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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal. Enemigo de Roma (43 page)

A Fabricius le satisfizo la respuesta inmediata de Publio ante el dramatismo de las noticias. El cónsul no temía la confrontación. Ordenó poner a salvo la mercancía pesada en los quinquerremes y condujo a su ejército hacia el norte en cuanto le fue humanamente posible. A pesar de ello, las legiones y sus aliados necesitaron tres días enteros para llegar al lugar en que los cartagineses habían cruzado el río, y sufrieron una gran decepción al descubrir que el campamento había sido abandonado. Mientras los oficiales romanos se abrían paso por los restos de los miles de hogueras, los únicos seres vivos a la vista eran unos chacales en busca de despojos y numerosas aves rapaces que hacían lo propio desde el aire.

Aníbal se había ido al norte para evitar entrar en batalla.

Publio a duras penas fue capaz de ocultar su sorpresa.

—¿Quién lo habría dicho? —murmuró—. Se dirige a los Alpes y, de ahí, a la Galia Cisalpina.

Fabricius estaba atónito. A nadie se le había ocurrido que este pudiera ser el plan de Aníbal. Pasmado ante su simplicidad, les había tomado totalmente por sorpresa, y el hecho de que estuvieran allí hoy había sido un mero golpe de suerte. Ahora Publio se enfrentaba a una decisión difícil. ¿Cuál era su mejor alternativa?

El cónsul convocó una reunión urgente con sus oficiales en la orilla del río. Además de Cneo, su
legatus
, estaban presentes doce tribunos, seis por cada legión regular. Según marcaba la tradición, las legiones alternas tenían tres tribunos de alto rango —hombres que habían servido durante más de diez años en el ejército—, mientras que el resto tenía dos. Los tribunos de menor rango solo necesitaban cinco años de servicio, por lo que era un signo de los tiempos, y de la influencia de los Minucii, que Flaccus, que carecía de experiencia militar, hubiera sido nombrado tribuno de rango menor. Como jefe de la patrulla, Fabricius también estaba presente en la reunión, aunque se sentía muy nervioso ante la presencia de tantos oficiales de alto rango.

—Tenemos cuatro opciones, todas ellas difíciles —comenzó a decir Publio—. Perseguir a Aníbal y obligarle a luchar, o retirarnos a la costa y regresar con todo el ejército a la Galia Cisalpina. La tercera opción consiste en enviar a un emisario al Senado para informarle de las intenciones de Aníbal antes de proseguir hasta Iberia según las órdenes. O bien yo podría informar a Roma personalmente mientras Cneo lleva las legiones al oeste —dijo Publio mientras escrutaba la cara de sus oficiales en espera de una respuesta.

Fabricius pensaba que la segunda o cuarta opción eran las mejores, pero no podía decir nada hasta que se pronunciaran sus superiores. El silencio se prolongó y quedó claro que ninguno de ellos estaba dispuesto a hablar. Fabricius comenzó a sulfurarse. Este era uno de los momentos más importantes de la historia de Roma, y nadie quería meter la pata. Todos, menos uno, se percató Fabricius. Flaccus se balanceaba impaciente de un pie a otro como si estuviera poseído. Fabricius se esforzó por controlar su exasperación. Seguramente lo único que mantenía callado a Flaccus era su deseo de no incumplir el protocolo militar y hablar fuera de lugar antes que los cinco tribunos de mayor rango.

Publio acabó por impacientarse.

—Vamos, sed honestos. Podéis hablar sin miedo a represalia alguna. Quiero conocer vuestra opinión sincera.

Cneo se aclaró la garganta.

—En teoría, deberíamos enfrentarnos a Aníbal de inmediato, pero me pregunto si es lo más correcto.

—Sabemos que sus tropas nos superan en número, al menos en una proporción de dos a uno —añadió a continuación un tribuno de alto rango—, ¿qué pasa si sufrimos un contratiempo o una derrota? Las defensas de Massilia no pueden resistir un asedio. El resto de las legiones están ocupadas en otras misiones, ya sea en la Galia Cisalpina, en Sicilia o con el cónsul Longo. No disponemos de refuerzos.

