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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Bitterblue (5 page)

Miró hacia otro lado sin hacer caso de la sonrisa del joven. Cuando la mujer de la taberna le trajo la sidra, Bitterblue puso las monedas en el mostrador, decidida a confiar en la suerte de que era el precio correcto. La mujer recogió las dos monedas y le devolvió otra más pequeña. Bitterblue cogió la bebida y la moneda y se dirigió a un rincón en la parte trasera, donde estaba más oscuro y se disfrutaba de una vista más amplia, además de que habría menos gente que se fijara en ella.

Ahora podía bajar la guardia y prestar atención al relato. Era uno que había oído contar muchas veces, uno que ella misma había narrado. Era la historia —real— de cómo había llegado su padre a la corte de Monmar siendo un muchacho. Llevaba un parche en un ojo y mendigaba, sin explicar quién era ni de dónde venía. Había cautivado al rey y a la reina con cuentos que inventaba, relatos sobre unas tierras donde los animales eran de unos colores increíblemente bellos e intensos, los edificios eran grandes y altos como montañas y gloriosos ejércitos surgían de las rocas. Nadie sabía quiénes eran sus padres o por qué llevaba el parche en el ojo o por qué contabas tales relatos, pero lo amaron. El rey y la reina, sin descendencia, lo adoptaron como si fuera hijo suyo. Cuando Leck cumplió los dieciséis años, el rey, que no tenía familia, lo nombró su heredero.

Al cabo de unos días, el rey y la reina murieron, víctimas de una enfermedad misteriosa que nadie de la corte sintió necesidad de investigar. Los consejeros del fallecido rey se arrojaron al río, porque Leck era capaz de conseguir que la gente hiciera cosas así, o porque él mismo los empujó y después les dijo a los testigos que habían visto otra cosa distinta a la realidad. Suicidio, no asesinato. Habían empezado los treinta y cinco años de devastación mental del reinado de Leck.

Bitterblue había oído esa historia más veces a modo de explicación, nunca expuesta como un relato: el viejo rey y su reina revividos en su soledad y bondad, en su amor por un muchacho. Los consejeros, sabios y preocupados, consagrados a sus soberanos. El narrador describía a Leck en parte como había sido y en parte como Bitterblue sabía que no fue. No había sido una persona que reía a carcajadas ni echaba miradas maliciosas ni se frotaba las manos vilmente, como contaba el narrador. Había sido menos complicado que eso. Hablaba con normalidad, reaccionaba normalmente y llevaba a cabo actos violentos con impasible naturalidad y precisión. Tranquilo, sin alterarse, había hecho cuanto había necesitado hacer para que las cosas fueran como él quería.

«Mi padre —pensó Bitterblue. Entonces buscó la moneda que tenía en el bolsillo, avergonzada de sí misma por haber robado. Y más avergonzada al recordar que la capelina también era robada—. Yo también tomo lo que quiero. ¿Lo habré heredado de él?».

El joven que sabía que se había quedado con las monedas era ese tipo de persona inquieta, incapaz de parar un momento. Se movía entre la gente, que se apartaba para dejarlo pasar. Era fácil seguirle la pista, ya que resultaba ser uno de los parroquianos que más llamaba la atención en la taberna. Tenía algo que lo hacía parecer lenita, pero no lo era.

Los lenitas, casi sin excepción, tenían el cabello oscuro y los ojos grises, así como cierto atractivo en el trazo de la boca y en el ondear del pelo, como Celaje o como Po; lucían oro en las orejas y en los dedos, tanto hombres como mujeres, nobles o plebeyos. Bitterblue había heredado el cabello oscuro y los ojos grises de Cinérea, así como algo del aspecto de los lenitas, si bien en ella los resultados eran menos vistosos que en otros. Sea como fuere, ella tenía más apariencia de lenita que ese chico.

El cabello del joven era de un color rubio oscuro, como el de la arena mojada, con las puntas aclaradas por el sol hasta ser de un color rubio blanquecino, y la piel llena de pecas. Los rasgos faciales, aunque bastantes atractivos, no eran muy lenitas, precisamente. Sin embargo, los pendientes de oro que brillaban en las orejas del chico y los anillos de los dedos… esos sí que eran lenitas sin discusión. Tenía los ojos de un insólito e inverosímil color púrpura, de manera que uno veía de inmediato que no era una persona corriente. Y entonces, al adaptarse a la incongruencia general de su aspecto, uno se fijaba en que el color púrpura de un iris era de un tono diferente al del otro. El joven era un graceling. Y un lenita, pero no de nacimiento.

Bitterblue se preguntó cuál sería su gracia.

A todo esto, mientras el chico pasaba junto a un hombre que echaba un trago de su copa, Bitterblue lo vio meter la mano en el bolsillo del otro parroquiano, sacar algo y metérselo debajo del brazo con una rapidez tal que Bitterblue no dio crédito a lo que veía. En ese momento él alzó los ojos y, por casualidad, se encontró con los suyos y supo que lo había visto todo. Esta vez no hubo regocijo en la forma en que la miró, sino frialdad, un punto de insolencia y un asomo de amenaza en el entrecejo fruncido.

