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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (13 page)

Había entrado en el despacho como si no tuviera ninguna prisa. Sin embargo, cogió el sombrero y se marchó de inmediato con la actitud de un hombre que no tiene un instante que perder.

Una vez a solas, Vendale dio una vuelta por la habitación, pensativo.

Su anterior impresión acerca de Obenreizer se tambaleaba a causa de lo que había oído y visto en esa visita que acababa de producirse. Por primera vez, se sentía dispuesto a pensar que tal vez había sido un tanto precipitado y duro al juzgar a otro hombre. La sorpresa y la pena manifestadas por Obenreizer cuando supo las noticias de Neuchátel tenían todas las características de sentimientos genuinos y no de fórmulas adoptadas con cortesía para la ocasión. Abrumado por inconvenientes propios, pues al parecer sufría de los primeros síntomas inquietantes de una enfermedad seria, había mostrado el aire y dicho las palabras de un hombre que de verdad deplorara el desastre que se había precipitado sobre su amigo. Hasta entonces Vendale había intentado en vano cambiar su primera opinión sobre el tutor de Marguerite, por amor a Marguerite. Todos los instintos generosos de su naturaleza se sumaban ahora y hacían vacilar lo que hasta ese momento le había parecido indiscutible. «¿Quién sabe?», pensó, «quizá haya interpretado equivocadamente la cara de ese hombre, después de todo.»

Pasó el tiempo, las tardes felices con Marguerite llegaron y se fueron. Otra vez era el décimo día desde aquel en que Vendale escribiera a la firma suiza, y otra vez apareció la respuesta sobre su escritorio con el resto de la correspondencia del día.

Apreciado señor: Mi socio principal, M. Defresnier, ha viajado por negocios urgentes a Milán. En su ausencia (y con todo su respaldo y su beneplácito), vuelvo a escribirle sobre el asunto de las quinientas libras que faltan.

Su descubrimiento de que el recibo falso está hecho en uno de nuestros formularios numerados e impresos nos ha producido una enorme sorpresa e inquietud a mi socio y a mí. En el momento en que su letra de cambio fue robada, sólo había en uso tres llaves para abrir la caja fuerte en que siempre se guardaron nuestros recibos impresos. Mi socio tenía una llave y yo, la otra. La tercera estaba en poder de un caballero que, en esa época, ocupaba un lugar de confianza en nuestra casa. Podríamos haber sospechado antes de uno de nosotros que de esa persona. No obstante, ahora la sospecha se centra en él. No puedo apresurarme a decirle de quién se trata, en la medida en que existe una leve posibilidad de que resulte inocente tras la investigación que ahora se debe llevar a cabo. Disculpe mi silencio: la causa es buena.

Los pasos que seguirán nuestra investigación son bastante simples. Personas competentes con cuya ayuda contamos compararán la caligrafía de su recibo con algunas muestras manuscritas que están en nuestro poder. No puedo enviarle esas muestras, por razones comerciales que, estoy seguro, usted aprobará en cuanto las conozca. He de pedirle que me envíe el recibo a Neuchátel y, al hacerlo, debo hacerle una advertencia imprescindible.

Si la persona a la que apuntan hoy las sospechas resulta ser la que hizo esta falsificación y robo, tengo motivos para temer que las circunstancias ya la hayan puesto en guardia. La única prueba contra él es la que tiene usted en sus manos y él removerá cielo y tierra para destruirla. Le pido con la máxima firmeza que no confíe ese recibo al correo. Envíemelo sin pérdida de tiempo por alguien de confianza, y no elija como mensajero sino a alguien que lleve mucho tiempo en su empresa, que esté habituado a viajar y que hable francés, a un hombre que tenga valor y honestidad y, sobre todo, alguien de quien se pueda esperar que no entablará relación con ningún extraño durante el viaje. No confíe a nadie, absolutamente a nadie excepto a su mensajero, el giro que ha tomado este asunto. Que el recibo llegue bien depende de que usted interprete literalmente la advertencia que le acabo de hacer.

Sólo he de añadir que cualquier ahorro de tiempo es ahora de crucial importancia. Más de uno de nuestros formularios de recibo se ha perdido, y es imposible saber cuántos fraudes podrán cometerse si no logramos detener al ladrón.

Su seguro servidor.

Rolland Por Defresnier y Cía.

¿Quién era el sospechoso? En la situación de Vendale parecía inútil preguntárselo.

¿A quién debía enviar a Neuchátel con el recibo? Hombres de valor y honestos, capaces de cumplir el encargo, los había en el
Recodo del Baldado
. Pero ¿dónde estaba el hombre habituado a viajar por el extranjero, que hablara francés y de quien se pudiera esperar que no entablaría relación con ningún extraño durante el viaje? No había disponible más que un solo hombre que reuniera en su persona todas esos requisitos, y ese hombre era el propio Vendale.

Era un sacrificio abandonar su negocio; mayor sacrificio aún era abandonar a Marguerite. Pero eran quinientas libras las que estaban en juego en la investigación en curso, y la interpretación literal de la advertencia de M. Rolland se planteaba en unos términos que no permitían ninguna frivolidad. Cuanto más pensaba Vendale en ello, más clara veía la necesidad de viajar, y se dijo: «¡Ve!».

