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Authors: Kristin Cashore

Tags: #Infantil y juvenil, #Aventuras, #Fantástico

Bitterblue (4 page)

En este momento —le decía en la carta—, se encontraba en el reino norteño de Nordicia sembrando discordia. Bitterblue pasó a la otra carta y leyó que Katsa —una luchadora sin parangón que además estaba dotada con facultades innatas para la supervivencia— había repartido el tiempo entre los reinos de Elestia, Meridia y Oestia, en los que también estaba animando al pueblo a la revuelta. De modo que los dos graceling, junto con un reducido grupo de amigos, estaban ocupados en crear agitación a gran escala —soborno, coacción, sabotaje, rebelión organizada— todo ello dirigido a frenar la terrible conducta del rey más corrupto del mundo. Po le contaba en la carta:

El rey Drowden de Nordicia ha mandado encarcelar a sus nobles de manera arbitraria, y los está ejecutando porque es consciente de que algunos no le son leales, a pesar de no saber con certeza quiénes son. Vamos a rescatarlos, los sacaremos de la cárcel. Giddon y yo hemos estado enseñando a los ciudadanos a luchar. Va a haber una sublevación, prima.

Ambas cartas terminaban igual. Hacía meses que Po y Katsa no se veían, y ninguno de los dos había visto a Bitterblue hacía más de un año. Ambos tenían intención de visitarla tan pronto como pudieran desligarse de sus ocupaciones, y se quedarían tanto tiempo como les fuera posible.

Bitterblue se sentía tan feliz que se hizo un ovillo en el sofá y se abrazó a una almohada durante un minuto entero.

Al otro extremo de la sala, Raposa se las había arreglado para encaramarse a lo más alto del ventanal agarrándose con manos y pies a los perfiles del marco, y frotaba con vigor su propio reflejo puliendo el cristal para que brillara al máximo. Llevaba una falda pantalón de color azul que hacía juego con el entorno, ya que la sala de estar de Bitterblue era de ese color, desde la alfombra hasta las paredes azules y doradas, pasando por el techo, que era de un tono azul medianoche, salpicado de estrellas doradas y escarlatas estarcidas. Salvo cuando Bitterblue la llevaba puesta, la corona real permanecía siempre en este cuarto, encima de un cojín de terciopelo azul. Un tapiz de fantasía, en el que se representaba un caballo azul claro con ojos verdes, tapaba la puerta oculta por la que antaño se bajaba a los aposentos de Leck, antes de que la gente entrara y tomara medidas para cegar el acceso a la escalera.

Raposa era una graceling, con un ojo de color gris claro y el otro gris oscuro, increíblemente bonita, casi fascinante con aquel cabello rojo que enmarcaba unos rasgos firmes. Su gracia era poco común: la intrepidez. Pero no era una intrepidez combinada con temeridad, sino que era invulnerable a la desagradable sensación de miedo; de hecho, Raposa poseía lo que Bitterblue interpretaba como una habilidad casi matemática para calcular posibles consecuencias físicas. Sabía mejor que nadie lo que casi con toda seguridad pasaría si resbalaba y caía de la ventana. Más que la sensación de temor, era ese conocimiento lo que la hacía ser cuidadosa.

A Bitterblue le parecía que esa gracia estaba desaprovechada en las ocupaciones de criada del castillo, pero en el Monmar post-Leck a los graceling ya no se los consideraba propiedad de los monarcas; eran libres de trabajar en lo que quisieran, y a Raposa parecía gustarle realizar tareas peculiares en los pisos altos del ala norte del castillo. Helda hablaba de ponerla a prueba algún día como espía.

—¿Vives en el castillo, Raposa? —preguntó Bitterblue.

—No, majestad —respondió la chica desde lo alto de la ventana—. Vivo en el distrito este.

—Tienes un horario de trabajo extraño, ¿no?

—Me viene bien, majestad. A veces trabajo durante toda la noche.

