Read Callejón sin salida Online
Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins
Tags: #Clasico, drama, intriga.
Cuando ambos entraron en la posada solitaria cercana al temible puente, las personas que estaban allí manifestaron no poco asombro.
—Sólo nos quedaremos para descansar —dijo Obenreizer, mientras sacudía la nieve de sus ropas ante el fuego—. Este caballero tiene mucha prisa por pasar, explíquelo usted, Vendale.
—Así es, las circunstancias me urgen. Debo pasar.
—Ya lo han oído todos ustedes. Mi amigo está urgido por las circunstancias, y no queremos consejos ni ayuda. Yo, estimados compatriotas, soy tan buen guía como el que más. Por favor, sírvannos algo de comer y de beber.
Del mismo modo y casi con las mismas palabras, cuando ya estaba oscureciendo, habían sorteado las dificultades incluso aumentadas del camino, y habían llegado al albergue en el que pasarían la noche, se expresó Obenreizer ante los rostros atónitos de la gente reunida en torno a ellos delante del fuego, mientras ambos se quitaban sus botas mojadas y sacudían la nieve de sus ropas.
—Sería bueno que nos entendiéramos, señores. Este caballero…
—Tiene mucha prisa por pasar —interrumpió Vendale sonriendo—. Debo pasar el puerto.
—¿Lo han oído? Tiene mucha prisa por pasar, debe hacerlo. No queremos consejos ni ayuda. Yo soy montañés de nacimiento y voy como guía. No nos llenen de preocupaciones con sus comentarios, dennos algo de comida y vino, y una cama.
Seguían esa noche el frío intenso y el silencio ominoso. Una vez más, al amanecer no hubo ni un rayo de sol que dorase o enrojeciera la nieve. El mismo yermo interminable de blancura mortal, el mismo aire inmóvil, el mismo velo uniforme en el cielo.
—¡Viajeros! —les dijo una voz amiga desde la puerta, cuando ya estaban a punto de salir, con las mochilas a la espalda y los bastones en la mano, como en la víspera—. Recuerden que hay cinco refugios, muy cercanos entre sí, en esta peligrosa senda que tienen por delante, después hay una cruz de madera y algo más adelante está la posada. No se aparten de la senda. ¡Si se desencadena la tormenta, busquen abrigo de inmediato!
—¡Estos pobres diablos y su negocio! —dijo Obenreizer a su compañero, a la vez que hacía un gesto despectivo con la mano sin volverse hacia el que hablaba—. ¡No piensan más que en su negocio! Los ingleses siempre dicen que los suizos somos mercenarios y parece que es así, por cierto.
Habían cargado en las dos mochilas todas las vituallas que pudieron conseguir por la mañana y que les había parecido sensato llevar. A Obenreizer le había correspondido llevar el vino y a Vendale, el pan, la carne y el queso, además de la botella de brandy.
Durante un buen rato subieron y avanzaron con dificultad, porque la nieve les llegaba por encima de las rodillas en la senda misma, y quién sabe cuál sería su espesor en torno a ella, y todavía marchaban cuesta arriba en medio de un tramo espantoso de aquella desolación temible, cuando empezó a nevar. En el primer momento sólo fueron unos copos que bajaban lentos y serenos. Al cabo de un rato, la precipitación se hizo mucho más densa y de pronto, sin causa visible, empezó a arremolinarse. De inmediato, tras este cambio, un helado golpe de aire se precipitó, rugiente, sobre ellos: todos los estruendos y las potencias hasta entonces contenidos se desbocaron.
