—Excelente —aprobó Quintus.
Por un momento el entusiasmo de Hanno se vio enturbiado por el hecho de que un esclavo inocente podía sufrir graves consecuencias, incluso morir, a causa de la liberación de Suni, pero acalló rápidamente sus remordimientos. Si era capaz de matar a cualquiera por salvar a su amigo, ¿cuál era la diferencia?
—Me parece perfecto, gracias —le agradeció Hanno.
—No lo hago por ti —repuso Gaius en tono cortante—. Lo hago por vengarme del hijo del oficial. —Y se rio al ver el rostro confuso de sus compañeros—. Mañana al atardecer, a más tardar, toda la ciudad habrá oído el rumor de que le gusta fornicar con jovencitos… Y no creo que esta sea la mejor manera de iniciar su carrera política, ¿verdad? —Dijo mirando a Quintus, que se encogió de hombros—. Será mejor que nos pongamos en marcha. No os alejéis.
Mientras seguía a los dos romanos, Hanno se dijo que no le importaba el motivo por el cual Gaius había decidido ayudarles. El único ser viviente que se cruzó en su camino fue un escuálido perro que les gruñó con el pelo del lomo erizado, pero Gaius le lanzó un palo grueso con gesto certero y el animal se escabulló aullando. Al poco rato los tres se encontraban agazapados junto a la puerta de una casa de aspecto anodino. Eran tres sombras apenas visibles en la oscuridad. Aparte de los destellos de luz que se vislumbraban a través de los portones de madera de una vivienda en la acera opuesta, en la calle reinaba una oscuridad absoluta.
Tras asegurarse de que la calle estuviera vacía, Gaius llamó suavemente a la puerta con los nudillos. No hubo respuesta. Hanno empezó a asustarse. Dirigió la mirada al cielo estrellado. «Eshmún —suplicó— no te olvides de Suniaton, tu fiel servidor e hijo de un sacerdote tuyo en Cartago. Gran Tanit, apiádate de él.»
Sus plegarias fueron escuchadas y la puerta se abrió con un leve chirrido.
—¿Quién anda ahí?
—Gaius.
Un hombre de baja estatura se asomó sigilosamente, pero retrocedió al ver a Quintus y Hanno. Gaius se apresuró a decir que eran amigos y el mayordomo se relajó levemente. Con entradas, la nariz puntiaguda y ojos saltones, tenía cara de rata, pensó Hanno mientras lo contemplaba con desagrado. No le sorprendía que le gustaran los jovencitos. Fuera como fuere, era el mayordomo de la casa y estaba a punto de liberar a Suniaton.
—¿Y bien? ¿Dónde está el cartaginés?
—Dentro. Iré a buscarle —respondió el mayordomo—. ¿No le diréis nada a mi amo?
—Te doy mi palabra —respondió Gaius con sequedad.
El mayordomo asintió inquieto. Sabía que no iba a conseguir nada más.
—Muy bien.
Desapareció rápidamente de su vista y Hanno sintió una ligera sospecha al percibir su excesiva prisa. Tuvo que esperar un rato antes de distinguir el sonido de unos pies que se arrastraban y ver una figura encorvada en la puerta. Hanno se levantó de un salto.
—¿Suniaton?
—¿Hanno? —inquirió su amigo con voz ronca.
Hanno le abrazó con fuerza, como si le fuera la vida en ello, por lo que apenas se percató de que la puerta se cerraba y era bloqueada con la barra. En ese momento solo le importaba Suniaton. Las lágrimas de alegría calientes le quemaban las mejillas y sintió que la túnica se le humedecía con las lágrimas de Suniaton. Estuvieron así durante un rato, disfrutando del mero hecho de que el otro estuviera vivo, pero de pronto a Suniaton le fallaron las rodillas y Hanno tuvo que sujetarle para evitar que cayera al suelo. Escrutó el rostro de su amigo. Ya no era el joven de cara redonda que tan bien conocía; en su lugar había un pobre diablo de cara enjuta y sin afeitar.