—¿Y cómo entras y sales del castillo a horas tan intempestivas? ¿Los guardias de las puertas no te han hecho pasar un mal rato?

—Bueno, salir nunca representa un problema. Dejan salir a cualquiera, majestad. Pero para acceder de noche por la torre de entrada les enseño un brazalete que Helda me dio y, para que los lenitas que guardan vuestra puerta me dejen pasar, les muestro también el brazalete y doy el santo y seña.

—¿El santo y seña?

—Lo cambian a diario, majestad.

—¿Y cómo sabes tú cuál es?

—Helda lo esconde para nosotras en un sitio, un lugar distinto cada día de la semana, majestad.

—¿De veras? ¿Y cuál es el santo y seña de hoy?

—«Crepe de chocolate», majestad —respondió Raposa.

Bitterblue se recostó en el respaldo del sofá durante un tiempo mientras le daba vueltas al tema. Cada mañana, en el desayuno, Helda le pedía que dijera una palabra o varias palabras que pudieran servir como clave para las notas cifradas que seguramente tendrían que pasarse entre ellas a lo largo del día. El día anterior por la mañana ella había elegido la clave «crepe de chocolate».

—¿Cuál era el de anteayer, Raposa?

—«Caramelo salado» —respondió la chica.

Que había sido la clave elegida por Bitterblue hacía dos días.

—Unas contraseñas deliciosas —comentó, absorta, mientras cobraba forma una idea que se le había ocurrido.

—Sí, las contraseñas de Helda siempre me dan hambre —comentó Raposa.

Había una capelina con capucha doblada en el borde del sofá; era de un color azul profundo, como el del mueble. Sin duda pertenecía a Raposa; Bitterblue la había visto con otras prendas tan sencillas como esa. Era mucho más simple que cualquier prenda de abrigo de Bitterblue.

—¿Cada cuánto tiempo crees que cambia la guardia lenita de la puerta? —le preguntó a Raposa.

—A todas las horas en punto, majestad.

—¡Cada hora! Es muy frecuente.

—Sí, majestad —respondió la chica con suavidad—. Supongo que no hay mucha continuidad en lo que ve cada turno.

Raposa estaba de nuevo en el suelo, inclinada sobre un cubo de espuma, de espaldas a la reina.

Bitterblue se apoderó de la capelina, se la metió debajo del brazo y salió del cuarto de estar.

Bitterblue ya había visto entrar espías en sus aposentos por la noche, encapuchados, agazapados, irreconocibles hasta que se quitaban las ropas que los tapaban. La guardia lenita apostada en la puerta, un regalo del rey Ror, guardaba la entrada principal del castillo y la de los aposentos privados de Bitterblue, tarea que los guardias llevaban a cabo con discreción. No estaban obligados a responder preguntas a nadie, salvo a la reina y a Helda, ni siquiera a la guardia monmarda, que era el ejército y la fuerza policial del reino. Eso daba a Bitterblue y a sus espías libertad de movimientos para entrar y salir sin que lo supiera su administración. Era una pequeña providencia dictada por Ror para proteger la intimidad de Bitterblue. Su tío tenía una disposición similar en Lenidia.

Lo del brazalete no constituía problema alguno, ya que el que Helda les daba a sus espías era un sencillo cordón de cuero del que colgaba una réplica de un anillo que Cinérea llevaba en vida. Era un anillo de diseño lenita característico: oro con incrustaciones de diminutas y relucientes gemas grises. Cada anillo lucido por un lenita representaba a un miembro de su familia, y este era el anillo que Cinérea había llevado por su hija. Bitterblue tenía el original. Lo guardaba en el joyero de madera de su madre, en el dormitorio, junto con todos los otros anillos de Cinérea.

