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Authors: Charles Dickens & Wilkie Collins

Tags: #Clasico, drama, intriga.

Callejón sin salida (2 page)

—Sé cuál es Walter Wilding, señora, pero no es de mi competencia dar los nombres a los visitantes.

—Pero puede señalármelo sin decirme nada.

La mano de la dama se acerca con suavidad a la de la gobernanta. Una pausa y silencio.

—Voy a pasearme entre las mesas —dice la interlocutora de la dama como si no hablase con ella—. Sígame con los ojos. El niño junto al que me detenga y con el que hable no será el que a usted le interesa. Pero el muchacho al que toque será Walter Wilding. No me diga más y apártese de mí.

En respuesta inmediata al pedido, la dama entra en la sala y mira a su alrededor. Pocos instantes después, la gobernanta, con un serio aire oficial, avanza por el lado extemo de las filas de mesas, empezando por la de su izquierda. Recorre toda la hilera, se vuelve y regresa por el lado interno. Tras una fugaz mirada hacia la dama, se detiene, se inclina y habla. El niño al que se ha dirigido levanta la cabeza y responde. Con un gesto de buen humor y familiaridad, mientras escucha lo que le dicen, la gobernanta apoya la mano en el hombro del niño que está a su derecha. Para que su gesto sea evidente, mantiene la mano sobre el hombro mientras replica, a su vez, y palmea al muchacho dos o tres veces antes de alejarse. La mujer completa su inspección de las mesas sin tocar a nadie más, y se marcha por la puerta del lado opuesto de la amplia sala.

Terminada ya la comida, la dama también avanza por la parte externa de la fila de mesas que están a mano izquierda, llega al extremo, gira y vuelve por el lado interno; otras personas han entrado en el refectorio, por fortuna para ella, y se mueven de aquí para allí. La señora alza su velo, se detiene junto al muchacho señalado por la gobernanta y le pregunta qué edad tiene.

—Doce años, señora —responde el niño, fijos sus ojos brillantes en los de la dama.

—¿Te encuentras a gusto? ¿Eres feliz?

—Sí, señora.

—¿Aceptarías estos dulces que te ofrezco?

—Si usted quiere dármelos.

Al inclinarse para hacerlo, la frente y los bellos de la señora tocan la cara del niño. Después, de volver su rostro, la dama sigue su camino y se marcha sin mirar atrás.

ACTO I
Se levanta el Telón

Una plaza de la ciudad de Londres, sin salida para vehículos ni peatones. Es un ensanche de una calle empinada, resbaladiza y sinuosa, que conecta Tower Street con la ribera Middlesex del Támesis; allí se alzan las oficinas de las Bodegas Wilding y Cía. Probablemente, a modo de reconocimiento jocoso de la dificultad que presenta este acceso principal, el punto más cercano a su base por el que se puede alcanzar el río (si poco importan las circunstancias olfativas) lleva el nombre de
Escalera Rompecuellos
. La plaza misma también recibió, en tiempos, el descriptivo título de
Recodo del Baldado
.

Años antes del de 1861, la gente había dejado de frecuentar los botes de la
Escalera Rompecuellos
y los barqueros abandonaron ese lugar de servicio. La estrecha calzada fangosa se había precipitado en el río por un lento proceso de suicidio, y dos o tres restos de pilotes y una oxidada anilla para el amarre eran todo lo que quedaba de las pasadas glorias de Rompecuellos. A veces, por cierto, una gabarra cargada de carbón se acomodaba traqueteando en el lugar, y algunos afanosos cargadores —a los que se diría engendros del cieno— se ponían en marcha, entregaban su carga en el vecindario, zarpaban y se desvanecían; pero durante la mayor parte del tiempo, el único comercio de la
Escalera Rompecuellos
consistía en el acarreo de barricas y botellas, tanto llenas como vacías, desde y hacia las bodegas de Bodegas Wilding y Cía. Incluso estas faenas eran sólo ocasionales, y en las tres cuartas partes de sus mareas el color indecorosamente sucio del río llegaba a escurrirse, solitario, hasta el anillo herrumbrado para lamerlo, como si supiera de los esponsales del Dux y el Adriático, y quisiera casarse con el gran conservador de su suciedad, el muy Honorable Alcalde.

