Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
—¿Aprenderlos juntos, quiénes? —preguntó el abogado, con tono más bien brusco.
—Empleador y empleados.
—¡Vaya, vaya! —dijo Bintrey, apaciguado, como si a medias hubiese estado esperando que la respuesta fuera «abogado y cliente»—. Eso es otra cosa.
—¡No es otra cosa, Mr. Bintrey! Es la misma cosa. Una cláusula del pacto que hay entre nosotros. Formaremos un coro en alguna iglesia tranquila y cercana al Recodo y, después de haber cantado juntos un domingo con fruición, volveremos a casa para tomar nuestra cena temprano, con fruición. La meta que ahora tengo en mente es poner este sistema en marcha sin demora, para que mi nuevo socio lo encuentre ya establecido cuando se integre en la sociedad.
—¡Que todo vaya bien! —exclamó Bintrey, mientras se ponía de pie—. ¡Que la prosperidad les sonría! ¿Joey Ladle piensa tomar parte en eso de
Haendel, Mozart, Haydn, Kent, Purcell, el Doctor Arne, Greene y Mendelssohn
?
—Eso espero.
—Les deseo a todos buenos frutos —replicó Bintrey de todo corazón—. Adiós, señor.
Se dieron la mano y se separaron. Después (no sin antes golpear con los nudillos para anunciarse), llegó a presencia de Mr. Wilding, por una puerta que comunicaba el despacho privado y la oficina de los empleados, el encargado de bodegas de la casa Wilding y Cía. Bodegueros, y antiguo encargado de bodegas de la firma Pebbleson y Sobrino: el tal Joey Ladle. Un hombre despacioso y robusto, cuyo tipo humano era el de un mozo de cuerda, vestido con un traje arrugado y un mandil con peto, al parecer de un material entre esterilla y piel de rinoceronte.
—Por lo del asunto de la casa y comida pá tos, joven patrón Wilding —dijo.
—¿Sí, Joey?
—Hablaré por mí mismo, joven patrón Wilding, y jamás he hablao ni jamás hablaré por nadie más; no quiero comida ni casa aún. Pero si usté quiere darme de comé y alojarme, hágalo. Puedo picá lo que sea, como la mayoría de los hombres. Dónde vaya a picá no es un asunto tan importante como lo de «Qué» pico. Ni siquiera me preocupa demasiao «Cuánto» pico. ¿Todos van a viví en la casa, joven patrón Wilding? ¿Los otro dó mancebo, los tré mozo de cuerda, los dó aprendice y los ganapane?
—Sí. Espero que seamos una familia unida, Joey.
—¡Ah! —dijo Joey—. Pues que lo sean.
—¿Que lo sean? Más bien que lo seamos, Joey.
Joey Ladle sacudió la cabeza.
—No cuente conmigo pá habla de un «nosotros», joven patrón Wilding, no en este momento de la vida y dada las circunstancia que determinaron mi caráter. A Pebbleson y Sobrino les dije más de una vez, cuando ellos me decían: «Póngale mejor cara a las cosas, Joey», yo les dije más de una vez: «Señore, eso de ponerle buena cara a las cosas está bien pá ustedes, que se han acostumbrao a introducí el vino en sus organismos a través del cauce jovial de sus gargantas, pero», digo, «yo me acostumbré a tomar vino por los poros de la piel y, tomao de esa forma, atúa de otra manera. Resulta deprimente. Una cosa, señore», le digo a Pebbleson y Sobrino, «es llená los vasos en un comedó, entre gritos de hurra y en una reunión de “Los Mejores Compañeros”, y otra, sentí que te se llenan los poros de vino en una cava oscura y a rebosá de moho. Es la diferencia que hay entre burbujas y vapore». Eso le digo a Pebbleson y Sobrino. Y así es. He sido un hombre de bodega toa mi vida, con la cabeza entrega totalmente al negocio. ¿Cuál es la consecuencia? Soy el hombre más confuso del mundo, no encontrará usté un hombre más confuso que yo, y tampoco encontrará otro que me iguale en melancolía. ¿Canta lo de «Llena el vaso hasta el borde, Que cada gota que dejes caé En un entrecejo frunció Disipa una arruga»? Sí, tal vez sea así. ¡Pero a vé qué pasa si tratas de llenarte a ti mismo por los poros, bajo tierra, aunque no quieras!
