Bostar sabía cuando le tocaba marcharse.
—Sí, señor. Gracias, señor.
Aníbal le llamó cuando Bostar se había alejado diez pasos.
—Ni una palabra de esto a nadie.
—Por supuesto, señor —repuso Bostar. La orden era un alivio porque significaba que Safo no tendría posibilidades de ponerse celoso por no haber sido elegido para la misión. No obstante, Bostar ya empezaba a preocuparse sobre cómo reaccionaría su hermano cuando se enterara.
La partida
Hanno se habituó rápidamente a la vida en la cabaña, que había quedado vacía desde la muerte del pastor. Según Quintus, las ovejas de Fabricius pastaban ahora en otro lugar, por lo que era muy poco probable que alguien se acercara por allí. De todos modos, Hanno se mantuvo alerta. Agesandros seguía siendo su mayor temor, pero tampoco deseaba que nadie más le encontrara. Estuvo de suerte y solo recibió la visita de Quintus y, ocasionalmente, de Aurelia.
Apenas había noticias de Suniaton, pero Quintus tampoco quería mostrar demasiado interés visitando al hijo del oficial antes de lo acordado. Por fin le informaron de que Suniaton se había recuperado de sus lesiones. Sin embargo, la inmensa alegría que invadió a Hanno al oír la noticia se disipó al instante.
—El cabrón sigue sin querer vender. Dice que el futuro de Suniaton como gladiador es demasiado prometedor. Pide doscientas cincuenta didracmas por él —explicó Quintus con el semblante contrito—. Yo no dispongo de tanto dinero y, pese a que mi padre sí, no sé si me lo daría aunque lograra localizarle.
—No podemos rendirnos ahora. Tiene que haber otra solución —replicó Hanno.
—A no ser que logremos sobornar a alguien para que deje escapar a Suniaton…, pero no sé a quién acudir. —De repente el rostro de Quintus se iluminó—. Podría pedírselo a Gaius —sugirió al mismo tiempo que alzaba la mano para apaciguar a Hanno que, con expresión alarmada, se había incorporado de un salto—. Gaius y yo somos amigos desde que aprendimos a caminar, lo cual no significa que esté de acuerdo con que te haya ayudado a escapar, pero no se lo contará a nadie. ¿Quién sabe? Quizás esté dispuesto a ayudarnos.
Hanno se obligó a tomar asiento de nuevo. Hasta entonces, Gaius había demostrado ser de fiar, pues nadie había acudido a la cabaña en su busca. Además, no parecía que existiera ninguna otra solución para Suniaton.
—Entonces, roguemos a los dioses que Gaius acepte.
—Déjalo en mis manos —sugirió Quintus con la esperanza de no confiar en vano en la ayuda de Gaius. Para proteger a Hanno, le había ocultado que Suniaton estaba luchando de nuevo como gladiador.
El tiempo no jugaba a su favor.
Cuando Quintus le informó de que las gestiones de Gaius habían dado su fruto, Hanno suspiró aliviado. Ya era otoño y el bosque era una explosión de color. Las temperaturas habían descendido de forma considerable y era habitual que se despertara de frío por la noche. Cuando Quintus le ordenó que recogiera sus pertenencias, sintió que le invadía una gran alegría. Con suerte, abandonaría ese lugar para siempre.
—¿Cuál es el plan? —preguntó mientras avanzaban rumbo a Capua.
—Gaius no quiere que te lo cuente —respondió Quintus evitando la mirada de Hanno.
—¿Por qué? —replicó Hanno con el estómago hecho un nudo.
Quintus se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Creo que te lo quiere contar él mismo —se excusó consciente de la decepción de Hanno—. Ya solo nos quedan unas horas de camino.
—Lo sé —dijo Hanno forzando una sonrisa—. Os debo muchísimo a los dos por todo lo que estáis haciendo.
—No es una cuestión de deudas —replicó Quintus generoso—. Todo hombre intenta ayudar a un amigo cuando puede. Esperemos que la idea de Gaius funcione.