A unas doscientas cincuenta yardas a la derecha, en la colina enfrentada (según se subía desde la
Escalera Rompecuellos
), estaba el
Recodo del Baldado
. Había una bomba en el
Recodo del Baldado
, había un árbol en el
Recodo del Baldado
. Todo el
Recodo del Baldado
pertenecía a Bodegas Wilding y Cía. Sus cavas se hundían en tierra, su vivienda se elevaba en los aires. Había sido aquel edificio una verdadera mansión en los tiempos en que los mercaderes vivían en la City, y tenía un elegante tejadillo que, sin ningún apoyo visible, llegaba hasta la entrada, algo semejante al tornavoz de un antiguo pulpito. También tenía una cantidad de aberturas estrechas y altas a modo de ventanas, dispuestas de tal modo que la fachada de ladrillos oscuros resultaba simétricamente fea. En el tejado se alzaba, asimismo, una cúpula con una campana.

—Cuando un hombre de veinticinco años puede ponerse el sombrero y decirse «este sombrero cubre al dueño de esta propiedad y del negocio que en ella se ejerce», creo, Mr. Bintrey, que sin hacer alarde puede estar profundamente agradecido. No sé qué piensa usted al respecto, pero esto es lo que pienso yo.

Así habló Mr. Walter Wilding a su abogado, en su despacho, mientras cogía su sombrero de la percha, para adecuar la acción a la palabra, y a continuación lo volvía a colgar, para no transgredir su modestia natural.

Era hombre inocente, franco, de aspecto lozano, Mr. Walter Wilding, con su piel blanca y sonrosada y una figura que para sus pocos años resultaba demasiado voluminosa a pesar de su talla. Su cabello era ensortijado y castaño y sus ojos, cordiales, brillantes, azules. Se trataba de un hombre muy comunicativo, un hombre para el que la locuacidad resultaba ser la efusión irrefrenable de la ufanía y de la gratitud. Mr. Bintrey, en cambio, era un hombre reservado, con ojos refulgentes como cuentas en una cabeza grande, inclinada y calva, que disfrutaba por dentro, aunque con intensidad, de la gracia de la palabra, la mano o el corazón abiertos.

—Sí —dijo Mr. Bintrey—. Sí. ¡Ja, ja!

Sobre el escritorio descansaba una jarra, acompañada de dos vasos de vino y un plato de galletas.

—¿Le gusta este oporto de cuarenta y cinco años? —preguntó Mr. Wilding.

—¿Que si me gusta? —repitió Mr. Bintrey—. ¡Mucho, señor!

—Es del mejor lote de nuestros vinos de cuarenta y cinco —dijo Mr. Wilding.

—Gracias, señor —respondió Mr. Bintrey—. Es excelente.

Volvió a reír, mientras alzaba su vaso y lo miraba con aprobación, ante la muy absurda idea de no aprovechar semejante vino.

—Pues bien —dijo Wilding infantilmente contento al tratar de sus asuntos—. Creo que hemos enderezado todo, Mr. Bintrey.

—Todo está enderezado —dijo Bintrey.

—Un socio seguro…

—Un socio seguro… —dijo Bintrey.

—El anuncio para que se presente un ama de llaves…

—El anuncio para que un ama de llaves —dijo Bintrey— venga a «presentarse personalmente en el
Recodo del Baldado
, Great Tower Street, de diez a doce», mañana, sea dicho de pasada.

—Los asuntos de mi difunta madre solucionados…

—Solucionados —dijo Bintrey.

—Y todos los gastos pagados.

—Y todos los gastos pagados —dijo Bintrey y chasqueó la lengua, tal vez por la rara circunstancia de que le hubieran pagado sin regateos.