—Siento oír sus palabras, Joey. Incluso había pensado que usted participaría en las reuniones de canto, en casa.
—¿Yo, señó? No, no, joven patrón Wilding, no pillará usté a Joey Ladle embrollao con la armonía. Una máquina de picá, es todo lo que puedo hacer fuera de mis bodegas; pero se agradece si usté piensa que merece la pena conserva una cosa así en su negocio.
—Sí que lo pienso, Joey.
—No diga más, señó. La palabra
Negocio
es mi ley. ¿Y va usté a incorpora como socio de la Bodega al joven patrón George Vendale?
—Así lo haré, Joey.
—¡Más cambios, ya lo ve! Pero no cambie otra vez el nombre de la firma. No lo haga, joven patrón Wilding. Ya es bastante mala suerte convertirlo en Yo Mismo y Compañía. Mejó, con mucho, habría sío deja Pebbleson y Sobrino, que la buena suerte siempre fue con ellos. No se debería cambia la suerte cuando es buena, señó.
—En cualquier caso, no tengo intención de cambiar otra vez el nombre de la Casa, Joey.
—Me alegra saberlo, y le deseo que pase un buen día, joven patrón Wilding. Pero habría hecho muchísimo mejó —murmuró Joey Ladle, con voz inaudible, mientras cerraba la puerta y sacudía la cabeza— en deja tranquilo el nombre desde el principio. Hubiera sido mejó deja tranquila a la suerte en lugar de enfrentarse con ella.
A la mañana siguiente, el bodeguero, para recibir a las personas interesadas en ocupar el puesto vacante en su establecimiento se había instalado en su comedor. Era una habitación anticuada, con un revestimiento de madera, cuyos paneles estaban adornados con festones de flores talladas, con suelo de roble, una alfombra turca muy raída y muebles oscuros de caoba, que —todo ello— había recibido atención y cuidados en tiempos de Pebbleson y Sobrino. El gran armario había asistido a muchas comidas de negocios ofrecidas por Pebbleson y Sobrino a sus relaciones, siguiendo el principio de tirar arenques por la borda para cazar ballenas; y el amplio calientaplatos triangular, hecho para ocupar todo el frontal de la gran chimenea, montaba guardia debajo de ella y sobre un aparador, con forma de sarcófago, que en sus tiempos contenía algunas docenas de botellas del vino de Pebbleson y Sobrino. Pero el menudo, rubicundo y viejo solterón, peinado con coleta, cuyo retrato colgaba en la pared por encima del armario (y quien con facilidad podía identificarse, decididamente, como Pebbleson y no Sobrino), había pasado a otro sarcófago, y el calientaplatos se había enfriado tanto como él. De igual modo, los grifos que sostenían los candelabros, que sujetaban en sus bocas las bolas negras en que remataban unas cadenas doradas, tenían el aire de haber perdido con la edad todas las ganas de jugar a la pelota, y parecía que exhibieran con pena sus cadenas en la fila de interrogatorios de una misión: ¿acaso estaban ya emancipados, y habían dejado de ser grifos y hermanos?
Aquella mañana de verano era tan descubridora como Colón, pues había descubierto el
Recodo del Baldado
. La luz y el calor atravesaban las ventanas abiertas e irradiaban sobre el retrato de una dama que colgaba por encima de la repisa de la chimenea, único ornamento de las paredes que quedaba por mencionar.