Uno de los sombríos pasos cubiertos por los que discurría el camino en ese peligroso sitio, una cueva reforzada con arcos muy sólidos, se abría cerca de ellos. Se dieron prisa en llegar, mientras la tempestad arreciaba con furia. El estruendo del viento, el fragor del agua, el retumbo de las masas de rocas y de nieve que caían, la voz aterradora que aquel desfiladero y todos los demás de la monstruosa cadena de montañas parecían haber adquirido de pronto, la oscuridad casi nocturna, la nieve en torbellinos que golpeaba y rompía en polvo cegador, la locura destructiva e insaciable de todo lo que los rodeaba, la sustitución súbita de la extraña calma por una violencia furibunda y del silencio por el estrépito, todos esos fenómenos eran cosas que, al borde de un abismo insondable, podían helar la sangre, si el viento feroz, que en esos instantes arrastraba hielo y nieve, no hubiera helado antes.
Obenreizer, mientras recorría arriba y abajo la galería sin detenerse, hizo a Vendale una seña para que le ayudara a quitarse la mochila de la espalda. Podían verse pero no oírse. Cuando Vendale hizo lo que le ordenaba su compañero, Obenreizer sacó su botella de vino sirvió un poco e indicó a Vendale que tomara vino y no brandy para calentarse. Vendale obedeció una vez más y Obenreizer bebió a continuación, al parecer; ambos se movían de un lado a otro: ambos sabían que detenerse o dormir significaba morir.
La nieve, que entraba con fuerza por el extremo de la galería por el que debían salir —si lo conseguían, porque el camino ya recorrido estaba aún más peligroso que antes—, empezó a cegar el arco. Al cabo de una hora había subido lo suficiente como para quitar la mitad de la restablecida claridad diurna, pero se había endurecido y se podía pasar a gatas por los lados o por encima de ella. En la montaña, la violencia de la tempestad se redujo a una nevada serena. El viento soplaba con fuerza a ratos, ya no sin cesar, y cuando se aplacaba, volvían a caer gruesos copos.
Podían haber transcurrido unas dos horas en esa cárcel horrenda, cuando Obenreizer, después de aplastar la nieve que cerraba la salida, para trepar con la cabeza gacha y el cuerpo inclinado, consiguió salir. Vendale lo siguió de cerca, pero lo hizo sin darse cuenta de lo que hacía ni entender el motivo: el letargo que lo invadiera en Basilea volvía a apoderarse de él y a dominar sus sentidos. Cuánto se habían apartado del paso o qué obstáculos habían tenido que vencer desde el momento de la salida, no lo sabía. De pronto cobró conciencia de que Obenreizer estaba encima de él y de que ambos luchaban, desesperados, entre la nieve. De pronto tuvo memoria de lo que su agresor llevaba en el cinturón. Lo buscó a tientas, lo sacó, le dio con él, volvió a luchar, le dio otra vez, lo apartó de sí y quedó cara a cara con el hombre.
—Le prometí guiarlo, hasta el fin de su viaje —dijo Obenreizer— y cumplo mi promesa. El viaje de su vida acaba aquí. Nada puede prolongarlo. Se está durmiendo de pie.
—Usted es un infame. ¿Qué me ha hecho?
—Usted es un tonto. Lo he drogado. Usted es tonto por partida doble, porque ya lo había drogado antes, para probarlo. Usted es tonto por partida triple, porque yo soy el ladrón y estafador, y dentro de unos momentos arrancaré esas pruebas contra el ladrón y estafador de su cuerpo sin vida.
El joven atrapado trataba de rechazar el letargo, pero el abrazo fatal era tan vigoroso y firme que, aun cuando oía aquellas palabras, estúpidamente se preguntaba cuál de los dos estaba herido y de quién era la sangre que veía esparcida sobre la nieve.
—¿Qué le he hecho para que se convierta en un vil asesino? —preguntaba con lengua pesada y torpe.
—¿Qué me ha hecho? Podría haberme destruido, pero ha llegado al fin de su viaje. Su maldita diligencia se interpuso entre mí y el momento en que había pensado reponer el dinero. ¿Qué me ha hecho? Se ha cruzado en mi camino, no una ni dos sino muchas veces. ¿Acaso no traté de quitármelo de encima desde el principio? Pero no había modo de librarme de usted y por eso va a morir aquí.