Hanno asintió con gesto grave. Si no funcionaba, se vería obligado a tomar una decisión difícil, dado que no podía quedarse allí para siempre.
Ya oscurecía cuando llegaron a Capua. El trayecto había transcurrido sin problemas, pero Hanno sintió que le flaqueaban las fuerzas al vislumbrar las imponentes murallas de la ciudad. Tenía el propósito de liberar a Suniaton, pero cruzar las murallas suponía un verdadero peligro. Habría guardias en las puertas y podían hacerle preguntas incómodas. Su descripción colgaba de los muros de las casas. Hanno sabía cómo se perseguía a los esclavos fugitivos en Cartago y dudaba que en Capua las cosas fueran muy diferentes. Se paró en seco y Quintus se volvió.
—¿Qué sucede?
—No solo soy un esclavo fugitivo. ¿Qué sucederá si descubren que soy cartaginés?
Quintus ahogó una risita al percibir la angustia de su amigo.
—No te preocupes —le tranquilizó—. Aquí hay muchos esclavos de tez oscura que provienen de Grecia, Libia y Judea. Nadie los distingue. Además, aparte de Gaius, nadie sabe lo que has hecho. Y a nadie le importa. Recuerda que eres un esclavo. Casi nadie se fijará en ti y mucho menos se dirigirán a ti —añadió mientras bajaba del caballo—. Sígueme con el semblante triste y no cruces la mirada con nadie.
—De acuerdo —aceptó Hanno, que hubiera deseado gozar de la seguridad de un arma para defenderse.
Para su gran alivio, no hubo ningún problema. Los guardianes ni siquiera levantaron la vista cuando entró en la ciudad siguiendo a Quintus. Tampoco hubo ningún problema en las calles, que con la caída del sol se estaban vaciando rápidamente. La gente estaba más pendiente de regresar a sus hogares sana y salva que de fijarse en un joven noble y su esclavo. Las amas de casa caminaban resueltas con sus cestas repletas de comida y, en lugar de detenerse a cotillear, solo intercambiaban unas palabras rápidas cuando se cruzaban con alguien. Los propietarios de los puestos del mercado guardaban en cajas la mercancía no vendida y la cargaban sobre sus mulas. Muchas de las tiendas ya habían cerrado y habían colocado tablones en las puertas.
Al poco rato llegaron a casa de Martialis. Quintus llamó a la puerta con fuerza. Acudió a abrirla el propio Gaius, que recibió a su amigo con una gran sonrisa.
—Os estaba esperando. —Lanzó una dura mirada a Hanno, pero no dijo nada.
A Hanno le asaltaron de nuevo las dudas. Bajó la cabeza incómodo, repitiéndose que Gaius debía de estar dispuesto a ayudarles. ¿Por qué, si no, estaban allí?
Como había varios esclavos domésticos observando la escena en ese momento, no pudo preguntárselo. Uno de ellos se acercó para tomar las riendas del caballo y Gaius rodeó a Quintus por los hombros.
—Entremos. Mi padre te espera impaciente. Ha ordenado que asaran un cochinillo en tu honor. —Dirigiéndose al mozo de cuadra le dijo—: Asegúrate de que el esclavo de mi amigo coma algo y encuéntrale también un lecho.
—Sí, señor.
Hanno se relajó un poco cuando Quintus se volvió hacia él y le guiñó un ojo. Procuró no inquietarse cuando la puerta de la casa se cerró y se quedó en la calle. Se dispuso a seguir al mozo a los establos, que se encontraban en un patio adyacente. El joven esclavo era tan taciturno como poco agraciado. Cepillaron en silencio el caballo de Quintus y le dieron agua y comida. A Hanno no le incomodaba el silencio, todo lo contrario. Después, entraron en la cocina de Martialis, a la que se accedía a través de una puerta en el muro del patio. Al igual que en los fueros de Julius, la cocina era un lugar caluroso y bullicioso donde resonaba el ruido de las cazuelas y se gritaban los nombres de los platos solicitados. Hanno percibió el delicioso aroma del cochinillo asado y su estómago comenzó a protestar. Para evitar llamar la atención, buscó un lugar tranquilo y se sentó en el pasillo que conducía a la despensa.