Mientras guardaba bajo llave la carta con el recibo, la asociación de ideas le hizo pensar en Obenreizer. Ya parecía menos aventurado hacer alguna presunción sobre la identidad del sospechoso. Obenreizer debería saber.

Apenas se le había ocurrido la idea cuando se abrió la puerta y Obenreizer entró en el despacho.

—En Soho Square me dijeron anoche que lo esperaban —dijo Vendale, a la vez que lo saludaba—. ¿Le ha ido bien en provincias? ¿Se encuentra mejor?

Mil gracias. A Obenreizer le había ido muy bien. Obenreizer estaba infinitamente mejor. ¿Qué novedades había? ¿Alguna carta de Neuchátel?

—Una carta muy peculiar —respondió Vendale—. El asunto ha tomado un nuevo giro y la carta insiste en que, sin excepción ninguna, mantenga en total secreto nuestros próximos pasos.

—¿Sin excepción ninguna? —repitió Obenreizer.

Mientras decía esas palabras, se encaminaba pensativo hacia la ventana del extremo del cuarto; miró por ella hacia fuera por un instante y de inmediato volvió hacia Vendale.

—Seguro que se han olvidado —dijo—, ¿o a mí me exceptúan?


Monsieur
Rolland es quien ha escrito —dijo Vendale—. Y, como usted dice, seguramente se ha olvidado. Este detalle se me había escapado. Justamente a su llegada me estaba diciendo que quería consultar el asunto con usted. Y aquí me veo, obligado por una prohibición formal, que tal vez no lo incluya a usted. ¡Qué fastidio!

Los ojos velados de Obenreizer se fijaron, atentos, en Vendale.

—¡Quizá sea algo más que un fastidio! —dijo—. Esta mañana vengo no sólo para conocer las noticias sino también para ofrecerme como mensajero, negociador o lo que usted quiera. Parece increíble, pero he recibido cartas que me obligan a viajar a Suiza de inmediato. Podría llevar mensajes, documentos o lo que fuera a Defresnier y Rolland en su nombre.

—Usted es el hombre que yo quería —respondió Vendale—. Muy a mi pesar, había decidido hace cinco minutos que iría a Neuchátel en persona, porque no podía encontrar aquí otro más adecuado para ocuparse del asunto. Déjeme ver otra vez la carta.

Abrió la cámara acorazada para buscar la carta. Obenreizer, después de mirar a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, dio un paso o dos hacia Vendale y esperó, a la vez que lo medía con sus ojos: sin duda, era el más alto y el más fuerte de los dos. Obenreizer se apartó para acercarse al fuego.

Entre tanto, Vendale leía el último párrafo de la carta por tercera vez. La advertencia era seria y estaba esa frase final, que insistía en una interpretación literal de ese aviso. La mano que entre las sombras conducía a Vendale lo llevó a considerar tan sólo esa condición. Una suma importante estaba en juego: una sospecha terrible tenía que ser aclarada. Si actuaba bajo su propia responsabilidad, y ocurría algo que impidiese esclarecer el asunto, ¿a quién se debería culpar? Como hombre de negocios, Vendale no tenía más que un camino a seguir. Volvió a guardar la carta.

—Es muy enojoso —dijo a Obenreizer—. Este olvido de M. Rolland me pone en un serio problema y en una posición absurdamente falsa ante usted. ¿Qué voy a hacer? Se trata de un asunto muy serio y estoy obrando en una total oscuridad. No tengo más elección que seguir no el espíritu sino la letra de mis instrucciones. Me figuro que usted lo comprenderá. Sepa que, de no verme comprometido de este modo tan estricto, con mucho gusto habría aceptado sus servicios.

—¡No diga más! —respondió Obenreizer—. En su lugar, yo haría lo mismo. Amigo mío, no me lo tomo a mal y le agradezco su cumplido. De todos modos, viajaremos juntos —añadió Obenreizer—. ¿Partirá usted de inmediato, como yo?

—De inmediato. Antes, por supuesto, debo hablar con Marguerite.

—¡Claro que sí! ¡Claro que sí! Hable con ella esta tarde. Vaya a recogerme de camino a la estación. ¿Saldremos en el tren postal de esta noche?

—En el tren postal de esta noche.

Era más tarde de lo previsto por Vendale cuando llegó a la casa de Soho Square. Se habían presentado por docenas los inconvenientes en el negocio, originados por su partida intempestiva. Una cruelmente larga parte del tiempo que había esperado dedicar a Marguerite se le había perdido en los deberes de su despacho, que era imposible dejar de lado.

Para su sorpresa y deleite, la joven estaba sola en el salón cuando él llegó.

—No tenemos más que unos pocos minutos, George —dijo Marguerite—, pero
Madame
Dor ha sido buena conmigo, y podremos pasarlos a solas —le echó los brazos al cuello y susurró ansiosa—: ¿Has hecho algo que pueda haber ofendido a Mr. Obenreizer?

—¡Yo! —exclamó Vendale perplejo.