«Palabras sensatas», pensó Fabricius, pero le sorprendió ver el rostro enrojecido de indignación de Flaccus.

Otro tribuno de mayor edad que el resto tomó la palabra.

—¿Tan importante es la fuerza del enemigo, señor? —preguntó irritado—. ¡Nuestros legionarios son los mejores soldados del mundo! Están acostumbrados a obtener victorias contra ejércitos muy superiores en número, tal y como hicieron en el pasado contra los cartagineses. ¿Por qué no van a poder hacer lo mismo ahora contra este… Aníbal? —pronunció la última palabra con gran desprecio—. Yo creo que debemos seguirle y aplastar a esta serpiente
gugga
antes de que entre en la Galia Cisalpina y se disponga a mordernos el talón.

Era difícil replicar a estas feroces palabras sin parecer poco patrióticos, y los primeros que habían tomado la palabra no volvieron a abrir la boca. Incluso Cneo parecía inseguro. Obviamente, Flaccus sonrió de oreja a oreja y asintió de forma vehemente mientras se volvía hacia los demás tribunos en busca de apoyo. Publio, con la barbilla apoyada en la mano, tenía la mirada perdida en el río. Todos aguardaban su respuesta.

«Si bien es cierto que los soldados romanos no tienen parangón —pensó Fabricius— las fuerzas cartagineses que ocupaban este campamento están lideradas por un hombre que, en menos de un año, ha conquistado grandes territorios en Iberia, cruzado las montañas hasta la Galia y, pese a fuertes dificultades, atravesado un río enorme, con elefantes incluidos. Perseguir a Aníbal podría tener resultados catastróficos.»

Publio tardó una eternidad en responder. Finalmente, levantó la mirada.

—Creo que perseguir a un enemigo más fuerte en territorio desconocido es muy desaconsejable. Como ya habéis señalado algunos de vosotros, aquí estamos solos, únicamente contamos con el apoyo de nuestros aliados masiliotas, que son solo unos millares de hombres. Por lo tanto, debemos aceptar el hecho de que los cartagineses llegarán a la Galia Cisalpina en los próximos dos meses.

Publio ignoró los gritos ahogados que provocaron sus palabras y prosiguió:

—No olvidemos dónde tiene Aníbal su base principal. Si se le corta el acceso, sus posibilidades de obtener suministros y refuerzos se verán enormemente reducidas. Por ello, propongo ceder el mando del ejército consular a mi hermano para que lo conduzca hasta Iberia —Cneo aceptó con una inclinación de cabeza y Publio le devolvió el gesto—, mientras yo regreso a Italia con la máxima celeridad para esperar a Aníbal cuando inicie su descenso de los Alpes. De esta manera resolvemos ambos problemas, con la ayuda de los dioses, claro está.

El tono decidido de Publio fue suficiente para la mayoría de los tribunos, que murmuraron su acuerdo. Únicamente el hombre mayor y Flaccus parecían descontentos. No obstante, el primero tenía la suficiente experiencia como para saber cuándo debía callar, pero el último no. Flaccus ignoró la mirada de advertencia de Fabricius y dio un paso adelante.

—¡Piénselo bien, señor! Aníbal puede ganar muchos aliados entre las tribus descontentas de la Galia Cisalpina. La próxima vez que se enfrente a su ejército, podría tener muchos más efectivos.

Publio enarcó las cejas ante la temeridad de Flaccus.

—¿Eso crees? —dijo con un tono gélido.

Fabricius estaba impresionado por la visión de futuro de su futuro yerno, pero había llegado el momento de callar. Enfurecer a un cónsul no era muy inteligente, pero Flaccus volvió a pasar por alto su mirada insistente.