Transcurrido un rato, el mozo de cuadra apareció cargado con dos platos repletos de pan, carne asada y verduras. Le pasó uno a Hanno.
—Has tenido suerte. Este cochinillo podría alimentar a veinte personas, así que el amo no se dará cuenta si sus esclavos también catan un poco.
—Gracias. —Hanno tomó el plato. Era lo mejor que comía desde hacía meses.
Una vez que hubieron dado buena cuenta de sus platos, el mozo le miró de soslayo.
—¿Juegas a dados?
—No —mintió Hanno—. Esa noche se sentía más tenso que el brazo de una catapulta. Ya había demasiado en juego.
Ligeramente decepcionado, el esclavo se levantó.
—Sígueme, te enseñaré dónde puedes dormir.
El mozo le llevó de vuelta a las cuadras y le mostró un rincón cerca de la puerta.
—Está prohibido tener alguna luz encendida por el riesgo de incendio. Esta me la llevo —dijo señalando su lámpara de aceite.
—Muy bien —repuso Hanno.
El mozo se encogió de hombros y se marchó. El destello parpadeante de su lámpara de aceite se alejó lentamente hasta desaparecer por completo, lo cual dejó a Hanno sumido en la más absoluta oscuridad. No le importaba. Le afectaba más el hecho de pensar que iba a pasar varias horas solo ahora que la huida de Suniaton estaba cerca. Mientras esperaba, le resultaba agradable oír de vez en cuando las coces y los suaves relinchos de los caballos. Mucho menos agradable le parecía el sonido de las ratas correteando de un lado a otro, pero era un mal menor si tenía en cuenta el propósito de su visita.
Para su gran desesperación, la noche parecía discurrir más lenta que toda una semana. Hanno dedicó buena parte de su tiempo a rezar y a rogar a los dioses que ayudaran a Gaius a liberar a Suniaton. Exasperado por el silencio abrumador con el que se topaban sus plegarias, intentó dormir, pero sin suerte. Se alegró al oír llegar al mozo de cuadra y a otros dos esclavos. Eso significaba que al menos el tiempo sí pasaba. Hanno se hizo el dormido mientras los esclavos subían por una destartalada escalera al pajar, situado sobre los establos. Por las palabras incoherentes que salían de su boca, dedujo que habían estado bebiendo. La luz de la lámpara se apagó casi de inmediato y al poco rato distinguió la cadencia rítmica de sus ronquidos. Transcurrido un tiempo razonable que le pareció una eternidad, Hanno buscó a tientas la puerta de la cocina, donde había quedado con Quintus.
Cuando la puerta se abrió de repente, Hanno se asustó.
—¿Quién anda ahí? —susurró nervioso.
—¡El mismísimo Plutón que ha venido a por ti! —exclamó Quintus—. ¿Quién va a ser?
Hanno notó un escalofrío. La mera mención del dios romano del infierno podía darle mala suerte. Por si acaso, dirigió otra plegaria a Eshmún y solicitó su protección.
Detrás de Quintus se encontraba Gaius, que llevaba un pequeño farolillo oculto. Ambos lucían sendas capas oscuras.
Hanno no podía soportarlo más.
—¿Cuál es el plan?
—Salgamos afuera. —Gaius les condujo a los establos, levantó la barra que bloqueaba el portón y la dejó en el suelo. Al abrirse, una ráfaga de aire fresco les golpeó el rostro. Gaius se asomó a la calle—. ¡Vía libre! —susurró al instante.
Quintus empujó a Hanno al exterior y cerró el portón.
—Vamos, Gaius, ¿vas a contarnos ahora tu plan? —preguntó Quintus.