El muchacho se volvió de espaldas y se encaminó hacia la puerta; allí puso la mano en el hombro de otro joven de lacio cabello oscuro que al parecer era su amigo, porque los dos se marcharon juntos. A Bitterblue se le metió en la cabeza descubrir adónde se dirigían, así que dejó la sidra y fue tras ellos. Sin embargo, cuando salió a la calleja ya habían desaparecido.

Sin saber qué hora era, regresó al castillo, pero hizo un alto al pie del puente levadizo. Se había quedado parada en ese mismo sitio casi ocho años atrás. Como si sus pies tuvieran memoria y voluntad propia, la querían llevar hacia al distrito oeste, por donde había ido con su madre aquella noche; los pies querían seguir el río hacia el oeste, dejar la ciudad atrás, muy atrás, y cruzar los valles hasta la llanura que precedía al bosque. Bitterblue quería estar en el lugar donde su padre disparó a su madre en la espalda desde el caballo, en la nieve, mientras esta intentaba huir. Bitterblue no lo había presenciado, pero Po y Katsa sí. De cuando en cuando, Po le describía la escena en voz queda, sin soltarle las manos.

Se lo había imaginado tantas veces que tenía la impresión de rememorar un recuerdo, pero no lo era. No había estado allí, no había gritado como imaginaba que lo habría hecho. No se había interpuesto de un salto en la trayectoria de la flecha, no había tirado a su madre al suelo de un empujón para apartarla de la saeta, no había lanzado un cuchillo a tiempo para acabar con él.

Un reloj dio las dos y la hizo volver al presente. No había nada en el oeste para ella, excepto una larga y difícil caminata. Y recuerdos que eran hirientes a pesar de la lejanía. Se obligó a cruzar el puente levadizo.

Ya en la cama, exhausta y bostezando, al principio no entendía por qué no se quedaba dormida. Entonces lo notó. Las calles abarrotadas de gente, las sombras de edificios y puentes, el sonido de los relatos y el sabor de la sidra; el miedo que había impregnado todo cuanto había hecho. El cuerpo le vibraba como una resonancia de la vida nocturna de la ciudad.

Capítulo 3

«
P
ara mí, el trabajo habitual se ha ido al traste».

Eso era lo que Bitterblue pensaba a la mañana siguiente, sentada al escritorio de su despacho con cara de sueño. Su consejero Darby, de vuelta tras la juerga y consiguiente resaca, de las que todo el mundo estaba enterado pero que nadie mencionaba, no paraba de subir a todo correr por la escalera de caracol desde las oficinas del piso de abajo y le llevaba documentos para que hiciera cosas aburridas con ellos. Cada vez que aparecía irrumpía de golpe por la puerta, se catapultaba a través del cuarto y se paraba en seco, a un palmo del escritorio. Al irse lo mismo. Sobrio, Darby estaba siempre completamente despierto y rebosante de energía. Y lo estaba porque tenía un ojo amarillo y otro verde, y su gracia era que no necesitaba dormir.

Entre tanto, Runnemood holgazaneaba por el despacho luciendo su apostura, mientras que Thiel, demasiado estirado y adusto para resultar apuesto, se deslizaba alrededor de Runnemood y se cernía sobre el escritorio, amenazador, planeando de qué forma la torturaría con los papeles. Rood seguía ausente.

Bitterblue tenía muchas preguntas que hacer y había demasiada gente a quien no podía planteárselas. ¿Los consejeros sabrían que existía un salón debajo del Puente del Monstruo donde la gente narraba relatos sobre Leck? ¿Por qué las barriadas debajo de los puentes no tenían ninguna relevancia en sus recorridos anuales?, ¿se debía a que los edificios se estaban cayendo a pedazos? Eso no le habría sorprendido. ¿Cómo podría conseguir algunas monedas sin levantar sospechas?

—Quiero un mapa —dijo en voz alta.

—¿Un mapa? —repitió Thiel, sobresaltado, y enseguida le tendió un fajo de documentos con mucho crujir de papeles—. ¿De la ubicación de esta ciudad con fueros?

—No. Un plano del Burgo de Bitterblue. Quiero examinarlo. Envía a alguien a buscar uno, Thiel, ¿quieres, por favor?

—¿Tiene esto algo que ver con sandías, majestad?

—¡Thiel, solo quiero un mapa! ¡Consíguemelo!

—¡Dios mío! —masculló el primer consejero—. Darby —llamó volviéndose hacia el personaje de mirada reluciente cuando este irrumpió de nuevo en el despacho—. Que alguien vaya a la biblioteca a buscar un plano reciente de la ciudad para que lo examine la reina, ¿quieres?

—Un plano reciente. Desde luego —contestó Darby, que giró sobre sus talones y se marchó otra vez.

—Ya se están ocupando de conseguir un mapa, majestad —informó Thiel, volviéndose hacia ella.

