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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Bitterblue (7 page)

—¿Sí? —preguntó Thiel, dudando—. ¿De verdad? —agregó.

La expresión del consejero se tornó tan complacida que Bitterblue empezó a lamentar haberlo aguijoneado, pues eso había hecho.

—Thiel, ¿es que tus espías no sirven para nada? —le dijo—. Las preferencias de Celaje se decantan por los hombres, no por las mujeres y, desde luego, por mí menos todavía. ¿Entendido? Lo malo es que es práctico, así que incluso podría casarse conmigo si se lo pidiéramos. Quizá para ti sería magnífico, pero no para mí.

—Oh. —La desilusión de Thiel saltaba a la vista—. Ese dato es importante, si es verdad. ¿Está segura, majestad?

—Thiel, mi primo no se anda con tapujos respecto a ese tema. El propio Ror se ha enterado hace poco. ¿No te has preguntado por qué mi tío nunca ha sugerido el casamiento?

—Pues… —empezó el consejero, pero refrenó el impulso de hablar más. La amenaza de la crueldad de Bitterblue si insistía en el asunto del matrimonio aún parecía persistir en el despacho—. ¿Revisamos hoy algunos resultados del censo, majestad?

—Sí, por favor.

A Bitterblue le gustaba revisar los resultados del censo del reino con Thiel. Reunir dicha información entraba en las competencias de Runnemood, pero Darby preparaba los informes, que estaban organizados con esmero por distritos, con mapas y estadísticas sobre alfabetización, empleo, cifras demográficas… A Thiel se le daba bien responder a sus muchas preguntas; él lo sabía todo. Montones de cosas. Y la totalidad de la tarea fue lo más parecido a la sensación de tener cierto control de su reino.

Esa noche y las dos siguientes Bitterblue salió de nuevo y visitó las dos tabernas que conocía para escuchar los relatos. A menudo las narraciones eran sobre Leck: Leck torturando a los animalitos cortados en pedazos que guardaba en el jardín trasero; la servidumbre de Leck yendo de un lado para otro con cortes en la piel; la muerte de Leck con la daga de Katsa. A la audiencia de esa hora avanzada le gustaban los relatos sangrientos. Pero había algo más en esa inclinación; en las partes entre las escenas violentas, Bitterblue advirtió que había otra clase de historias incruentas que eran recurrentes. Esas empezaban siempre como suelen empezar los relatos, tal vez con dos personas que se enamoraban, o un niño avispado que intentaba resolver un misterio. Pero igual que uno creía saber hacia dónde se encaminaba la historia, esta acababa de golpe cuando los enamorados o el niño desaparecían sin explicación y no se los volvía a citar.

Relatos malogrados. ¿Por qué acudía la gente a oírlos? ¿Por qué se empeñaba en escuchar lo mismo una y otra vez para acabar topando siempre con la misma pregunta sin respuesta?

¿Qué había pasado con toda la gente que Leck había hecho desaparecer? ¿Cómo habían acabado sus historias? Habían sido centenares, entre niños y adultos, mujeres y hombres, los que se había llevado Leck y, era de suponer, habían muerto asesinados. Pero ella no lo sabía y sus consejeros nunca habían podido decirle dónde, por qué o cómo, y era como si la gente de la ciudad tampoco tuviera la menor idea. De pronto, a Bitterblue dejó de bastarle saber que habían desaparecido. Quería saber qué había sido de ellos, porque los que acudían a esos salones donde se narraban relatos eran sus súbditos, y no cabía duda de que querían conocer. Ella deseaba saberlo para decírselo.

Había otras incógnitas que requerían una explicación. Ahora que se le había ocurrido verificarlo, Bitterblue comprobó que faltaban más gárgolas en otros sitios de la muralla este, además de la que ella misma había visto escamotear. ¿Por qué ninguno de sus consejeros le había informado sobre esos robos de bienes?

—Majestad, no firme eso —advirtió Thiel con severidad, una mañana en el despacho.

—¿Qué? —Bitterblue parpadeó, desconcertada.

—Ese fuero, majestad. He pasado quince minutos explicando por qué no debería firmarlo, y estáis con la pluma en la mano. ¿Qué os ronda por la cabeza?

—Oh. —Bitterblue soltó la pluma y suspiró—. Sí, sí, te he oído. Lord Danzón…

—Danzhol —corrigió Thiel.

—Lord Danzhol, el noble de una localidad en la comarca central de Monmar, se opone a perder el privilegio de gobernar la ciudad, y crees que debería concederle audiencia antes de tomar una decisión.

—Me temo que está en su derecho a ser escuchado, majestad. También me temo que…

—Sí —lo interrumpió, distraída—. Ya me has dicho que desea casarse conmigo. Muy bien.

—¡Majestad! —exclamó el consejero, que agachó la cabeza para observarla—. Majestad, se lo preguntaré por segunda vez: ¿qué os ronda por la cabeza?