—¡Así es, señor! Por el honor de Roma, ¡debe perseguir a Aníbal y vencerle! Piense en lo vergonzoso que sería que un enemigo extranjero, especialmente un cartaginés, pisara suelo italiano. —Al percatarse de las expresiones horrorizadas de los demás oficiales, Flaccus titubeó. Buscó apoyo entre sus compatriotas, pero al no encontrarlo, su mirada se posó finalmente sobre Fabricius—. Tú estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?

De pronto, Fabricius se convirtió en el centro de todas las miradas. No sabía qué decir. Dar la razón a Flaccus le haría cómplice de su insulto al cónsul, pero negarle su apoyo significaría renunciar a la nueva alianza entre su familia y los Minucii. Una opción era tan mala como la otra.

Para gran alivio suyo, Publio intervino.

—Al principio pensé que eras valeroso por atreverte a expresar tu opinión. Ahora veo que te impulsó la arrogancia. ¿Cómo te atreves a hablar del honor de Roma cuando jamás has desenvainado tu espada para defenderla? Y, si no me equivoco, eres el único aquí que no lo ha hecho.

Flaccus se sonrojó y Publio continuó:

—Para que lo sepas, yo también odio la idea de que un enemigo pise suelo romano, pero no es ninguna vergüenza esperar a enfrentarse a un adversario en las mejores condiciones posibles, y en la Galia Cisalpina contaremos con todos los recursos de la República.

—Disculpe, señor —masculló Flaccus—. Mi comentario ha estado fuera de lugar.

Publio no admitió sus disculpas.

—La próxima vez que metas la pata, no intentes redimirte pidiéndole a un oficial de rango inferior como Fabricius que se oponga al cónsul. Eso es vergonzoso. —Y, sin decir nada más, se marchó con Cneo. El resto de los tribunos empezaron a hablar entre sí e ignoraron totalmente a Flaccus.

Por suerte, Flaccus estaba tan furioso que dio por sentado que Fabricius compartía su misma opinión. Se quejó amargamente de la humillación pública que acababa de sufrir y acompañó a Fabricius hasta las legiones. Por su parte Fabricius se alegraba de haber guardado silencio. Nunca antes había prestado atención a las dudas de Atia sobre Flaccus, pero su reacción precipitada era una clara muestra de arrogancia e imprudencia alarmante. En vista de lo ocurrido, ¿qué más era capaz de hacer?

15

Los Alpes

Encogiéndose de hombros ante el frío matutino, Bostar salió de su tienda y contempló maravillado las enormes montañas que se erigían ante él. La cordillera se extendía de norte a sur sobre la fértil llanura y ocupaba todo el horizonte este. Una densa red de pinos cubría las laderas más bajas y ocultaba las potenciales rutas de ascenso. El cielo estaba despejado, pero los afilados picos permanecían ocultos bajo un manto de nubes grises. A pesar de ello, era una vista magnífica.

—Son hermosas, ¿verdad?

Bostar se sobresaltó. Casi todos los soldados dormían, pero era normal que su padre estuviera levantado a esas horas.

—Son increíbles, sí.

—Y tenemos que cruzarlas —dijo Malchus con una mueca—. Ahora el paso del Rhodanus no te parece nada comparado con esto, ¿verdad?

Bostar soltó una carcajada forzada. Si alguien le hubiera dicho esto hace unas semanas, no se lo hubiera creído, pero a la vista de las empinadas laderas, supo que su padre bien podía tener razón. Esperar que más de cincuenta mil hombres, millares de animales cargados y treinta y siete elefantes escalaran al reino de los dioses y los demonios era una genialidad, o una locura. Bostar se sintió desleal por este último pensamiento y miró a su alrededor. Se sorprendió al ver que Safo se acercaba. Después de la batalla del Rhodanus, habían resuelto más o menos sus diferencias, sobre todo de cara a su padre, pero los hermanos seguían evitándose al máximo.

