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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (11 page)

Le doy la vuelta al bolso sobre un asiento vacío y se desparraman todo tipo de cosas: unos tampax, un libro, kleenex, unas bragas de repuesto, la barra de labios... y una caja de condones que cae hasta los pies de un jovencito de aspecto tímido, escuchimizado, con gafitas, pelo engominado y camisa a rayas. El chico se ruboriza, abre inmediatamente la carpeta que lleva y entierra la nariz entre los apuntes fingiendo repasarlos.

Sobre el asiento vacío también ha aparecido el monedero. Saco un billete de mil pelas y lo pongo sobre el mostrador. El conductor me dirige una mirada furibunda de la que hago caso omiso con desprecio de reina. Mientras el autobús se pone en marcha, vamos a sentarnos juntas en la fila de asientos paralelos a la ventana que hay cerca del conductor.

Desde el centro del autobús un par de obreretes no nos quitan la vista de encima. Uno debe de tener cincuenta y tantos años y el otro veintipocos, mono azul y bolsa de deportes sujeta entre los zapatos. El más joven sonríe, evidentemente complacido por nuestra presencia.

—Lo que me faltaba —suelto yo, porque acabo de descubrirme ¡otra carrera en la media!—. ¡Jooder! Si hubiera invertido en una cuenta a plazo fijo todo lo que he invertido en medias en los últimos años, ahora tendría más pasta que Mario Conde.

Sentado en la fila de asientos contigua a la nuestra hay un treintañero vestido de chándal. Probablemente ha salido a correr por la mañana, pero luego seguro que se ha cansado y ha decidido tomar el autobús. Tiene aspecto de falso deportista y de creerse muy seductor. Cuando el treintañero se da cuenta de que estoy mirándole, me dirige una amplísima sonrisa edulcorada. Yo le ignoro con desdén soberano y me pongo a hablar con Line.

—Bueno, ahora cuéntame qué coño has estado haciendo toda la noche. Apenas te he visto un cuarto de hora.

—No mucho —responde ella—. HE ESTADO FOLLANDO —agrega, y cada palabra suena como si estuviese escrita en tipos negros.

La contundencia del término desentona con su aspecto infantil.

—Bien, ¿Y QUÉ? Ya me lo estás contando todo, punto por punto —exijo con voz impaciente.

—No gran cosa, hija. ¡Menudo coñaaazo de tío ... ! Y encima nos lo hemos hecho en la cama de sus padres, con el crucifijo en la pared y la foto de su mamá en la mesilla. Bueno, bueno... ¡me daba un maaal rollo! Todo el rato con la impresión de que la foca esa me miraba con cara de mosqueo.

—Pues no sé de qué te quejas, guapa. Ayer bien que parecía que el tío te gustaba... porque era aquel con el que te vi hablando al principio, supongo.

—Ese mismo, Miguelito —confirma Line.

—Pues lo tuyo sí que fue llegar y besar el santo.

Ajena a la ironía, Line saca un espejito y una barra de labios Margaret Astor de su bolso en forma de corazón, hace un monino mohín frente a su propia imagen y comienza a pintarse los labios de color rosa fucsia. En el cristal del espejo ve reflejada la imagen del obrerete mayor, que le está sacando lascivamente la lengua. Ella pone cara de absoluto asombro, y, como si la cosa no fuese con ella, acaba de pintarse los labios y continúa tranquilamente con la conversación.

—En cualquier caso, querida, y para que te consueles, que sepas que, visto lo visto, mejor me habría quedado en casa para hacérmelo con el dedo. Así por lo menos me habría corrido.

El conductor, que estaba atento a la conversación desde el principio, da un respingo y, como consecuencia, el autobús pega un frenazo salvaje. Nosotras salimos disparadas de nuestros asientos.

—OIGA USTED —le grito al conductor—, A VER SI CONDUCIMOS CON MÁS CUIDADITO, QUE YO AUN NO HE HECHO TESTAMENTO NI TENGO SEGURO DE VIDA.

Volvemos a sentarnos con mucho cuidado.

—De verdad, cada vez que me siento me acuerdo del bruto ese —dice Line—. Qué ganas tengo de llegar a casa. Lo primero que voy a hacer va a ser pegarme una ducha de las que hacen época, para quitarme las babas del memo aquel. ¡Qué manía! Ni que me quisiera hacer un traje de saliva.

—Pues yo me lo he pasado divinamente —digo, y Line me dirige una mirada escéptica que finjo no captar—. Estuve bailando trance toda la noche y acabé mirando el amanecer desde la terraza. Mucho mejor que si me hubiera ido a follar con un pesado. Yo, qué quieres que te diga, ya paso.

—Menos lobos —me suelta Line con su vocecita aguda—. A ti lo único que te pasa es que desde que te ha dejado el bobo de Iain no levantas cabeza. Estás colgadísima de él, admítelo. Pero tienes que asumir que el mundo no se acaba, que hay más hombres. Además, perdona que te diga, pero Iain era un memo y un pedante y un redicho. No sé qué pudiste ver en él.

En ese momento Line cae en la cuenta de que cerca de la puerta central, de pie, agarrándose a la barra con una mano, hay un chico jovencito que está mirándola embobado. Viste un traje barato de alpaca con corbata, lleva zapatos italianos y calcetines blancos. Cuando repara en el hecho de que Line también le mira, se ruboriza y regresa apresuradamente a su lectura.