—Sí. —Bitterblue se frotó la cabeza—. Me he dado por enterada, Thiel —dijo con sarcasmo.

—¿Ocurre algo, majestad? Parece que está un poco… irritada.

—Está cansada —manifestó Runnemood, sentado en una ventana y cruzado de brazos—. Su majestad está cansada de fueros, de juicios y de informes. Si desea un plano, lo tendrá.

A Bitterblue le molestó que Runnemood lo comprendiera.

—Quiero tener más poder de decisión en cuanto al trayecto de mis recorridos anuales a partir de ahora —barbotó.

—Y así será —dijo con grandilocuencia Runnemood.

En serio, no entendía cómo podía aguantarlo Thiel. Él era muy sencillo mientras que Runnemood era muy afectado y, sin embargo, los dos trabajaban juntos tan a gusto, siempre preparados para convertirse en un frente unido en el instante en que ella sobrepasara la línea del límite, que solo sus consejeros sabían dónde estaba. En consecuencia, decidió no abrir la boca hasta que le trajeran el mapa y no demostrar qué alturas estratosféricas alcanzaba su irritabilidad.

Cuando por fin se lo trajeron, el bibliotecario real iba acompañado por Holt, un miembro de la guardia de la reina, ya que el bibliotecario había cargado con mucho más de lo que ella había pedido y no podía subirlo por la escalera sin la ayuda de alguien.

—Majestad —saludó—. Como la petición de vuestra majestad era inconvenientemente imprecisa, me pareció buena idea traer un surtido de mapas para que las probabilidades de que hubiera uno que satisficiera sus expectativas fueran mayores. Es mi más ferviente deseo regresar a mi trabajo sin que me interrumpan de nuevo vuestros subalternos.

La gracia del bibliotecario de Bitterblue era la habilidad de leer a una velocidad inhumana y recordar para siempre cada palabra leída. O eso decía él; a decir verdad, parecía poseer esa facultad. Sin embargo, en ocasiones Bitterblue se preguntaba si en su gracia no iría incluida la antipatía. Se llamaba Deceso, que se pronunciaba «Diceso» y, de vez en cuando, a Bitterblue le gustaba pronunciarlo mal «sin querer», tal como se escribía: Deceso.

—Si eso es todo, majestad, volveré a mi trabajo —dijo Deceso mientras soltaba una brazada de rollos de pergamino al borde del escritorio. La mitad de los rollos rodaron por el tablero y cayeron al suelo con golpecitos que sonaban a hueco.

—¡Pero bueno! —empezó a decir Thiel, enojado, y se agachó a recogerlos—. Le dije a Darby con toda claridad que quería un plano. Y reciente. Llévese eso, Deceso; no los necesitamos.

—Todos los mapas son recientes si se considera las vastedad del tiempo geológico —replicó el bibliotecario, que aspiró por la nariz con aire despectivo.

—Su majestad solo quiere ver cómo es hoy la ciudad —repuso Thiel.

—Una ciudad es un organismo vivo, siempre cambiante… —replicó el bibliotecario.

—Su majestad desea…

—Deseo que os vayáis todos —masculló Bitterblue, desolada, más para sí misma que para los demás.

Los dos hombres siguieron discutiendo, y Runnemood se sumó a la pendencia. Entonces Holt, el guardia de la reina, puso los mapas que sostenía en los brazos en el escritorio de Bitterblue, con cuidado de que no rodaran y se cayeran; inclinándose un poco, se echó a Thiel en un hombro y a Deceso en el otro, y se irguió con la carga. En el sorprendido silencio que siguió, Holt se movió pesadamente hacia Runnemood, que, adivinando su intención, soltó un resoplido y abandonó el despacho por propia voluntad. Después, Holt se marchó llevando a cuestas las ultrajadas cargas, justo cuando el consejero y el bibliotecario recobraban la voz. Bitterblue los oyó gritar con indignación todo el camino escaleras abajo.

Holt era un guardia cuarentón de ojos preciosos, uno gris y otro plateado, un hombre grande y corpulento de rostro amistoso y franco. La fuerza era su gracia.

—Qué escena más extraña —caviló Bitterblue en voz alta.

Pero era muy agradable estar sola. Desenrolló uno de los pergaminos al azar y vio que era un mapa astronómico de las constelaciones que se veían sobre la ciudad. Maldiciendo a Deceso, lo apartó a un lado. El siguiente era un mapa del castillo antes de las renovaciones hechas por Leck, cuando los patios eran cuatro, en lugar de siete, y los tejados de su torre, de los patios y de las galerías altas no tenían cristal. El siguiente, cosa sorprendente, era un plano con las calles de la ciudad, pero muy raro porque las palabras estaban borradas aquí y allá y no había puentes. El cuarto, por fin, era un plano actualizado, ya que aparecían los puentes. Sí, era evidente que estaba actualizado porque se titulaba «Burgo de Bitterblue», no «Burgo de Leck» o el nombre de algún monarca anterior.

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