—Las gárgolas, Thiel —contestó Bitterblue frotándose las sienes.

—¿Gárgolas? ¿A qué se refiere, majestad?

—A las que están en la muralla este, Thiel. He oído comentarios entre los escribientes de las oficinas de abajo, y parece que faltan cuatro gárgolas de la muralla del este —mintió—. ¿Por qué no se me ha informado de ello?

—¿Que faltan gárgolas? —repitió Thiel—. ¿Y dónde han ido a parar, majestad?

—¿Cómo quieres que lo sepa yo? A ver, ¿dónde van las gárgolas?

—Dudo mucho que tal cosa sea cierta, majestad. Seguro que habéis oído mal.

—Ve a preguntarles. O mejor, que vaya alguien a comprobarlo. Sé muy bien lo que he oído.

Thiel salió del despacho. Regresó al cabo de un rato con Darby, que iba cargado con un puñado de documentos que repasaba como un loco.

—Faltan cuatro gárgolas de la muralla este de acuerdo con nuestros informes sobre la decoración del castillo, majestad —informó Darby con rapidez mientras leía—. Pero faltan por la sencilla razón de que no han estado nunca allí, para empezar.

—¡Que no han estado nunca! —repitió Bitterblue, que sabía de primera mano que, al menos una, sí estaba allí hasta hacía unas pocas noches—. ¿Ninguna de las cuatro?

—El rey Leck nunca tuvo la ocasión de encargar esas cuatro, majestad. Dejó esos huecos vacíos.

Lo que Bitterblue vio en la muralla cuando las contó fueron superficies irregulares, como rotas, que tenían toda la apariencia de que algo de piedra había estado presente y después había sido arrancada; a saber: unas gárgolas.

—¿Estás seguro de esos informes? —inquirió—. ¿Cuándo se redactaron?

—Al inicio de su reinado, majestad —respondió Darby—. Se hicieron informes del estado de todas las partes del castillo a requerimiento de su tío, el rey Ror. Los supervisé yo.

Parecía raro mentir por algo tan nimio y sin bastante alcance para que importara si Darby había hecho mal los informes. Y, sin embargo, a Bitterblue la desasosegaba. Los ojos de Darby, que parpadearon mientras la miraba, uno azul y otro verde, mientras le daba información incierta con aire competente y seguro, la inquietaban. Se sorprendió repasando para sus adentros todas las cosas que su secretario le había dicho últimamente y preguntándose si sería la clase de persona que mentía.

Entonces se refrenó, consciente de que desconfiaba por la simple razón de que se sentía insegura en general, y porque todo lo ocurrido los últimos días parecía hecho a propósito para desorientarla. Era como el laberinto que había descubierto la noche anterior mientras buscaba una ruta nueva y más aislada desde sus aposentos, en el extremo norte del castillo, hasta las torres de entrada, en la muralla meridional. Los techos de cristal de los corredores altos del castillo la ponían nerviosa por si la veían los guardias que patrullaban allí arriba. Así que había empezado a bajar por el estrecho hueco de escalera situado cerca de sus aposentos hacia el nivel de más abajo, donde se había encontrado atrapada en una serie de pasadizos que siempre le habían parecido prometedoramente rectos y bien iluminados, pero que después giraban o se bifurcaban o incluso acababan en oscuros corredores sin salida, hasta conseguir que se sintiera desorientada por completo.

—¿Te has perdido? —había preguntado de repente una voz masculina desconocida.

Bitterblue se había quedado petrificada; se volvió e intentó no mirar con demasiada dureza al hombre de cabello canoso y vestido con el uniforme negro de la guardia monmarda.

—Te has perdido, ¿verdad?

Sin atreverse a respirar siquiera, Bitterblue asintió con la cabeza.

—Les pasa a todos los que encuentro aquí —comentó el hombre—. O a casi todos. Te encuentras en el laberinto del rey Leck, compuesto por pasillos que no conducen a ninguna parte, con sus aposentos en el centro.

El guardia la había conducido fuera del laberinto. Mientras lo seguía de puntillas, Bitterblue se preguntó por qué motivo Leck se había construido un laberinto alrededor de sus aposentos y por qué ella no había sabido de su existencia hasta ese momento. Empezó a preguntarse también sobre otros parajes extraños dentro de los muros del castillo. Para llegar al vestíbulo principal y a las torres de acceso que había más allá, Bitterblue tenía que cruzar el patio mayor, que estaba al mismo nivel del vestíbulo, en el extremo sur del castillo. Leck había ordenado que los arbustos del patio mayor se podaran dándoles formas fantásticas: gente de pose orgullosa, con ojos y cabello de flores; animales feroces, monstruosos, también de flores; osos y pumas, aves gigantescas. En un rincón, una fuente vertía chorros cantarines de agua en un profundo estanque. En los muros del patio, por los cinco pisos, se extendían balconadas. Gárgolas y más gárgolas encaramadas en los altos antepechos de los muros asomaban la cabeza con cautela y observaban, maliciosas. Los techos de cristal reflejaban las farolas del patio como enormes y borrosas estrellas.