Fue conmovedor atarse ese anillo a la muñeca. Su madre se lo había enseñado muchas veces y le había explicado que había elegido esas piedras para que hicieran juego con el color de sus ojos. Estrechó la muñeca contra sí mientras se preguntaba qué pensaría su madre sobre lo que se proponía hacer.

«Bueno, también mamá y yo salimos a hurtadillas del castillo una vez. Aunque no por este camino, sino por las ventanas. Y con una buena razón. Intentaba ponerme a salvo de mi padre».

»Y lo consiguió. Hizo que me adelantara y ella se quedó atrás para morir.

»Mamá, no sé bien qué me mueve a hacer lo que estoy a punto de hacer. Falta algo, ¿no te das cuenta? Montones de papeles en mi escritorio de la torre un día sí y otro también. Es imposible que no haya nada más que eso. Lo entiendes, ¿verdad que sí?».

Escabullirse era una especie de embuste. Igual que lo era un disfraz. Recién pasada la medianoche, vestida con pantalones oscuros y cubierta con la capelina de Raposa, la reina salió a hurtadillas de sus aposentos y entró en un mundo de relatos y mentiras.

Capítulo 2

N
unca había visto los puentes de cerca. A pesar de sus recorridos anuales por la ciudad, Bitterblue no había estado nunca en las calles del distrito este; solo conocía los puentes desde lo alto de la torre, donde los contemplaba a través de la distancia sin estar siquiera segura de que fueran reales. Ahora, parada al pie del Puente Alígero, pasó los dedos a lo largo de las junturas donde las frías piezas de mármol se unían para formar los colosales cimientos.

Y atrajo cierta atención.

—Vamos, tira para adelante —dijo un hombre hosco que había salido por la puerta de uno de los edificios blancos situados entre los pilares del puente. Vació un cubo en la alcantarilla—. No queremos chiflados por aquí.

Le pareció un trato demasiado brusco hacia alguien que solo tocaba el puente, pero Bitterblue no discutió y siguió andando para evitar que hubiera una disputa. Las calles estaban muy concurridas a esa hora, y todo el mundo le daba miedo. Esquivaba a la gente cuando era posible al tiempo que se calaba más la capucha, contenta de ser menuda.

Edificios altos y estrechos, pegados entre sí como si se apuntalaran unos a otros, ofrecían de vez en cuando atisbos del río entre sus paredes. En cada cruce las calzadas se bifurcaban en varias direcciones, multiplicando así las posibilidades. Decidió quedarse de momento cerca del río, sin perderlo de vista, porque sospechaba que si no lo hacía así se extraviaría y se sentiría angustiada. Pero le costaba trabajo no doblar hacia alguna de esas callejas que serpenteaban o se extendían rectas hasta perderse en la oscuridad con promesas de secretos.

El río la condujo hacia el siguiente coloso de su lista: el Puente del Monstruo. Para entonces, Bitterblue absorbía más detalles; incluso se atrevía a echar ojeadas a la gente. Había quienes actuaban con premura, de forma furtiva, o aparentaban estar exhaustos y abrumados por el dolor, mientras que otros mostraban rostros vacíos de emociones, inexpresivos. Los edificios, muchos de piedra blanca y algunos construidos con tablas, pero todos bañados en la luz amarilla y emergiendo de la oscuridad, también la impresionaron por su aspecto, tan lúgubre y decrépito.

Fue un descuido lo que la llevó hasta un extraño lugar de relatos, debajo del Puente del Monstruo, aunque Leck también tuvo parte en ello. Al meterse de un brinco en una calleja lateral a fin de eludir a un par de hombres corpulentos de andares pesados, se encontró de repente atrapada cuando los dos tipos entraron también en el callejón. Podría haberse escabullido de vuelta a la otra calle, desde luego, aunque no sin atraer la atención de los hombres, por lo cual siguió adelante a paso rápido fingiendo saber adónde iba. Por desgracia, la callejuela terminaba de repente en la puerta de un muro de piedra, donde un hombre y una mujer montaban guardia.