—Mi madre a los veinticinco años —se dijo Mr. Wilding, mientras sus ojos, entusiastas, seguían la luz en el rostro del retrato—. Allí está, para que los visitantes puedan admirar a mi madre en la flor de su juventud y de su belleza. A mi madre a los cincuenta la he puesto en la intimidad de mi cuarto, como un recuerdo sagrado para mí. ¡Oh, es usted, Jarvis!
Dirigía estas últimas palabras a un empleado que había llamado a la puerta y entraba en ese momento.
—Sí, señor. Sólo quería hacerle saber que ya han dado las diez, señor, y que hay varias mujeres en el despacho.
—¡Vaya, por Dios! —dijo el bodeguero, a la vez que sus rojeces se volvían más rojas y sus blancuras más blancas—. ¿Hay varias? ¿Cuántas? Será mejor que empiece antes de que sean más. Las veré una a una, Jarvis, según el orden en que hayan llegado.
De inmediato se acomodó en su butaca, tras el gran tintero que había sobre la mesa, no sin antes haber dispuesto una silla al otro lado, frente a su asiento; así inició Mr. Wilding su tarea con una considerable ansiedad.
Tuvo que pasar por las apreturas por las que hay que pasar en tales ocasiones. Se presentaron los habituales tipos de mujeres de honda carencia de simpatía, y los habituales tipos de mujeres de excesiva simpatía. Se presentaron viudas corsarias que querían apoderarse de él y que llevaban el paraguas sujeto bajo el brazo, como si cada paraguas fuera él y cada brazo lo hubiese atrapado. Se presentaron señoritas solteras imponentes, que habían conocido tiempos mejores, y que llegaron munidas de declaraciones clericales sobre su teología, como si él fuera San Pedro, el de las llaves. Se presentaron doncellas agradables, que iban para casarse con él. Se presentaron amas de llave profesionales, como oficiales sin galones, que le tomaron examen sobre su modo de llevar la casa, en lugar de someterse ellas a un aprendizaje. Se presentaron lánguidas inválidas, para las que el salario importaba menos que las comodidades de un hospital privado. Se presentaron criaturas sensibles, que estallaron en lágrimas cuando él les dirigió la palabra y tuvieron que ser reconfortadas con vasos de agua fría. Se presentaron algunas candidatas que llegaban de a dos, una muy aceptable y la otra inaceptable por entero; de ellas, la aceptable era la que contestaba todas las preguntas con gran encanto, hasta que por fin se descubría que no era la verdadera candidata sino una amiga de la inaceptable, que había mantenido la mirada baja, en absoluto silencio y al parecer ofendida.
Por último, cuando ya el bondadoso y sencillo corazón del bodeguero estaba a punto de claudicar, se presentó una aspirante muy distinta de las demás. Una mujer, tal vez de unos cincuenta años aunque parecía más joven, con una cara notable por su plácida jovialidad y una actitud no menos notable por su tranquilo aire ecuánime. Nada se podría haber cambiado en sus ropas para mejorarlo. Nada se podría haber cambiado en la seguridad callada de su aire para mejorarla. Nada podía ser más acorde con ambos rasgos que su voz cuando respondía a la pregunta: «¿Cuál es el nombre que tendré el placer de anotar?», con las palabras: «Mi nombre es Sarah Goldstraw. Mrs. Goldstraw. Mi marido murió hace muchos años y no teníamos familia».
Media docena de preguntas apenas habían obtenido algo más que de cualquier otra en cuanto al objetivo principal. La voz resultaba tan grata a los oídos de Mr. Wilding mientras tomaba nota que se demoró bastante en ello. Cuando alzó los ojos, la mirada de Mrs. Goldstraw había dado vueltas, naturalmente, por la habitación y en ese momento volvía a él desde la repisa de la chimenea. Su actitud era la de abierta disponibilidad para que la interrogaran y para contestar con franqueza.
—¿Me excusará usted si le hago unas pocas preguntas? —dijo el modesto bodeguero.
—Por supuesto que sí, señor. De lo contrario no habría venido.
—¿Se ha desempeñado antes como ama de llaves?