Hanno sintió que se le encogía el estómago.
—Sí —murmuró Gaius—, pero antes tu esclavo debe saber algo.
—Ya no es mi esclavo —protestó Quintus—, le liberé.
—Tú y yo sabemos que eso vale tanto como un cubo agujereado.
Quintus no respondió.
Hanno contuvo el aliento. Era obvio que Gaius no estaba cortado por el mismo patrón que Quintus. Sentía deseos de marcharse, pero eso significaría abandonar toda esperanza de liberar a su amigo. Apretó los dientes y esperó.
—Cuando me explicaste lo que habías hecho, Quintus, no daba crédito a mis oídos —masculló Gaius—. No te dije nada porque eres mi amigo más antiguo, pero cuando solicitaste mi ayuda para liberar a otro esclavo, te pasaste de la raya. Eso es algo que yo no puedo hacer.
—Gaius, yo… —balbuceó Quintus. La escasa luz no podía ocultar el bochorno en su voz.
—No obstante, cambié de opinión al descubrir quién era el amo del esclavo que tanto te interesa —prosiguió Gaius—. El oficial que murió no era sino el mayor perseguidor de la nobleza osca que jamás haya pisado esta ciudad. Y el mierdoso de su hijo no es mucho mejor que él. Robarle…, liberar a uno de sus esclavos es lo mínimo que me gustaría hacerle a ese cabrón.
Hanno suspiró aliviado.
—Gracias, Gaius —murmuró Quintus. No iba a cuestionar los motivos de su amigo en un momento así.
Gaius les pidió que se aproximaran hasta formar un corrillo.
—Para empezar, decidí rondar la calle donde vive el hijo del oficial. Al principio no descubrí gran cosa, pero fui familiarizándome con los habitantes de la casa y, finalmente, tuve un golpe de suerte: hará cosa de una semana vi al mayordomo salir de un lupanar situado al otro lado de la ciudad.
—¿Y qué? —preguntó Quintus—. Eso es algo muy habitual.
A Gaius le brilló la dentadura blanca en la oscuridad.
—Sí, pero cuando entré a preguntar con quién había estado follando, la
madame
se mostró muy evasiva, hasta que le di unas cuantas monedas y soltó la lengua. Al parecer, nuestro mayordomo siente debilidad por los jovencitos.
—Cabrón asqueroso —farfulló Quintus.
Hanno pensó en Hostus. El enemigo de su padre también compartía gustos similares.
—Por muy deleznable que eso sea, ¿acaso es delito aquí? —preguntó—, porque mucho me temo que en Cartago no lo es.
—Muchos lo desaprueban, pero no es una práctica contraria a la ley para un ciudadano libre como nosotros —respondió Gaius—. Sin embargo, para un esclavo es diferente. Dudo que al hijo del oficial le hiciera mucha gracia enterarse de esta costumbre de su mayordomo. Según la
madame
, tiende a excitarse demasiado y a volverse violento. Más de una vez ha tenido que intervenir para evitar que sus chicos sufrieran lesiones graves.
—¡Menudo animal! —espetó Quintus con el gesto torcido.
Hanno se sintió agradecido de que ni él ni Suniaton hubieran corrido semejante suerte.
—¿Así que ahora le estás chantajeando?
—Básicamente, sí —afirmó Gaius—. El mayordomo ha accedido a drogar al esclavo que vigila la puerta de Suniaton para poder dejarle salir. Es muy probable que el pobre esclavo que custodia la puerta acabe crucificado por dejar escapar a otro esclavo, pero al mayordomo le importa bien poco. Solo piensa en salvar su pellejo.
—¿Y si no accede a hacer lo que le pides? —preguntó Quintus.
A Hanno se le encogió el estómago al oír la pregunta.
—Su amo recibirá una carta anónima en la que se describirá con todo lujo de detalles sus sórdidas aventuras con la dirección del burdel, por si desea corroborar la información.