—¿Y bien? —le preguntó el hombre al verla plantada allí, desconcertada—. ¿Qué decides? ¿Entras o sales?

—Voy de paso —respondió en un susurro.

—Muy bien, pues vete —dijo el hombre.

Obediente, dio media vuelta para marcharse cuando los tipos que la habían seguido al callejón llegaron junto a ellos y siguieron adelante. La puerta se abrió para admitirlos y se cerró, pero, un instante después, se abrió de nuevo y dio paso a un grupo reducido y alegre de jóvenes. Del interior salió una voz profunda, un retumbo ronco, indescifrable pero melódico, un tipo de voz como imaginaba que sería la de un viejo y arrugado árbol. Tenía la entonación de alguien que narrara un relato.

Y pronunció una palabra que ella entendió: Leck.

—Entro —le dijo al hombre de la puerta, decidiéndolo en una fracción de segundo, sin pensarlo. El hombre se encogió de hombros con aparente despreocupación, siempre y cuando se decidiera.

Y así, Bitterblue entró en el primer salón de relatos al reclamo del nombre de Leck.

Era una especie de taberna equipada con pesadas mesas y sillas de madera y un mostrador, iluminada por un centenar de lámparas y atestada de hombres y mujeres vestidos con ropa sencilla que se encontraban de pie o sentados o se movían de acá para allá, y todos bebían en copas. El alivio que Bitterblue sintió al suponer que había entrado en una taberna normal y corriente era tan obvio que le dio escalofríos.

La atención de todos cuantos se hallaban en el establecimiento la acaparaba un hombre encaramado en el mostrador que narraba un relato. Tenía un rostro asimétrico, con la piel picada de viruela, pero que en cierto modo se tornaba hermoso mientras hablaba. Bitterblue reconoció el relato, pero no se relajó de inmediato, y no porque le pareciera que en la historia había algo fuera de lugar, sino porque el hombre tenía un ojo oscuro y el otro azul pálido. ¿Cuál sería su gracia? ¿Una voz preciosa? ¿O se trataba de algo más siniestro, algo que mantenía a la audiencia subyugada?

Bitterblue multiplicó cuatrocientos cincuenta y siete por doscientos veintiocho solo para ver cómo se sentía después. Lo hizo en un minuto: ciento cuatro mil ciento noventa y seis. Y no hubo sensación de vacío ni de bruma en torno a los números; nada que indicara que su control mental sobre las cifras fuera de algún modo superior a su control mental sobre cualquier otra cosa. Solo se trataba de una voz muy hermosa.

El movimiento en las inmediaciones de la entrada había desplazado a Bitterblue justo hacia el mostrador de la taberna. De pronto, una mujer se le plantó delante y le preguntó qué quería.

—Sidra —contestó, tras discurrir qué podría querer allí una persona, ya que para ella no era normal preguntar ni pedir nada. Oh… Tenía un problema, ya que la mujer esperaría que le pagara la sidra, ¿verdad? La última vez que había llevado dinero encima había sido… No se acordaba. Una reina no necesitaba tener dinero a mano.

Un hombre que estaba a su lado en el mostrador soltó un eructo mientras manoseaba unas monedas que había esparcidas ante él y que no lograba recoger por la torpeza de los dedos. Sin pensarlo, Bitterblue apoyó el brazo en el mostrador de forma que la amplia manga tapó las dos monedas que estaban más cerca. Al cabo de un momento las tenía en el bolsillo y su mano vacía descansaba inocentemente en el mostrador. Cuando miró en derredor intentando aparentar despreocupación, reparó en los ojos de un joven que la observaba con un asomo de sonrisa en el rostro. Estaba apoyado en el lado del mostrador que hacía ángulo recto con el suyo, desde donde la tenía a plena vista, y también a sus vecinos y, suponía Bitterblue, se había percatado de su fechoría.

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