Raúl era de los que aguantaban todo el fin de semana, de viernes a lunes prácticamente. Cuatro días de bajada y al siguiente viernes, vuelta a empezar. Era su vida.
La música, la
mákina
y el
bakalao,
la disco, el movimiento continuo.
Y en un momento determinado, todos formando una cadena, el camello, Raúl, él, y, finalmente, Luciana.
Una cadena que se rompía por el eslabón más pequeño y más débil.
Aparte de Loreto, la única chica que le había importado, y que ya no era más que una sombra de sí misma por culpa de la maldita bulimia.
¿Por qué se destruían a sí mismos?
Suspiró con fuerza, para sentirse vivo, pero sólo consiguió recordar que Luciana ya no podía hacerlo. El dolor se le hizo entonces insoportable. Y no tenía ni idea de cómo arrancárselo.
Si Luciana moría…
Si permanecía en coma durante meses, o años…
Máximo se levantó de un salto. Estaba temblando.
Eloy tuvo suerte. No se vio obligado a llamar desde el interfono. Un hombre, llevando de la mano a un niño, salía del portal, y él se coló dentro sin necesidad de llamar. Ni siquiera esperó el ascensor. Total, sólo eran tres pisos. Los subió dando zancadas que devoraron los peldaños de dos en dos y se detuvo ante la puerta el tiempo justo para coger aire. Luego llamó.
Le abrió Julia. La conocía. Era una preciosidad de catorce años, que daría mucho que hablar cuando se formara un poco más, si es que ya no lo hacía ahora. Rubia, de pecho pequeño y puntiagudo, ojos grises, piernas largas que ella resaltaba con ajustadas minifaldas de tubo…
—Vaya —le sonrió—. Es toda una sorpresa. ¿Cómo estás?
—Bien —mintió—. ¿Está Raúl?
Su hermana pareció sorprenderse por la pregunta.
—¿Es un chiste? —sonrió—. Pasa.
—No, tengo prisa.
Ella no ocultó su disgusto.
—¿No conoces a Raúl? El fin de semana no aparece por casa. ¿Por qué iba a estar aquí un sábado por la mañana habiendo
after hours?
—¿Sabes dónde podría encontrarlo?
—No es de los que dicen dónde va, ni tampoco de los que hacen planes previos. Si tú no lo sabes, menos lo sé yo. ¿Por qué lo buscas?
—Necesito una información urgente.
—Pues hasta el lunes…
Se dio cuenta de que ella aún pensaba que era una excusa, así que se rindió definitivamente.
—Vale, gracias.
Julia se encogió de hombros.
—Estoy sola —le dijo—. Y aburrida.
—Y yo de exámenes.
Ya estaba en la escalera.
La hermana de Raúl cerró la puerta sin darle tiempo a despedirse.
Vicente Espinós aparcó el coche sobre la acera directamente, y bajó de él sin prisa. No cerró la puerta con llave. Sólo un idiota se lo robaría, a pesar de no llevar ningún distintivo que indicase que era un coche policial. Luego salvó la breve distancia que le separaba de la entrada de la pensión Ágata.
No había nadie dentro, pero no tuvo que esperar demasiado. Un hombre calvo, bajito, con una camiseta sudada, apareció de detrás de una cortina hecha con clips unidos unos a otros. Su ánimo decreció al verlo y reconocerlo.
—Hola, Benito —le saludó el policía.
—Hola, inspector, ¿qué le trae por aquí?
No había alegría ni efusividad en su voz, sólo respeto, y un vano intento de parecer tranquilo, distendido.
—Busco al Mosca.
—Moscas tenemos muchas…
—Benito, que no tengo el día.
—Perdone, inspector.
Por la cortina apareció alguien más, una mujer, entrada en años, pero aún carnosa y sugestiva. Iba muy ceñida, luciendo sus caducos encantos. Le sacaba toda la cabeza al calvo.
—¡Inspector! —cantó con apariencia feliz.
—Hola, Ágata —la saludó él.
—Está buscando al Mosca —la informó Benito.
—El bueno de Policarpo —suspiró la mujer—. ¿En qué lío se ha metido ahora, inspector?
—Sólo quiero hablarle de un par de cosas, nada importante.
—Pues tendrá que buscar en otra parte —dijo Ágata.
—Se marchó hace dos meses —concluyó Benito.
—¿Adónde?
—¿Quién lo sabe? —fingió indiferencia ella—. Ésta es una pensión familiar, y barata. Cuando algunos ganan un poco de dinero, siempre intentan buscar algo que creen que es mejor.
—El mundo está lleno de desagradecidos —apostilló el hombre.
—¿Trincó pasta el Mosca?
—Yo no he dicho eso —se defendió Ágata—, pero como se marchó de aquí…
—Haced memoria o llamo a Sanidad o a alguien parecido.
—¡Hombre, inspector!
—¡Que tampoco es eso!
No lo conmovieron, así que decidieron lo más práctico.
—Lo único que sabemos es que se veía con la Loles, ¿la conoce? Una del Laberinto.
