalia seguía en el mismo sitio, como si no se hubiera movido y estuviese pegada al suelo.
Máximo salió de su habitación tras haberse duchado y cambiado de ropa. La ducha le había despejado y serenado las ideas. Se sentía mejor, más fresco, pero no quería seguir en casa. En su habitación todo eran fantasmas azuzándole, y fuera de ella estaban sus padres, sobre todo su padre.
—Vaya, ¿ya vuelves a irte?
¿Lo espiaban? ¿Tenían ojos en la nuca? Creía que estaban viendo la tele, y había tratado de no hacer ningún ruido al salir.
—Voy a dar una vuelta —dijo—, pero volveré temprano.
—¿A qué llamas tú temprano?
Apareció su madre. Salía de la cocina. Era una mujer de la vieja escuela. Se pasaba el día en la cocina.
—Temprano —repitió él—. Esta noche no voy a salir.
—¡Oh, qué bien, gracias! —se burló el padre.
—¿Pero vendrás a cenar? —preguntó su madre.
—No lo sé —trató de no perder la paciencia—. Puede que sí y puede que no, pero no voy a salir. Lo mismo llego a las diez que a las doce.
—O las dos o las tres. Eso también es temprano para vosotros.
Volvió el agobio, sólo que no tenía fuerzas para discutir. Más aun, cuando se enteraran de lo de Luciana, y probablemente se enterarían aunque ellos no conocían a los padres de sus amigos, tendrían un buen disgusto. Sería un palo.
—Voy a ver a Loreto —mintió.
—¿La bulímica? —se interesó su madre.
—Sí.
Un día, un par de semanas antes, se lo dijo a su madre, por hablar de algo. Ella se puso inmediatamente en plan de madre sufridora, identificándose con el dolor de la madre de Loreto. Algo muy propio.
—Estáis todos locos —rezongó su padre dándole la espalda para volver a la sala, junto al televisor.
Iba a decirle que no más que él yendo cada domingo al fútbol y gritando como un poseso a un tipo vestido de negro y a veintidós mendas en pantalón corto que se mataban por una bola mientras ganaban una pasta por ello. Pero no lo hizo. No valía la pena.
Su madre le acompañó a la puerta.
—Dale recuerdos a esa chica, y anímala para que coma.
No se molestó en volverle a explicar que bulimia y anorexia eran cosas distintas. Bajó la escalera sintiéndose libre y al llegar a la calle supo que seguía sin saber qué hacer ni adónde ir.
Entonces pensó en Cinta.
Sus padres estaban siempre fuera el fin de semana. Tenían otra casa. Ella estaría allí, tal vez durmiendo, pero al menos era un lugar seguro y tranquilo.
Y no se lo pensó dos veces.
Santi abrió los ojos.
De alguna forma, supo que le había despertado el silencio, más estruendoso en ocasiones que mil sonidos distintos o incluso que una explosión. Y el silencio en casa de Cinta era muy intenso, estaba cargado de sensaciones y presagios.
Miró a su alrededor: las paredes estaban llenas de pósters y fotografías, la ropa tirada por el suelo formando montones; el desorden natural de cualquier habitación. Luego miró el vacío en la cama, a su lado, donde antes había estado el cuerpo de su novia.
Se desperezó, y quedó boca arriba unos segundos, no demasiados. El mismo silencio aterrador con imagen de Luciana en sus pensamientos le obligó a levantarse. Iba en calzoncillos, pero no se molestó en ponerse los pantalones. Salió de la habitación y se metió en el baño, para lavarse la cara y refrescarse la nuca. Se sintió un poco mejor tras ello, y entonces buscó a Cinta.
No tuvo que buscar mucho, tampoco era difícil a pesar de que el piso era bastante grande. La encontró en la sala, acurrucada, sentada en cuclillas en una butaca, abrazada a sus propias piernas desnudas, con la cabeza apoyada en las rodillas y la mirada perdida.
Le pareció sugestivamente sexy, un sueño, hermosa y sugestiva.
No tenía más que alargar una mano y tocarla. Pero no lo hizo.
Una barrera invisible los separaba de forma más implacable que si hubiera sido de piedras y cemento. Cinta sabía que él estaba allí, de pie, y sin embargo no se movió, ni un ápice. Nada. Siguió en la misma posición, con la mirada perdida.
Santi sintió el peso de una culpa muy grande, aplastándolo.
El mismo peso y la misma culpa que la estaban aplastando a ella.
No habló, no dijo nada. Se sentó en la otra butaca, o más bien se tendió en ella, con los pies colgando por uno de los lados y la cabeza apoyada en el otro. Y dejó perdida su mirada en el techo.
Los minutos comenzaron a devorarlos como termitas.
Luis Salas apartó la mirada de su hija y la fijó en su mujer, que seguía como hipnotizada por ella. Norma acababa de salir una vez más, incapaz de quedarse quieta, asustada y al mismo tiempo nerviosa por aquel caos de emociones y sensaciones. Le cogió una mano a su mujer, y se la presionó suavemente.
Fue una llamada.
Pero Esther Salas no la atendió.
—Esther —musitó él finalmente.
No hubo respuesta.
—Esther —repitió—. Tenemos que hablar.
—¿De qué?
—De todo esto.
—No.
—Creo que sí. Tenemos que decidir algo.
—No —repitió ella con mayor determinación.
—Debemos confiar, esperar, y estaremos con ella aunque pase así días, o semanas, o meses —se negó a decir la palabra «años»—. Pero el doctor tiene razón. Si se produce lo irremediable…
—No quiero que la destrocen. Es mi hija.
—Querida…
—¡Está viva! —gritó sin levantar la voz, en su mismo cuchicheo—. No quiero oír hablar de eso.
—Vamos, por favor, cálmate —la presión de la mano se acentuó.
Hasta que ella la apartó de las suyas.
—Tú estás de acuerdo, ¿verdad?
Se enfrentó a los ojos de su esposa.
—Sí —manifestó agotado, pero decidido.
—¿Por qué?
—Porque es mi hija, y tiene un corazón, un hígado, dos riñones, dos córneas… Y porque si ella muere, me gustaría pensar que sigue viva en otras cinco personas, tal vez cinco chicas como ella misma.
Esther Salas ya no lloraba. Desde la crisis ya no lloraba.
—A veces…
—¿Qué? —la alentó para que siguiera al ver que se detenía.
—No, nada —bajó los ojos un momento antes de volver a fijarlos en el cuerpo de Luciana.
Luis Salas respetó su silencio.
Lo rompió de nuevo su esposa unos segundos después.
—¿Y si nos está oyendo? —susurró.
—Sabe que estamos aquí.
—Sí, pero ¿y si nos está oyendo?
—Luciana siempre ha sido una gran chica, tiene un corazón de oro. Todo el mundo lo sabe.