—Lo cierto es que llevamos más de un año peleándonos —confesó Bostar pasado un rato.
Hanno agradeció que la oscuridad ocultara su sorpresa.
—¿Es por lo de siempre? ¿Por su actitud tan pomposa y autoritaria?
Los dientes de Bostar brillaron tristemente a la luz de las estrellas.
—Ojalá solo fuera eso.
—No lo entiendo.
—Todo empezó cuando te perdiste en el mar.
—¿Eh?
—Safo me culpó por haber dejado que tú y Suniaton os marcharais.
—¡Pero si los dos estuvisteis de acuerdo!
—Él no lo ve así. No hicimos las paces antes de que me destinaran a Iberia y, cuando meses más tarde llegó desde Cartago con nuestro padre, las cosas fueron mal desde el primer momento.
—¿Por qué?
—Habían tenido noticias de lo que os había pasado a ti y a Suni. Safo estaba furioso y volvió a culparme de todo.
—¿Te refieres a los piratas? —Hanno recordó de repente el comentario de Safo el día de su regreso y la promesa de su padre de explicárselo todo—. Lo había olvidado.
—Había muchas cosas que contar —dijo Bostar—. Lo único que importaba es que habías vuelto.
—Ahora sí tenemos tiempo —comentó Hanno—. ¡Cuéntamelo todo!
—Fue unas semanas después de tu desaparición. Nuestro padre fue informado por uno de sus espías de que había unos piratas en el puerto. Capturaron a cuatro y les torturaron hasta que confesaron que os habían vendido a ti y a Suni en Italia como esclavos.
A Hanno le vinieron unas imágenes muy vívidas a la mente.
—¿Recuerdas sus nombres?
—No, lo siento —respondió Bostar—. Al parecer, el capitán era egipcio.
—¡Exacto! —exclamó Hanno, y sintió un escalofrío—. ¿Y qué pasó con ellos?
—Primero fueron castrados. Después les aplastaron las extremidades antes de ser crucificados —respondió Bostar en tono neutro.
Hanno pensó en la horrible escena durante unos instantes.
—No es una buena manera de morir —reconoció.
—No.
—Pero se lo merecían —declaró Hanno con dureza—. Por culpa de esos hijos de puta Suni y yo hubiéramos acabado muertos en el circo.
—Lo sé —concedió Bostar con un profundo suspiro—. Sin embargo, desde que vio lo que le pasó a los piratas, Safo ha cambiado. Se ha vuelto más duro, más cruel. Ya viste cómo reaccionó ante las palabras de Zamar. Ya sé que tenemos que matar a cualquier romano que cruce el río. Las órdenes son las órdenes, pero Safo parece que disfrute con ello.
—No es algo agradable, pero tampoco es el fin del mundo, ¿no? —dijo Hanno en un intento por sacarle hierro al asunto.
—Eso no es todo —murmuró—. Está convencido de que mi único objetivo es ganarme el favor de Aníbal. —Bostar explicó brevemente a Hanno cómo le salvó la vida a Aníbal en Saguntum—. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando Aníbal me felicitó, como si lo hubiera hecho para fastidiarle.
—¡Qué locura! —susurró Hanno—. ¿Estás seguro de que eso es lo que piensa?
—Sí. Desde entonces me llama «el puto oficial perfecto».
Hanno no supo qué decir y guardó silencio un momento.
—Seguro que no todo es culpa suya. Toda discusión tiene dos versiones.
—Es verdad, yo también le he dicho algunas cosas desagradables —suspiró—. Pero cada vez que intento arreglar las cosas, lo estropea todavía más. La última vez que intenté… —Bostar dudó un instante antes de continuar y negó con la cabeza—. Es igual, he tirado la toalla.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó Hanno.
—No te lo puedo decir —contestó Bostar con la mirada perdida en las caudalosas aguas del río.
Intrigado por lo que le había contado su hermano, Hanno no quiso presionarle e intentó ser optimista: quizá podría actuar de mediador. Hanno se imaginó que en Cartago volvía a reinar la paz y que salía de caza con sus hermanos por las montañas al sur de la ciudad.
De repente, Bostar le dio un codazo en las costillas.
—¡Eh! ¿Has oído eso?
Hanno salió de su estupor de golpe y se inclinó hacia delante aguzando el oído. Al principio no oyó nada, pero de pronto llegaron hasta sus oídos el tintineo de unos arneses y sintió que todos sus sentidos se aguzaban.
—Viene del agua —murmuró.
—Sí —asintió Bostar excitado—. Aníbal tenía razón: los romanos quieren información.
Los hermanos fijaron la vista en la otra orilla como lobos esperando a su presa. Al cabo de un instante, su paciencia se vio recompensada y distinguieron el sonido de caballos y hombres que avanzaban con gran tiento.
Hanno sintió que le subía la adrenalina.
—¡Seguro que son romanos!
—¡O algunos de sus aliados galos! —exclamó Bostar.
No tardaron en ver una fila de soldados montados a caballo que avanzaban por el sendero que conducía al vado.
—¿Cuántos son? —susurró Bostar.