¿Por qué le habían interesado tanto los arbustos a Leck? ¿Por qué había equipado con techos de cristal los patios y muchos de los tejados del castillo? ¿Y qué tenía la oscuridad que la empujaba a hacerse preguntas que nunca se había planteado antes, de día?

Una noche, ya tarde, un hombre salió del vestíbulo principal al patio mayor, se echó la capucha hacia atrás y cruzó haciendo sonar con fuerza las botas en el mármol. Eran los andares de su consejero Runnemood, siempre tan seguro de sí mismo; eran los relucientes anillos enjoyados de Runnemood; eran los rasgos apuestos de Runnemood, que aparecían y desaparecían en las sombras. Asaltada por el pánico, Bitterblue se metió detrás de un arbusto que representaba un caballo encabritado. Entonces, su guardia graceling, Holt, salió al patio detrás de Runnemood; iba sosteniendo al juez Quall, que temblaba muy agitado. Los tres entraron al castillo, hacia el ala norte. Bitterblue entró poco después, demasiado asustada por haber estado a punto de que la descubrieran como para preguntarse, en aquel momento, qué habían estado haciendo ellos en la ciudad a una hora tan intempestiva. Pero esa idea se le ocurrió después.

—¿Adónde vas por las noches, Runnemood? —le preguntó a la mañana siguiente.

—¿Ir, majestad? —inquirió él a su vez, con los ojos entrecerrados.

—Sí, ¿alguna vez sales tarde? He oído que lo haces. Disculpa que te lo pregunte, pero siento curiosidad.

—De tanto en tanto tengo reuniones en la ciudad a altas horas de la noche, majestad —contestó él—. Cenas tardías con lores que quieren cosas, como entrevistas con los ministros o la mano de su majestad, por ejemplo. Mi trabajo es seguirles la corriente a esas personas y disuadirlas.

«¿Hasta medianoche, con el juez Quall y Holt?», pensó ella.

—¿Llevas algún guardia?

—A veces. —Runnemood se levantó de la ventana en la que había estado sentado y se acercó hasta pararse delante de Bitterblue—. Majestad, ¿por qué me hace esas preguntas?

Las hacía porque no podía preguntarle lo que en realidad quería preguntar.

«¿Me estás diciendo la verdad? ¿Por qué me da la impresión de que no? ¿Alguna vez vas al distrito este? ¿Has escuchado los relatos? ¿Puedes explicarme todas las cosas que veo por la noche y que no entiendo?».

—Porque, si tienes que estar fuera hasta tan tarde, quiero que te acompañe un guardia —mintió—. Me preocupa tu seguridad.

En el rostro de Runnemood brilló una amplia y blanca sonrisa.

—Qué encanto de reina y qué amable, majestad —dijo con una actitud tan paternalista que a Bitterblue se le hizo difícil mantener la expresión afectuosa y cordial—. Haré que me acompañe un guardia si así se queda más tranquila.

Salió sola de nuevo unas cuantas noches más, inadvertida incluso para su guardia lenita de la puerta, que apenas reparó en ella y solo se interesó en el anillo y el santo y seña. Entonces, en la séptima noche desde que los vio robando la gárgola, Teddy y su amigo lenita graceling se cruzaron de nuevo en su camino.

Acababa de descubrir un tercer sitio donde se narraban relatos, cerca de los muelles de la plata, en el sótano de un almacén viejo e inclinado. Metida en un rincón con su bebida, Bitterblue tuvo un sobresalto al descubrir que Zaf se acercaba hacia ella a buen paso. La mirada del joven era inexpresiva, como si no la hubiera visto nunca. Entonces llegó a su lado, se colocó junto a ella y desvió la atención hacia el hombre que estaba en el mostrador.

El hombre narraba un relato que Bitterblue no había oído nunca y estaba demasiado preocupada para prestar atención en ese momento, consternada porque Zaf la hubiera reconocido. El héroe del relato era un marinero del reino insular de Lenidia. Zaf parecía absorto en la historia. Observándolo a la par que procuraba que no se notara que lo hacía, y al ver cómo se le iluminaban los ojos con reconocimiento, Bitterblue descubrió una conexión que hasta ese momento se le había pasado por alto. Estuvo una vez a bordo de un navío; Katsa y ella habían huido a Lenidia para escapar de Leck. Había visto a Zaf trepar la muralla este; se había fijado en la piel curtida y el cabello aclarado por el sol. Y ahora, de repente, su forma de andar le resultó muy familiar. Esa facilidad en los movimientos y el brillo en los ojos los había visto antes en hombres que eran marineros, pero no de cualquier clase. Bitterblue se preguntó si Zaf sería ese tipo de marinero que se ofrecía voluntario para subir a lo alto del mástil durante una tempestad.

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