—La mención de mi querida difunta madre —continuó Mr. Wilding, llenos los ojos de lágrimas que enjugaba con su pañuelo— todavía me afecta, Mr. Bintrey. Usted sabe cuánto la quería yo; por ser su abogado, también sabe usted cuánto me quiso ella. El más alto amor que pueda haber entre madre e hijo fue el nuestro, y jamás pasamos por un momento de distanciamiento o desdicha desde el momento en que me tomó a su cuidado. ¡Trece años en total! ¡Trece años al amparo de mi querida difunta madre, Mr. Bintrey, y ocho de ellos reconocido entre nosotros como su hijo! Esta historia, Mr. Bintrey, nadie la conoce mejor que usted —Mr. Wilding dejó escapar un sollozo y se secó los ojos sin tratar de ocultar sus gestos mientras hablaba.

Mr. Bintrey tomó un sorbo del inspirador oporto y, después de paladearlo, dijo:

—Conozco esa historia.

—Mi querida difunta madre, Mr. Bintrey —siguió diciendo el bodeguero—, sufrió una profunda decepción y pasó por sufrimientos crueles. Pero en cuanto a este tema los labios de mi querida difunta madre siempre estuvieron sellados. Quién la engañó y en qué circunstancias, sólo el Cielo lo sabe. Mi querida difunta madre nunca traicionó a quien la había traicionado.

—Estaba muy decidida al respecto —dijo Mr. Bintrey, que una vez más remojaba su paladar con el vino— y pudo mantener su decisión —y con una chispa divertida en sus ojos añadió—: ¡Mucho mejor de lo que usted hubiera querido!

—«Honra a tu padre y a tu madre —dijo Mr. Wilding, con un sollozo mientras citaba los mandamientos— para que se prolonguen tus días sobre la tierra que
Yahveh
, tu Dios, te va a dar». Cuando estaba en la Casa de Expósitos, Mr. Bintrey, me sentía tan incapaz de hacerlo que temí que mis días fueran cortos en la tierra. Pero más tarde llegué a honrar a mi madre profundamente. Y ahora honro y reverencio su memoria. Durante siete felices años, Mr. Bintrey —prosiguió Wilding, siempre con el mismo zollipo inocente y las mismas lágrimas no encubiertas—, mi excelente madre me recomendó a mis predecesores en este negocio, la firma Sobrino de Pebbleson. Con su afectuosa previsión, asimismo, me mandó como aprendiz a la Compañía de vinateros y me hizo sindicarme en su momento como vinatero autónomo y… y todo lo demás que pueda desear la mejor de las madres. Cuando llegué a la mayoría de edad, me dejó la parte que ella había heredado de ese negocio; fue su dinero el que compró la parte de Sobrinos de Pebbleson y puso a la firma el nombre de Wilding y Cía.; fue ella quien me dejó todo lo que poseía, exceptuando el anillo de luto que hoy usted lleva. Y sin embargo, Mr. Bintrey —le interrumpió una nueva expresión de dolor sincero—, ella ya no está con nosotros. Hace poco más de seis meses que vino al Recodo para leer con sus propios ojos el letrero que dice WILDING Y CÍA. BODEGUEROS. ¡Y ya no está con nosotros!

—Es triste, pero es ley de vida, Mr. Wilding —observó Bintrey—. Antes o después ya no estaremos aquí —con un suspiro colocó el oporto de cuarenta y cinco años en esa condición universal, tras soltar un chasquido de fruición.