Hanno trató de contarlos en la oscuridad, pero era imposible determinarlo con precisión.
—No más de cincuenta, seguramente menos. Está claro que se trata de una patrulla de reconocimiento.
Los jinetes formaron un corro.
—Están recibiendo las últimas órdenes —dijo Hanno.
Al cabo de un momento el primer hombre cruzó las aguas heladas en silencio. El caballo protestó, pero su jinete le susurró unas palabras al oído y se tranquilizó. Acto seguido le siguieron los demás soldados.
Bostar se levantó y estiró las piernas.
—Debemos ponernos en marcha. Dile a Safo lo que hemos visto. Hay que alertar a los númidas de inmediato. ¿Lo tienes claro?
—Sí. ¿Qué vas a hacer tú?
—Voy a ir hasta el siguiente puesto de guardia. Les seguiré vigilando hasta que les pierda de vista. Debemos asegurarnos de que no habrá más cabrones cruzando el río.
—De acuerdo. Hasta luego.
Hanno volvió lentamente sobre sus pasos hasta quedar oculto por los árboles y se apresuró a volver a su campamento secreto. Safo estaba estirando las piernas delante de su tienda y le informó rápidamente de todo.
—Excelente —sonrió Safo complacido—. Pronto las jabalinas de tus hombres se mancharán de sangre, y quizá la tuya también. Es un momento especial.
Hanno sonrió nervioso. ¿Eran imaginaciones suyas o Safo había hablado con tono lascivo?
—¡Vamos! No hay tiempo que perder. Ordena a tus hombres que se pongan en marcha. Yo enviaré a los mensajeros númidas y prepararé mi falange. Cuando llegue Bostar tendrá que hacer lo mismo. Si llega… —dijo Safo.
Hanno frunció el ceño.
—Eso sobraba —replicó—. Bostar llegará en cualquier momento.
—¡Por supuesto que sí! —rio Safo—. Ahora, ponte en marcha. Debemos colocarnos en posición en el momento en que se vayan los romanos.
Hanno bajó la cabeza y obedeció. No entendía la rencilla que existía entre sus hermanos, pero había una cosa que estaba muy clara: a Safo todavía le gustaba decirle lo que tenía que hacer. Irritado, Hanno fue a levantar a sus hombres. Cuando oyó que uno protestaba, le fustigó desde arriba. La táctica pareció funcionar y pronto estuvieron todos reunidos junto a la falange de Safo.
Poco después la figura de Bostar surgió de la oscuridad de los árboles que flanqueaban la orilla.
—Ya se han ido —dijo, y silbó a los tres númidas que quedaban—. Salid de inmediato y seguid a esos perros de lejos. Regresad cuando caigan en la emboscada.
Con un breve saludo, los jinetes saltaron sobre el lomo de sus caballos y salieron al trote.
Bostar se acercó a sus hermanos.
—Al final no hemos perdido el tiempo aquí en vano —dijo sonriente.
—Por fin —protestó Safo—. Te estábamos esperando.
«¿Por qué se mete así con él?», pensó Hanno.
Bostar apretó la mandíbula, pero no dijo nada. Por suerte, sus soldados habían oído a sus camaradas ponerse en marcha y estaban haciendo lo mismo. En cuanto estuvieron listos, el trío se reunió delante de sus hombres.
—¿Cómo nos vamos a organizar? —preguntó Hanno.
—Está muy claro —replicó Safo prepotente—. Las falanges deben formar los tres lados de un cuadrado, mientras que el cuarto lado serán los númidas, que empujarán a los romanos hacia la trampa. No podrán escapar. Lo único que debemos decidir es la posición que deben ocupar las falanges.
Hubo una breve pausa. Los tres habían recorrido el terreno alrededor del vado varias veces. El flanco izquierdo estaba ocupado por un denso grupo de encinas, mientras que el derecho era una gran ciénaga. Si podían evitarlo, los caballos no elegirían ninguno de estos dos terrenos. El mejor lugar para las falanges era el sendero que conducía al vado. Allí es donde se produciría la acción.
Como el más joven e inexperto de los tres, a Hanno no le importaba el flanco que le tocara.
—Yo me situaré en el centro —declaró Bostar en tono seco.
—Típico —murmuró Safo—. Pues yo también quiero ese lado, y recuerda que ya no me superas en rango.
Los dos se miraron con odio.
—¡Esto es ridículo! —soltó Hanno enfadado—. ¿Qué más da quién se ponga allí?
Sus hermanos no respondieron.
—¿Por qué no lo hacéis a cara o cruz?
Bostar y Safo seguían sin abrir la boca.
—¡Por Melcart! ¡Ya me pondré yo! —exclamó Hanno.
—Ni hablar —espetó Safo—. No tienes experiencia de combate.
—Exacto —añadió Bostar.
—Pero en algún lugar tendré que empezar ¿no? ¿Por qué no aquí? Seguro que es mejor comenzar por aquí que en una gran batalla.
Bostar miró a Safo.
—No podemos pasarnos la mañana aquí discutiendo —dijo en tono conciliador.
Safo se encogió de hombros.
—Supongo que es difícil que Hanno lo haga mal.