—Sólo una vez. Viví durante doce años con la misma señora viuda. Desde que perdí a mi marido. Era una dama inválida y ha muerto hace poco; por ella llevo luto.
—Me figuro que le habrá dejado excelentes recomendaciones —dijo Mr. Wilding.
—Creo que puedo decir las mejores. He pensado que lo propio era traer por escrito el nombre y las señas de los albaceas de esa dama, señor —y puso una tarjeta sobre la mesa.
—Es notable, Mrs. Goldstraw, el recuerdo que me trae usted —dijo Wilding mientras cogía la tarjeta— de una actitud y un tono de voz con los que en una época estuve familiarizado. No de una persona, estoy seguro de eso, aunque no puedo recordar qué es lo que tengo en la memoria, sino de una disposición. Debo añadir que se trataba de un talante gentil y cordial.
La mujer sonrió al contestar.
—Oh, eso me alegra mucho, señor.
—Sí —dijo el bodeguero, y pensativamente repitió su última frase, a la vez que echaba una rápida mirada a su futura ama de llaves—, era un talante gentil y cordial. Pero es todo lo que puedo decir al respecto. El recuerdo a veces es como un sueño olvidado a medias. No sé qué piensa usted al respecto, Mrs. Goldstraw, pero así es como yo lo veo.
Tal vez Mrs. Goldstraw pensaba algo semejante, porque aceptó en silencio el aserto. Mr. Wilding habló de ponerse en inmediato contacto con los caballeros nombrados en la tarjeta: una firma de procuradores del
Colegio de Abogados de los Comunes
. Mrs. Goldstraw asintió, agradecida, a esas palabras. El Colegio no estaba lejos de allí, por lo que Mr. Wilding sugirió la posibilidad de que Mrs. Goldstraw volviera al cabo de tres horas; Mrs. Goldstraw estuvo de acuerdo de inmediato en hacerlo así. En síntesis, como el resultado de las averiguaciones de Mr. Wilding fuera muy satisfactorio, esa misma tarde Mrs. Goldstraw se comprometió (en los términos perfectamente adecuados que ella misma propuso) a volver al día siguiente para instalarse como ama de llaves en el
Recodo del Baldado
.
Al día siguiente llegó Mrs. Goldstraw para hacerse cargo de sus deberes domésticos.
Después de acomodarse en su propio cuarto, sin molestar a los sirvientes y sin perder tiempo, la nueva ama de llaves dijo que escucharía con gusto cualquier tipo de recomendaciones que su señor quisiera hacerle. El bodeguero recibió a Mrs. Goldstraw en el comedor en el que la había entrevistado el día anterior; y, una vez intercambiadas las habituales cortesías por una y otra parte, los dos se sentaron para estudiar juntos los asuntos de la casa.
—Acerca de las comidas, señor —dijo Mrs. Goldstraw—, ¿tendré que ocuparme de muchas o de pocas personas?
—Si puedo poner en marcha cierto antiguo plan mio —respondió Mr. Wilding—, tendrá que ocuparse de muchas personas. Soy un soltero solitario, Mrs. Goldstraw, y me propongo vivir con todas las personas de la firma como si fuesen miembros de mi familia. Hasta que eso llegue, sólo tendrá que ocuparse de mí y de mi nuevo socio, al que espero ahora mismo. No puedo decirle aún cuáles son las costumbres de mi socio. Pero de mí, le anticipo que soy hombre de horarios regulares, con un apetito invariable del que siempre podrá estar segura.
—¿En cuanto al desayuno, señor —preguntó Mrs. Goldstraw—, hay algo especial…?
El ama de llaves dudó por un momento y dejó la frase inacabada. Sus ojos se apartaron lentamente de su patrón y se fijaron en la repisa de la chimenea. De no haber sido ella un ama de llaves excelente y experimentada, Mr. Wilding podría haber pensado que la atención de la mujer empezaba a vagar desde el comienzo mismo de la reunión.