—¡Calla! —pidió ella—. No quiero que nos oigan. ¿Recuerdas la fotografía tuya que me diste? Esta tarde estaba sobre la repisa de la chimenea. El la cogió y la miró, y yo le vi la cara en el espejo: ¡supe entonces que lo habías ofendido! Es un hombre despiadado, vengativo y tan impenetrable como una tumba. ¡No viajes con él, George, no viajes con él!

—¡Amor mío —respondió Vendale—, no dejes que tu imaginación te inquiete! Obenreizer y yo nunca hemos sido mejores amigos que en este momento.

Antes de que pudieran decir una palabra más, el movimiento de un cuerpo robusto estremeció el suelo del cuarto contiguo y, a continuación, entró
Madame
Dor.

—¡Obenreizer! —exclamó la excelente señora en un susurro y sin demora se dejó caer en su sitio de siempre, junto a la estufa.

Entró Obenreizer con una bolsa de correo colgada del hombro.

—¿Está preparado? —preguntó a Vendale—. ¿Puedo llevarle algo? Usted no tiene una bolsa adecuada y yo llevo ésta. Aquí está el compartimiento para los papeles, abierto y a su disposición.

—Gracias —dijo Vendale—. Llevo un solo documento importante, y estoy obligado a cuidar de ese papel personalmente. Aquí está —añadió, tocando el bolsillo interno de su abrigo— y aquí seguirá hasta que llegue a Neuchátel.

Mientras decía estas palabras, la mano de Marguerite tomó la suya y la oprimió significativamente. La joven miraba hacia Obenreizer. Antes de que Vendale, a su vez, pudiera mirarlo, Obenreizer giró en redondo para despedirse de
Madame
Dor.

—Adiós, mi encantadora sobrina —dijo de inmediato a Marguerite—. ¡En marcha, amigo mío, a Neuchátel! —palmeó a Vendale con suavidad sobre el bolsillo interno de su abrigo y se encaminó a la puerta.

La última mirada de Vendale fue para Marguerite. Las últimas palabras que Marguerite le dijo fueron: «¡No vayas!».

ACTO III
En el Valle

Mediaba el mes de febrero cuando Vendale y Obenreizer iniciaron su expedición. La dureza del invierno convertía en pésimo el tiempo para los viajeros. Tan malo era que al llegar ambos a Estrasburgo, encontraron casi vacías las posadas más importantes. Aun las pocas personas que estaban en esa ciudad, llegadas desde Inglaterra o París y en viaje de negocios hacia Suiza, se estaban volviendo a sus puntos de partida.

Muchas de las líneas férreas suizas por las que los turistas circulaban con bastante facilidad en general, estaban casi o totalmente impracticables entonces. Algunos servicios ni siquiera se iniciaban; la mayoría no llegaba a término. Los que se ponían en marcha debían recorrer extensos tramos de vía viejos, en los que durante el invierno las comunicaciones se cortaban a menudo; muchos debían sortear puntos débiles, en los que los trabajos recientes aún no eran seguros ni en la época de las heladas ni en momentos de eventuales deshielos. En estos lugares no solían circular los trenes cuando llegaba el mal tiempo, todo dependía de las condiciones del clima, y el servicio solía interrumpirse en los meses considerados como más peligrosos.

En Estrasburgo, había más historias de viajeros referidas a las dificultades de los siguientes tramos del camino que viajeros para contarlas. Muchas de esas narraciones eran todo lo espectaculares que se podía prever; pero las de contenidos más modestos conseguían cierta verosimilitud por el hecho indudable de que la gente se estaba volviendo. Sin embargo, en cuanto se abrió la vía a Basilea, la decisión de Vendale de seguir adelante se mostró inamovible. La de Obenreizer, necesariamente, coincidía con la de Vendale, pues se sentía acorralado: terminaría arruinado si no destruía la prueba que Vendale llevaba, aunque para eso tuviera que terminar con el propio Vendale.

La actitud de cada uno de los dos viajeros para con el otro era la que sigue. Obenreizer, amenazado por una desgracia inminente a causa de la rápida acción de Vendale, veía que el círculo se cerraba más y más a cada hora gracias a la energía del joven, por todo lo cual lo odiaba con la animosidad de un animal feroz y astuto. Siempre tenía reacciones instintivas en su corazón contra su compañero; quizá por el resentimiento antiguo del labriego ante el caballero; quizá por el carácter abierto de la naturaleza de Vendale; quizá porque era más guapo; quizá por su éxito con Marguerite; quizá por todas estas causas, las dos últimas de las cuales no eran las menos importantes. Además, en esos momentos, veía en él al cazador que iba tras su rastro. Por su parte, Vendale, mientras continuaba luchando generosamente contra su primera y vaga desconfianza, se sentía por entonces más obligado que nunca a desterrarla pues se decía una y otra vez: «Es el tutor de Marguerite. Estamos en una relación perfectamente amistosa; me acompaña por su propia voluntad y no puede tener ningún motivo interesado para compartir este incómodo viaje». A estas alegaciones favorables a Obenreizer, el azar añadió otra, nueva, cuando llegaron a Basilea, tras un viaje que duró más del doble de lo normal.

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