Vendale trataba de pensar con coherencia, de hablar con coherencia, trataba de recoger el bastón con contera de hierro que había dejado caer; como no pudo alcanzarlo quiso continuar sin esa ayuda. ¡Era todo en vano, todo en vano! Trastabilló y cayó pesadamente hacia delante, sobre el borde del hondo abismo.
Espantado, mareado, imposibilitado de ponerse en pie, con los ojos velados y mermado su oído, hizo un esfuerzo tan tremendo que, mientras se apoyaba en sus manos, vio a su enemigo de pie a su lado, tranquilo, y oyó sus palabras.
—Usted puede llamarme asesino —dijo Obenreizer con una risa torva—. Poco importa la palabra. Pero al menos me he jugado la vida para tomar la suya, porque también yo estoy rodeado de peligros y puede que jamás salga de aquí. Vuelve a estallar la tormenta, vuelve a arremolinarse la nieve y yo tengo que apoderarme ahora mismo de esos papeles. Me va la vida en cada instante de demora.
—¡Alto! —gritó Vendale con un tono terrible, tambaleándose mientras un último rayo se encendía en su mente y deteniendo con las suyas las manos ladronas que se acercaban a su pecho—. ¡Alto! ¡Apártese de mí! ¡Dios bendiga a mi Marguerite! Por fortuna jamás sabrá cuál ha sido mi muerte. Quédese allí y deje que vea su cara asesina. Deje que me recuerde… algo… que me queda por decir.
Ante la vista de ese hombre que luchaba con tanta energía para mantenerse consciente y con la duda de que fuera capaz, y no por un instante, de mostrar la fuerza de una docena de hombres, el agresor se quedó inmóvil. Mientras le echaba una mirada feroz, Vendale balbuceó palabras inconexas.
—No seré yo… quien traicione… la confianza… del muerto… presuntos padres… una fortuna no merecida… ¡averigüelo!
Su cabeza se dobló sobre el pecho y volvió a trastabillar, como antes, hasta el borde del abismo; las manos ladronas otra vez, rápidas e inquietas volvieron a su pecho. Convulso, intentó gritar «¡No!», rodó hacia el precipicio y cayó, lejos del alcance de su enemigo, como un fantasma en un pesadilla horrenda.
La tormenta volvió a sacudir la montaña y, una vez más, pasó. Las voces temibles de los abismos se diluyeron, surgió la luna y cayó la nieve suave y callada.
Dos hombres y dos grandes perros salieron de la posada. Los hombres examinaron con atención los alrededores y el cielo. Los perros se revolcaban en la nieve, hundían el hocico y rascaban en ella con sus patas. Uno de los hombres habló.
—Ahora podemos salir. Puede que los encontremos en uno de los cinco refugios.
Ambos llevaban una cesta a la espalda; ambos sostenían en la mano un palo grueso con un garfio en la punta; ambos tenían, anudada bajo los brazos, una fuerte cuerda que los unía.
De pronto los perros abandonaron sus juegos en la nieve, miraron hacia la cuesta, alzaron sus hocicos, se mostraron muy excitados y al mismo tiempo empezaron a ladrar con energía.
Los dos hombres miraron las caras de los dos perros. Los dos perros, al menos con idéntica inteligencia, miraron las caras de los dos hombres.
—¡Venga! ¡Au secours! ¡Socorro! ¡Al rescate! —gritaron los hombres. Los perros, tras soltar un ladrido feliz, hondo y generoso, salieron a la carrera.
—¡Otros dos locos! —dijeron los hombres, paralizados de asombro, a la vez que observaban bajo la luz de la luna—. ¿Cómo es posible con este tiempo? ¡Y uno es una mujer!
Cada uno de los perros llevaba entre los dientes un pliegue del vestido de la mujer y la guiaban. Ella les acariciaba la cabeza mientras subían y avanzaba con el paso de quien está habituado a la nieve. No ocurría lo mismo con el hombre robusto que la acompañaba, a quien se veía extenuado, sin resuello.