Sintiéndose humillado, Hanno bajó la cabeza.
—Eso ha sido innecesario —espetó Bostar—. Nuestro padre le ha entrenado bien y el propio Aníbal le ha puesto al mando de una falange. Sus hombres son veteranos, así que sus posibilidades de meter la pata no son superiores a las que tendría yo si estuviera en el centro —Bostar hizo una pausa—, o si estuvieras tú.
—¿Qué has querido decir con eso? —preguntó Safo con los ojos entrecerrados.
—¡Parad! —gritó Hanno—. Deberíais sentiros avergonzados. Aníbal nos ha encomendado una misión, ¿la recordáis? Pues hagamos nuestro trabajo y punto.
Como dos niños pequeños a los que acababan de reñir, los hermanos se separaron. En silencio, tomaron posiciones delante de sus falanges. Hanno esperó un momento hasta que se dio cuenta de que era él quien debía liderar el camino.
—¡Formad! ¡Seis hombres por fila! —ordenó—. ¡Seguidme!
La rápida respuesta de sus soldados le complació. Además, muchos parecían satisfechos con lo ocurrido, lo que le animó todavía más.
Las tres falanges se desplegaron ante el vado del río. Una vez se cerraran, los lanceros se convertirían en una pared sólida de escudos superpuestos. Ningún caballo se acercaría a semejante obstáculo. Además, las lanzas que sobresalían de los escudos garantizaban la muerte a quienquiera que fuera lo bastante imprudente para aproximarse.
Hanno caminó de un lado a otro de su falange murmurando palabras de ánimo a sus hombres. Agradeció el consejo de su padre de dirigirse por su nombre al mayor número posible de soldados. Era un truco muy sencillo, pero no hubo nadie que no sonriera al oír su nombre de pila. No obstante, sus esfuerzos pronto llegaron a su fin y el tiempo se detuvo. Los músculos del cuerpo que se habían activado para ocupar sus puestos habían vuelto a enfriarse. La brisa húmeda del río había helado a sus lanceros hasta los huesos, pero no les podía permitir calentarse ni tampoco cantar, un método habitual para elevar la moral.
Lo único que podían hacer era esperar.
Por fin rompió el alba, pero las nubes bajas ocultaban el sol. La única señal de vida visible era algún pequeño pájaro ocasional que revoloteaba entre las ramas desnudas de los árboles, y el único sonido el murmullo de las aguas del río a sus espaldas. El estómago de Hanno comenzó a protestar y se preguntó si no debería ordenar que se repartieran algunos víveres, pero antes de que pudiera consultarlo con sus hermanos, el sonido de un caballo al galope atrajo su atención. Todos los ojos se volvieron al camino que llevaba al oeste.
Cuando vieron a dos númidas aproximándose por el camino a toda velocidad, toda la tropa respiró hondo.
—¡Ya vienen! —gritó uno de los númidas al acercarse.
—¡Y les persiguen quinientos de los nuestros! —exclamó eufórico el otro.
Hanno apenas les oyó.
—¡Cerrad los flancos! —chilló—. ¡Preparad las lanzas!
Cara a cara
Quintus había albergado la vana esperanza de que su inquietud se disiparía en cuanto dejaran el Trebia a sus espaldas, pero no fue así, sino todo lo contrario. A cada paso que daba su caballo y más se internaba en ese paisaje vacío, más cerca se sentía de las profundidades del Hades tras cruzar la laguna Estigia. La emoción que había sentido en la tienda de su padre con la barriga llena de vino había desaparecido por completo. Quintus no dijo nada, pero cuando miró a su alrededor se dio cuenta de que no era el único que se sentía así. Los rostros del resto de los jinetes hablaban por sí solos, y muchos lanzaban miradas airadas a Flaccus, puesto que todos sabían que él era el responsable de su infortunio.
Fabricius cabalgaba en cabeza sin saber lo que sucedía, o seguramente había decidido ignorarlo, pensó Quintus. Le acompañaban muchos veteranos, pero todos estaban descontentos. ¿Por qué demonios había aceptado su padre la misión? La respuesta era muy sencilla: ¿cómo habría quedado Publio si Fabricius la hubiera rechazado? Muy mal. Quintus miró a Flaccus con acritud. Si ese idiota no le hubiera metido la idea en la cabeza al cónsul, seguirían sanos y salvos en el lado romano del río. El sentimiento de culpabilidad pronto reemplazó su ira. Su excesivo entusiasmo seguramente había empujado a su padre a aceptar esta misión suicida, porque así es como la percibía Quintus, pese a que no había ninguna señal del enemigo a la vista.
Al poco rato Quintus cabalgó hasta donde estaba su padre. Flaccus iba a su lado y le guiñó un ojo de forma poco convincente.
«También está asustado», pensó Quintus. Eso le ayudó a decidirse.
Fabricius tenía la vista puesta en el paisaje, pero su espalda rígida le delataba.
Quintus tragó saliva.
—Quizás esta patrulla sea mala idea, padre —dijo Quintus, haciendo caso omiso de la reacción estupefacta de Flaccus—. Se nos ve a la legua.