—Sé quién es —asintió Vicente Espinós.
—Bueno, pues me alegro —manifestó la mujer.
El policía los miró de hito en hito. Formaban una extraña pareja. Y llevaban treinta años casados. Otros se divorciaban a la más mínima. Luego se dio media vuelta.
—Si lo veis…
—Lo llamamos, inspector, descuide. No faltaría más.
No lo harían, pero eso era lo de menos.
Loreto se miró en el espejo de su habitación.
Desnuda.
Recorrió las líneas de su cuerpo, una a una. Casi podía contar sus huesos, las diagonales de sus costillas, el vientre hundido, la pelvis salida y extrañamente frondosa, las nudosidades de sus rodillas, la piel seca, el cabello débil y sin fuerza que se le caía cada día más.
Y aun así, se sintió mal por algo distinto. Peor.
Gorda.
Tuvo que cerrar los ojos, y volver a abrirlos, para enfrentarse a la realidad.
Tal y como le había dicho el psiquiatra.
Se estaba muriendo. Si no dejaba de comer incontroladamente para vomitar después al sentirse culpable de ello y temiendo a la obesidad, sería el fin. Había llegado al punto límite, y tras él, no existía retorno posible.
Luchó desesperadamente, consigo misma, y pensó en Luciana.
Luciana, tan llena de vida, siempre alegre.
Desde que sabía que estaba en coma, era como si algo, en su interior, pugnase por estallar, sin saber qué era, ni tampoco por dónde saldría esa explosión. Estaba ahí, agazapado.
Luciana. Ella.
Apenas veinticuatro horas antes, Luciana había estado allí, a su lado, frente a aquel espejo, obligándola también a mirarse.
—¡Por Dios, Loreto!, ¿es que no lo ves? ¡Mira tus dedos, tus dientes, tus pies!
Miró sus dedos. De tanto introducírselos en la boca, para vomitar, los tenía sin uñas, doblados, convertidos en dos garfios, atacados por los ácidos del estómago. Miró sus dientes, con las encías descarnadas, colgando como racimos de uva seca de una vid agotada, también destrozados por los ácidos estomacales que subían con la comida al vomitar. Miró sus pies, sus hermosos pies, casi tanto como las manos unos años antes, ahora llenos de callosidades, pues al perder peso, al desaparecer la carne de su cuerpo, habían tenido que desarrollar su propia base para sostenerla.
Era un monstruo.
Aunque mucho peor era estar gorda…
Tener tanta hambre, y comer, y engordar, y…
—¡Yo te ayudaré, Loreto! ¡Voy a ayudarte a superar esto! ¡Te lo prometo! ¡Estaré a tu lado! ¡Comeremos juntas, lo necesario, sin gulas ni ansiedades, y no te dejaré vomitar, se acabó! ¡Te lo juro!
No hacía ni veinticuatro horas.
Y ahora ella estaba en coma.
Se moría.
Era tan injusto…
Y no sólo por Luciana, sino también por ella misma. Porque la dejaba sola.
Sola.
Sintió una punzada en el bajo vientre, dolorosa, aguda. No podía ser la menstruación, porque se le había retirado hacía meses después de tenerla en ocasiones diez días seguidos o de pasar tres meses sin ella, y el estreñimiento no le producía aquel tipo de daño. Tampoco eran sus habituales dolores abdominales. Era un dolor diferente, nuevo.
Tal vez un espasmo.
Pero de alguna forma, por extraño que pareciese, gracias a él sintió, de pronto, que estaba viva.
Luciana no sentía nada.
Ya no.
Loreto se apoyó en el espejo. Primero la mano. Después la cabeza. Cerró definitivamente los ojos.
—No te mueras —susurró—. Por favor, no te mueras.
Ni ella misma supo a cuál de las dos se refería.
Mariano Zapata estaba en la cafetería del hospital, tomando su segundo café del día, cuando apareció Norma, cabizbaja, con las muestras de la preocupación atentando su serena belleza adolescente. La muchacha parecía buscar algo, tal vez una máquina en vez de la barra del bar.
Para el periodista, era la oportunidad que esperaba, la que buscaba desde que una enfermera se la señaló a lo lejos.
Se acercó a ella.
—Tú eres Norma Salas, ¿verdad?
La hermana de Luciana.
Lo miró sin sospechar nada.
—Sí.
—¿Cómo se encuentra?
—Igual. ¿Usted es…?
—¡Oh, perdona! Me llamo Mariano. Soy de la Asociación Española de Ayuda a Drogodependientes.
—Mi hermana no es una drogata —la defendió espontáneamente.
—Claro, claro —la tranquilizó él—, no se trata de eso. Lo que pasa es que este caso va a dar mucho que hablar, ¿entiendes?
—¿Por qué?
—Tu hermana es una chica joven y sana, había salido para pasarlo bien, bailar, y, sin embargo, ahora puede morir. Como comprenderás… Esa porquería que se tomó… éxtasis, ¿verdad?