—¡Queridos guías, queridos amigos de los viajeros! Soy compatriota de ustedes. Buscamos a dos caballeros que debían atravesar el puerto, que deberían haber llegado a la posada esta tarde.
—Por aquí pasaron,
ma'amselle
.
—¡Gracias a Dios! ¡Oh, gracias a Dios!
—Pero por desdicha siguieron su camino. Estábamos a punto de salir en su busca. Teníamos que esperar hasta que pasara la tormenta. Ha sido terrible allá arriba.
—¡Queridos guías, queridos amigos de los viajeros! ¡Déjenme ir con ustedes, déjenme ir con ustedes, por el amor de DIOS! Uno de esos caballeros será mi marido. ¡Lo amo tanto, tanto! Ya ven ustedes que no estoy débil, ya ven que no estoy cansada. Soy hija de labriegos. Les demostraré lo bien que sé atarme con sus cuerdas. Voy a hacerlo con mis propias manos. Si quieren, les juraré ser valiente y buena, pero déjenme ir con ustedes. Si alguna desgracia le hubiese ocurrido, mi amor lo encontraría aunque nadie fuera capaz de hacerlo. ¡Lo pido de rodillas, queridos amigos de los viajeros! ¡Por el amor que sus amadas madres tuvieron por sus padres!
Los hombres, rudos y bondadosos, estaban conmovidos.
—Después de todo —se dijeron—, no dice más que la verdad. Conoce la montaña. ¡Mira cómo ha sabido llegar hasta aquí! Pero, ¿y
Monsieur
,
ma'amselle
?
—Querido Mr. Joey —dijo Marguerite en el idioma de su acompañante—, ¿querrá usted quedarse en la posada y esperarme? ¿Querrá usted?
—Si supiera cuá de los dó ha dicho eso —gruñó Joey Ladle a la vez que echaba a los dos hombres una mirada furiosa—, pelearía con los dó por seis peniques y les regalaría media corona para sus gastos. No, miss. Me pegaré a usté mientras me quede algo de pegamento y moriré por usté cuando no pueda hacer ná mejó.
El aspecto de la luna indicaba que no se debía perder ni un instante, y los perros mostraban signos de gran inquietud, por lo que ambos hombres tomaron una pronta decisión. La cuerda con la que estaban atados se reemplazó por otra más larga; el grupo quedó bien unido, Marguerite en segundo lugar y el encargado de la bodega en el último, y así partieron en dirección a los refugios. La distancia real hasta esos lugares no era mucha: los cinco y la siguiente posada estaban alineados en las siguientes dos millas, pero la fantasmagórica senda estaba borrada por la capa de nieve.
Llegaron sin vacilaciones hasta el paso en que los dos viajeros se habían refugiado. La segunda tormenta de viento y nieve había barrido el lugar con tal saña que las huellas habían desaparecido. Pero los perros corrían de un lado a otro husmeando muy seguros. Sin embargo, cuando el grupo se detuvo junto al arco de salida, donde la segunda tormenta había descargado con especial furia y donde la nieve estaba muy alta, los perros se mostraron desorientados e iban de un lado a otro como en busca de una meta perdida.
Como sabían que a la derecha se abría un hondo precipicio, se desviaron demasiado hacia la izquierda y tuvieron que volver a la senda con duro esfuerzo a través de una planicie de nieve espesa. El conductor de la fila se había detenido y observaba los puntos de referencia, cuando uno de los perros empezó a escarbar en la nieve a corta distancia de ellos. Avanzaron y se detuvieron para ver qué había, con la idea de que alguien podría estar sepulto allí, y vieron que lo que había era una mancha y que la mancha era roja.
El otro perro miraba hacia el fondo del abismo: tenía las patas delanteras estiradas para no caer y todo su cuerpo se estremecía. Entonces el perro que había encontrado la nieve manchada se le unió y los dos corrieron de un lado a otro, gimiendo inquietos. Por fin ambos se detuvieron sobre el borde, alzaron las cabezas y se deshicieron en aullidos lúgubres.