—Pues bien, Mr. Bintrey —prosiguió Wilding, a la vez que guardaba su pañuelo y se enjugaba las pestañas con los dedos—, ahora, cuando ya no puedo mostrar mi amor y mi respeto a la querida mujer por la que mi corazón se sintió misteriosamente atraído, por obra de la Naturaleza, ya la primera vez en que me habló, y bien que me pareció una extraña señora aquella tarde en que estaba yo sentado en el refectorio del Hospicio, al menos puedo demostrar que no me avergüenzo de haber sido un expósito y que yo, que jamás conocí a mi padre, quiero ser un padre para todos en mi negocio. Por tanto —prosiguió Wilding, que empezaba a mostrar una locuacidad entusiasta—, por tanto, quiero que un ama de llaves excelente se ocupe de esta casa de Wilding y Cía. Bodegueros, en el
Recodo del Baldado
, para que así me sea posible recuperar en ella parte de esas antiguas relaciones entre empleador y empleado. ¡Así podré vivir en el mismo sitio en que se producen mis ingresos! Así me sentaré cada día a la cabecera de la mesa en la que los dependientes de mi bodega comen juntos, y comeré con ellos la misma carne asada, las mismas verduras cocidas y beberé la misma cerveza. ¡Así, los que trabajen en mi negocio se alojarán bajo mi techo! Así todos seremos uno. Excuse usted, Mr. Bintrey, pero de pronto me han vuelto esos cánticos a mi cabeza, y le estaré muy agradecido si me acompaña hasta la bomba.

Alarmado por la excesiva rubicundez de su cliente, Mr. Bintrey no perdió ni un instante para llevarlo hasta el patio. Fue fácil hacerlo, porque el despacho en el que estaban hablando se abría al patio interno, a un lado de la vivienda. Allí el abogado bombeó con todas sus ganas, obediente a una señal del joven, que se mojó la cabeza y la cara con ambas manos y tomó un buen trago. Tras esos paliativos, declaró que se encontraba mucho mejor.

—No permita que sus sentimientos lo exciten —dijo Bintrey, mientras volvían al despacho, donde Mr. Wilding se secó con una toalla continua que había detrás de la puerta interna.

—No, no lo haré —respondió, a la vez que quitaba los ojos de la toalla—. No lo haré. No me he mostrado confuso, ¿verdad?

—En nada. Todo está muy claro.

—¿Dónde me perdí, Mr. Bintrey?

—Pues se extravió usted, aunque no me preocuparía yo si estuviera en su lugar, con lo mismo de siempre.

—Pondré cuidado. Pondré cuidado. ¿Cuándo volvieron los cánticos a mi cabeza, Mr. Bintrey?

—Con lo de la carne asada, las verduras y la cerveza —respondió el abogado sin vacilar—, lo de vivir bajo el mismo techo, lo de ser todos uno…

—¡Ah! Y todos a una cantando en mi cabeza…

—Ya sabe usted que yo, si estuviese en su lugar, no permitiría que mis buenos sentimientos me excitaran —volvió a sugerir el abogado, ansioso—. Volvamos a la bomba.

—No es necesario, no es necesario. Bien, Mr. Bintrey. ¡Así todos seremos una especie de familia! Ya ve usted, Mr. Bintrey, en mi niñez no me habitué a esa clase de existencia individual que la mayor parte de las personas llevan, más o menos, en la infancia. Después, me entregué a la relación con mi querida difunta madre. Tras perderla, encuentro que me va mejor ser uno en un conjunto que estar aislado. Serlo y a la vez cumplir mi deber con los que de mí dependen tiene una suerte de aura patriarcal y grata. No sé qué piensa usted al respecto, Mr. Bintrey, pero así es como pienso yo.

—En este asunto, el importante no soy yo sino usted —respondió Bintrey—. Por consiguiente, lo que yo pueda pensar sobre este tema tiene muy poco interés.

—¡Pues yo pienso —dijo Mr. Wilding, con vivacidad— que es prometedor, rendidor, encantador!

—Verá usted —volvió a sugerir el abogado—, no he querido decir…

—No voy a decirlo. Además, está
Haendel
.

—¿Está quién? —preguntó Bintrey.


Haendel, Mozart, Haydn, Kent, Purcell, el Doctor Arne, Greene, Mendelssohn
. Conozco los coros de sus cantatas de memoria.
La Colección de la Capilla del Hospicio
. ¿Por qué no íbamos a poder aprenderlos juntos?

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