—El médico dice que no es éxtasis, sino eva.
—Bueno, es el mismo perro con distinto collar. ¿Qué edad tiene tu hermana?
—Casi dieciocho.
—¿Estudia o trabaja?
—Aún estudia, pero lo suyo es el ajedrez.
—¿Ah, sí? Interesante. ¿Es buena?
—Mucho. Ha ganado varios campeonatos escolares, aunque ella no acaba de creérselo. Supongo que para sobresalir en eso hay que arrimar mucho el hombro, y ella aún no lo tiene claro.
—¿Dónde sucedió todo? Quiero decir lo de tomarse esa cosa.
—En una discoteca llamada Pandoras.
—¿Iba sola?
—No, con sus amigos y amigas. Ayer era viernes por la noche.
—Sí, claro, es lógico. ¿Tiene novio?
Por primera vez, Norma se percató de que sin darse cuenta estaba respondiendo a las preguntas del desconocido que tenía delante. Aunque no parecía mal tipo. Él también percibió su instintiva reacción.
—¿Tomas algo? —le propuso antes de que ella siguiera hablando o dejara de hacerlo.
Poli García volvió a detenerse frente a una cabina telefónica, pero sólo fue cuestión de unos segundos. Chasqueó la lengua y miró arriba y abajo de la calle en busca de un bar. Lo divisó en la esquina opuesta, a menos de veinte metros.
En todas las calles de todas las ciudades de España había por lo menos un bar.
Un bar y dos o tres bancos.
Cruzó la calzada y entró en el local. Fue directamente a la barra. Apenas había gente a aquella hora.
—¿Qué será? —le preguntó un camarero.
—Un cortado y el listín telefónico, por favor.
El listín llegó inmediatamente. Buscó los teléfonos de los hospitales de la ciudad y empezó a anotarlos en un papel, despacio, para no dejarse ninguno. Mientras lo hacía le sirvieron el café.
—¿Tiene cambio para hacer algunas llamadas telefónicas? —pidió.
El camarero tomó el billete de mil pesetas y le dio el cambio del café en monedas de cien y de cincuenta. El camello las recogió, se bebió el café de dos tragos y se fue hacia el teléfono, que era verde y estaba ubicado en el extremo opuesto de la barra de manera visible. Marcó el primero de los números que había anotado.
—Urgencias, ¿dígame?
—Perdone, ¿podría decirme si tienen ingresada ahí a una chica que anoche tomó drogas en una discoteca? La llevaron en una ambulancia…
Negativo.
Marcó un segundo número.
Y un tercero.
La respuesta le llegó en el cuarto intento.
—¿Luciana Salas Masoliver? —le preguntó una voz femenina.
No tenía ni idea. ¿Pero cuántas chicas habrían ingresado de noche por causa de las drogas?
—Sí, sí es ella —su tono cambió revistiéndose de angustias—. ¿Cómo se encuentra?
—Disculpe, pero…
—Mire, es que mi cuñada me ha dejado el recado en el contestador contándome lo que había pasado, pero sin decirme el hospital ni nada, y como estamos fuera… ¡Dios, qué angustia!, sólo quiero saber… Está viva, ¿verdad?
—¿Es su sobrina? —insistió la voz femenina.
—Sí, por favor… ¡por favor!
—Bueno —la resistencia cedió—, se ha estabilizado y por el momento está bien, aunque no fuera de peligro, pero… sigue en coma. Es cuanto puedo decirle.
Coma.
—Gracias, ha sido usted muy amable.
—De nada, señor.
Colgó y se quedó mirando el teléfono.
Tal vez debiera llamar a los otros hospitales, para asegurarse. Tal vez no fuese ella. Tal vez la de Pandora's ya estuviese en casa, tan tranquila. Tal vez.
Coma.
Golpeó el mostrador con el puño cerrado, impulsivamente, preso de una incontenible rabia. Al instante se encontró con la mirada preocupada del camarero.
Salió del bar desorientado, sin saber adónde ir o qué hacer.
Eloy se detuvo en seco, inesperadamente, al encontrarse con El Arca de los Noés cerrada. Se acercó a la puerta y descubrió que estaba precintada por la autoridad facultativa. Su desconcierto fue palpable.
Era una de las posibilidades de encontrar a Raúl a aquella hora.
Pese a todo, no había muchos locales de baile abiertos en un sábado por la mañana, legales, ilegales, camuflados o privados.
Suspiró desalentado.
Y entonces, por primera vez desde que había salido del hospital, se preguntó qué demonios estaba haciendo.
En parte lo sabía: moverse, no parar, hacer algo para no volverse loco. No habría podido quedarse en casa, solo, o en el hospital, abatido, con Luciana tan cerca hundida en la sima de su silencio. Pero en parte era algo más. Las palabras revoloteaban por su mente como moscas inquietas: «Si pudiéramos dar con una pastilla igual a la que se ha tomado ella», «Si supiéramos qué sustancias contenía», «El éxtasis, el eva, son como bombas inexploradas, y cada remesa es diferente a otra»…