—¡Estás en los huesos! —se lamentó Hanno.
—No es eso —respondió Suniaton. Sus ojos revelaban un gran dolor—. Estoy herido.
En ese momento Hanno comprendió su postura encorvada.
—¿Es grave?
—Sobreviviré. —Sus valientes palabras fueron contradichas por una mueca de dolor—. Hace dos días recibí una paliza en una pelea. Tengo varias heridas, pero la peor es la del muslo derecho.
Gaius golpeó la puerta con fuerza.
—¡Cabrón, traidor! ¡No me habías dicho nada!
—Solo me dijisteis que le trajera a la hora acordada. Nadie me preguntó acerca de su estado de salud —repuso el mayordomo, para gran sorpresa suya.
—¡Hijo de puta! ¡Debería cortarte las pelotas! —le insultó Hanno entre dientes empujando la puerta con el hombro.
—Este no es un lugar seguro —intervino Quintus acercándose a Suniaton—. Cógele de un brazo y yo le cogeré del otro —le dijo a Hanno.
Hanno asintió. No valía la pena perder el tiempo discutiendo. El mayordomo ya se enfrentaría a su propia suerte. Solo los dioses sabían si su amo se tragaría la historia del guardián drogado. Fuera como fuere, no le importaba lo más mínimo. Lo único que quería era llevar a Suniaton a casa de Gaius para examinarle las heridas.
Por fortuna, Suniaton estaba en lo cierto en lo que a sus heridas se refería. A pesar de ser dolorosas, eran cortes de espada limpios que no ponían en peligro su vida y, en principio, parecían bien cosidas. Sin embargo, le preocupaba la gran herida del muslo, que casi había desgarrado el músculo más grueso. Como nada podían hacer por el momento, se dispusieron a marcharse. Debían ponerse a salvo antes de que amaneciera. Quintus y Hanno se despidieron de Gaius y montaron a Suniaton sobre el caballo. Tras sobornar a un centinela, lograron salir de la ciudad con relativa facilidad. Los movimientos del caballo causaron tanto dolor a Suniaton, que terminó por desmayarse. Lo único que podía hacer Hanno era sujetar su cuerpo mientras caminaba a su lado. Después solicitaría a Quintus que pidiera a Elira un poco de
papaverum
. Hasta entonces, solo podía dar gracias a Tanit y Eshmún y rogar su bendición. Esperaba que la recuperación de Suniaton solo fuera cuestión de tiempo. Hanno estaba ansioso por partir a Iberia, pero no podía abandonar a su amigo entonces.
La guerra podía esperar.
Bostar contempló las figuras apostadas al otro lado del Rhodanus. A pesar de que el caudaloso río de aguas profundas se hallaba a más de quinientos pasos de distancia, el campamento de los volcas se vislumbraba fácilmente por entre los árboles. El gran número de tiendas y las numerosas hileras de caballos delataban la presencia de cientos de guerreros y los centinelas patrullaban la orilla noche y día. Por regla general, las tribus de la región vivían a ambos lados del río, así que las intenciones de los volcas no podían ser más claras. «Pagarán cara su actitud combativa», pensó Bostar. Hacía menos de una hora que había recibido las órdenes de Aníbal. Tras realizar la debida ofrenda a los dioses, había llegado el momento de salir. Su falange y los trescientos
scutarii
que el general había insistido en que llevara consigo ya estaban listos para partir detrás de las tiendas de los libios. Su destino —una isla situada en un estrechamiento del río— se encontraba a un día de marcha hacia el norte.
—¿Por qué no podían ser estos estúpidos cabrones como el resto de las tribus de la zona? —La voz de Safo le arrancó de su ensimismamiento.
—¿Y que nos vendan sus barcos y vituallas? ¿A eso te refieres? —preguntó Bostar fingiendo alegrarse de ver a su hermano.