—Safo. —Bostar forzó una sonrisa, pero no pudo evitar sentirse dolido cuando su hermano le dirigió un saludo militar.

—¿Era necesario? —preguntó Malchus secamente.

—Lo siento —respondió Safo con brusquedad—, estoy medio dormido.

—Ya. Esta no suele ser tu mejor hora, sino más bien al mediodía ¿verdad? —intervino Bostar mordaz.

—¡Basta ya! —ordenó Malchus antes de que Safo tuviera tiempo de replicar—. ¿Por qué no podéis comportaros de una manera civilizada? Aquí hay mucho más en juego que vuestra estúpida rencilla.

Como siempre, el exabrupto de su padre consiguió silenciar a los hermanos y, en contra de lo habitual, fue Safo quien reanudó la conversación.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó.

Bostar se sintió obligado a contestar.

—De eso —dijo señalando hacia las montañas.

La expresión de Safo se tornó agria.

—La mala fortuna nos espera allá arriba. Perderemos a muchísimos hombres, lo sé —dijo haciendo la señal de protección contra el diablo.

—Pero hemos tenido mucha suerte desde el Rhodanus —protestó Bostar—. Los romanos no nos persiguieron y los cavares nos han agasajado con comida, calzado y ropa caliente y, desde que estamos en su territorio, sus guerreros han mantenido a los alóbroges a raya. ¿Quién dice que los dioses no seguirán sonriéndonos?

—El año está a punto de acabar y el invierno llegará pronto. Se trata de una misión sobrehumana. —«Imposible, de hecho», pensó Safo con amargura. «Será el infierno.»

A Safo nunca le habían gustado las alturas y la perspectiva de escalar los Alpes, especialmente a finales del otoño, le infundía pavor, pero no pensaba admitir su miedo, ni tampoco el resentimiento que sentía hacia Aníbal por haber elegido una ruta tan difícil y por favorecer a Bostar en lugar de a él. Dirigió la mirada hacia el sur.

—Deberíamos haber avanzado por la costa gala.

—Entonces tendríamos que haber luchado contra las tropas a las que se enfrentó nuestra caballería en el Rhodanus, y eso era algo que Aníbal deseaba evitar a toda costa.

A pesar del convencimiento que exhibía, Bostar estaba desanimado. Ahora que los hospitalarios cavares regresaban a su hogar y no les quedaba otra alternativa que la escalada, no se engañaba sobre la envergadura de la misión. Bostar agradeció que su padre interrumpiera la conversación.

—No os quiero oír hablar más así, no es bueno para la moral —gruñó Malchus que, pese a estar preocupado también, no lo reconocería jamás.

—Debemos confiar en Aníbal igual que él confía en nosotros. Ayer parecía estar muy animado, ¿no? —preguntó con la mirada fija en sus hijos.

—Sí, padre —admitió Safo.

—No tenía por qué pasearse por el campamento compartiendo la comida de los soldados y escuchando las historias de sus miserables vidas —insistió Malchus—. Ni tampoco tenía por qué dormir a su lado, tapado solo por su capa. Eso no es bueno para la salud. Aníbal hace estas cosas porque quiere a sus soldados como si fueran sus hijos. Lo mínimo que podemos hacer por él es devolverle su amor con la máxima lealtad.

—Lo sé —masculló Safo—. Ya sabes que mi lealtad está fuera de toda duda.

—Y la mía —añadió Bostar con fervor.

Malchus suavizó la expresión ceñuda.

—Me alegra oírlo. Ya sé que las próximas semanas van a ser muy duras, pero los oficiales como nosotros debemos dar ejemplo y ayudar a los hombres cuando flaqueen. No debemos mostrar debilidad alguna, sino una voluntad de hierro para llegar hasta la cima, sea cual sea el paso que elija Aníbal. No olvidéis que, desde allí, podremos abalanzarnos sobre la Galia Cisalpina y caer sobre Italia como lobos hambrientos.

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