«¿Qué hace Safo aquí tan temprano si no sabe nada de mi misión? ¿Por qué se lo habré dicho a mi padre? —pensó Bostar asustado. Respiró hondo—. Tranquilo —se dijo—. Le pedí que no se lo dijera a nadie, y no lo habrá hecho.»
—Sí, a eso me refiero. Pero en vez de eso, van a matar a una mínima porción de los nuestros antes de ser aniquilados. Hasta unos ignorantes indígenas como ellos deberían saber que es imposible impedir que nuestras tropas crucen el Rhodanus.
Bostar se encogió de hombros.
—Me imagino que son como los ausetanos. Defender su territorio es una cuestión de orgullo. No les importa que les superemos en número. No se avergüenzan de morir luchando.
—Pues estos folladores de ovejas son idiotas —se burló Safo—. ¿Acaso no entienden que solo queremos cruzar este puñetero río y proseguir nuestro camino?
Bostar se abstuvo de preguntar si él no haría lo mismo en una situación similar.
—Ahora ya da igual. Aníbal ya les dio su oportunidad. Por cierto, ¿me buscabas por algo? Estoy a punto de salir de marcha con mi falange —mintió, incapaz de pensar en otra excusa.
—¡Por todos los dioses! Tus hombres deben de quererte mucho. ¿No habéis hecho suficientes marchas ya? Ahora entiendo por qué llevas el uniforme a estas horas —añadió desdeñoso—. No es nada urgente, solo quería comentarte que he descubierto unas huellas y que quiero salir a cazar más allá del campamento. ¿Me acompañas?
Su propuesta pilló a Bostar por sorpresa.
—¿Salir a cazar jabalíes? —balbuceó.
—O venado —sonrió Safo con picardía—, cualquier cosa que nos permita variar un poco de menú.
—No estaría nada mal comer carne fresca… —reconoció Bostar. Se sentía dividido: la propuesta de su hermano era un claro intento por su parte de arreglar las cosas entre ellos, pero no podía desobedecer, ni revelar, las órdenes de Aníbal, que eran alto secreto. ¿Qué podía responder?—. Me encantaría, pero hoy no podrá ser. No sé a qué hora regresaremos.
Safo no se dio por vencido.
—¿Y qué tal mañana? —preguntó con ganas.
Bostar se sentía cada vez más incómodo. «Por el gran Melcart —pensó—, ¿qué he hecho yo para merecer esto?» Al atardecer del día siguiente, él y sus hombres estarían tomando posiciones en la otra orilla.
—No sé… —comenzó a decir.
La buena disposición de Safo se esfumó al instante.
—¿Prefieres estar con tus hombres que con tu hermano?
—No es eso —protestó Bostar—. Me encanta la idea…
—¿Pues cuál es el problema?
Bostar no supo qué contestar.
—No puedo decírtelo —murmuró.
Safo lo miró con desdén.
—Reconócelo, no soy lo bastante bueno para ti. ¡Nunca lo he sido!
—¡No es cierto! ¿Cómo puedes decir algo así? —protestó Bostar horrorizado.
—¡Bostar! —La llamada alegre de su padre cortó en secó la discusión.
Sorprendidos, los hermanos se dieron la vuelta. Malchus avanzaba en su dirección desde la línea de tiendas.
—Pensaba que ya te habrías marchado —comentó al acercarse.
—Ahora me iba —repuso Bostar nervioso. «Baal Safón, deja que me vaya sin más problemas, por favor», suplicó—. Nos vemos luego.
Los dioses no escucharon la súplica de Bostar.
—Buena suerte —le deseó Malchus guiñándole el ojo.
—¿Por qué? —preguntó Safo con el ceño fruncido—. ¿Por qué necesita suerte para una simple marcha de entrenamiento?
—Nunca se sabe… —respondió Malchus visiblemente incómodo—. Podría romperse el tobillo… Estos senderos son muy traicioneros.
—¡Menuda mentira te acabas de inventar! Además, ¿cuándo nos has deseado tú suerte para algo tan banal? —se mofó Safo mientras se volvía hacia Bostar—. Aquí se está cociendo algo, ¿verdad? ¡Por eso no querías salir a cazar!
Bostar sintió que le ardían las mejillas.
—Debo irme —farfulló mientras recogía el escudo.
Furioso, Safo se interpuso en su camino.
—¿Adónde vas? —inquirió.
—Apártate —dijo Bostar.
—¿Es una orden, señor? —Safo impregnó esta última palabra de un gran desprecio.
—¡Muévete, Safo! —intervino Malchus—. Tu hermano ha recibido órdenes del mismísimo Aníbal.
—¿Era eso, entonces? —preguntó Safo apartándose a un lado con mirada envidiosa—. Podrías haberme dicho algo, haberme dado alguna pista…
Bostar lo miró, consciente de su error.
—Lo siento mucho.
—No es cierto —murmuró Safo entre dientes—, eres un lameculos. Eres el puto oficial perfecto —agregó en voz más baja.
Bostar sintió que le hervía la sangre, pero se contuvo.
—Lo cierto es que no te había dicho nada porque no quería que te sintieras excluido.
—¡Muy amable de tu parte! —gritó Safo con las venas del cuello hinchadas—. Vayas a donde vayas, ¡espero que te maten!
Malchus abrió la boca para protestar, pero Bostar se lo impidió con un gesto de la mano. Curiosamente, su rabia se había transformado en una profunda tristeza.
—Espero que al menos desees que la misión tenga éxito.
Safo se sintió avergonzado, pero no tuvo oportunidad de responder.
Bostar se dirigió a Malchus.
—Adiós, padre.
Los ojos de Malchus reflejaban un gran dolor.
—Que los dioses os protejan a ti y a tus hombres.
Bostar asintió y se marchó.
—¡Bostar! —le llamó Safo.
Bostar ignoró su llamada.
Tenía la sensación de haber perdido a otro hermano.
Dos días más tarde, Bostar y sus hombres ya se encontraban en posición. El trayecto había sido duro. Después de una larga marcha el primer día, los guías les condujeron hasta una bifurcación del río que tenía una isla en el centro, lo cual había facilitado la travesía. Dado que no sabían si había volcas al otro lado, decidieron cruzar el río de noche. Bostar y los diez hombres que había elegido para esta misión nadaron hasta la otra orilla utilizando una especie de balsas construidas con troncos y pieles de animales infladas. Para su gran alivio, en esa zona del bosque solo habitaban búhos y zorros. Al poco rato el resto de los soldados se unió al grupo. Bostar no se olvidó de agradecer a los dioses su buena fortuna. Aníbal y todo su ejército dependían de ellos. Si fracasaban, cientos, incluso miles, de cartagineses podían morir a manos de los volcas al cruzar el río.
Al despuntar el alba, Bostar inició la marcha hacia el sur y solo se paró al distinguir el campamento enemigo. Bostar dejó a sus hombres descansando en los densos matorrales que abundaban en las colinas próximas al río y, con unos cuantos centinelas, pasó la noche agazapado observando a los volcas sentados alrededor de sus hogueras, ajenos a todo peligro. El alivio que sintió al contemplar al enemigo tan tranquilo atenuó la profunda tristeza que arrastraba desde la discusión con su hermano. Bostar no deseaba enemistarse con Safo. «Que los dioses nos permitan sobrevivir a la batalla y hacer las paces», rogó.
A la luz del día era fácil divisar el enorme campamento cartaginés en la otra orilla. Cada vez más nervioso, Bostar observó a las tropas aproximarse a la orilla, a los soldados de caballería subiendo al barco de mayor tamaño y a los de infantería montando en las canoas. Incluso entrevió a Aníbal con su bruñida coraza dirigiendo la operación, pero Bostar no se movió. Debía escoger con mucho cuidado el momento más oportuno para atacar. Si se precipitaban, él y sus hombres corrían el riesgo de ser aniquilados y, si esperaban demasiado, morirían muchos soldados en los barcos.