—El hecho de que no me apetezca follar no tiene nada que ver con Iain. Simplemente, paso. Es que es un coñazo. El otro día hice la cuenta y resulta que en lo que va de año me lo he hecho con once tíos diferentes...

—Más quisieras, guapa —me corta Line, escéptica.

Prosigo con mi discurso, ajena a la interrupción.

—Once. Y molarme de verdad, lo que se dice DE VERDAD, ninguno, excepto Iain, por supuesto. Total ¿a qué se reduce la cosa? Pillas a uno a las tantas de la mañana, completamente borracha, y al cabo de unas horas te despiertas de puro frío porque, claro, en su casa no hay calefacción, y te encuentras con que a la luz del día el tío no es ni la mitad de mono de lo que tú creías, y para colmo tiene un culo horrible...

—Lo de los culos es como los melones. No sabes si son buenos hasta que no los has abierto —dice Line, y señala con un gesto de la cabeza el culo del jovencito trajeado, que finge estar enfrascado en su lectura—. Aunque para culo bonito, todo hay que decirlo, el de Santiago.

—Line, por favor, no seas macabra. No es manera de hablar de un difunto.

—La macabra serás tú. Tenía el mejor culo de Madrid, y no veo nada malo en reconocérselo a título póstumo.

En ese momento al estudiante se le cae al suelo la carpeta, que arma un estruendo digno de una demolición. Agradezco la inesperada interrupción porque no quiero que se me instale en la mollera el recuerdo de Santiago. Volvemos la cabeza y vemos todo el contenido de la carpeta desparramado por el pasillo. Entre los apuntes hay un Private. El chico se apresura a recogerlo todo, agachándose, y enseguida Line cae en la cuenta de que el estudiante está aprovechando su posición para mirarle las piernas. Por toda respuesta, ella recoge el Private, muy digna, y se lo entrega a su legítimo propietario.

—Esto es tuyo —le dice, y sigue charlando conmigo como si tal cosa—. Continúa con lo que decías. Ibas por lo de la calefacción que no funcionaba.

—Pues eso —prosigo—. Y luego, cuando te levantas, vas a darte una ducha y te encuentras con que funciona con un termo jurasico al que sólo le dura tres minutos el agua caliente. Y cuando vas a la nevera a buscar algo de desayunar sólo hay un yogur caducado y una cerveza sin gas. Y a veces ni eso. Ya me dirás tú si lo de follar compensa.

Line se ríe con la risa cómplice de quien sabe de qué le están hablando.

—¡Y, además, luego tienes que volver a casa! —apunta ella—. Porque yo no sé cómo lo hago, hija, pero siempre acabo ligando con naturales del extrarradio. Creo que a partir de ahora voy a preguntarles dónde viven, por muy puesta que esté, y si no dicen que viven en el centro, la han cagado. Aunque vaya de éxtasis.

—Lo que es por mí, como si viven en la plaza Mayor —respondo con aire de superioridad—. Paso total de todos. Al final, los tíos con los que ligamos son idénticos a sus viejos, que le echan a la parienta el casquete de los sábados mientras piensan en los culos de las azafatas del Telecupón. Y no miro a nadie —remato, dirigiendo una explícita mirada al obrero mayor, por si no se había dado por enterado.

—O sea, que has decidido dejar de follar —concluye Line.

—Más o menos. Como mi hermana Rosa. O hacerme lesbiana, como Gema.

—Quita, quita, que bastantes problemas tiene la pobre Gema. Estoy segura de que se ha colgado con la tesis esa que está haciendo sólo porque no folla... Oye, ¿tú has leído a «freud»? —pregunta sin venir a cuento, y pronuncia «freud», como suena.

—¿A quién? —pregunto a mi vez, con una mueca de asombro.

—Pues hija, a «freud» —responde Line encogiendo los hombros, para dar a entender que me habla de algo muy obvio—. El padre del psicoanálisis... Me vas a perdonar, pero me sorprende que no lo sepas.

—Querrás decir «froid». Y sí, lo he leído —respondo ofendida, porque acaba de llamarme inculta con todo el morro, ¡a mí!

—Bueno, pues ése, «froid» o como se diga. He oído que escribió una cosa muy interesante que se llamaba teoría de la sublimación.

—Sí, y también escribió que las mujeres tenemos envidia del pene. Menuda tontería. Es evidente que con un solo coño te puedes agenciar todos los penes que te de la gana, así que no sé por qué íbamos a envidiarlos.

—Sí, vale, pero yo de lo que hablo es de lo de la sublimación esa. O sea, que si toda la energía que concentramos en el sexo, que en nuestro caso es mucha, la empleásemos en otra cosa, nos haríamos ricas. Tú, por ejemplo, si has decidido dejar de follar, puedes ponerte a escribir una novela. Piensa en todo el tiempo que te va a quedar libre.

—Pues mira, a lo mejor me lo pienso...

—Además, no te hablo sólo de la energía que empleamos en hacerlo, sino también de la energía que empleas en pensar en ello y en buscarte con quién hacerlo y en desembarazarte luego de él. Bueno, pues si toda esa energía la empleas en hacer otra cosa más importante, pues eso, que la sublimas.

Yo la miro con aire condescendiente, aparentando prestar interés, pero convencida, en el fondo, de que a Line se le ha ido un poco la olla.

—Ejemplo —prosigue Line—. Cuando estaba en COU el gilipollas de tu primo Gonzalo me pasó unos hongos.

—Típico de él.

—Y tuve que pasarme casi un mes sin follar, porque la cosa se complicó y se me inflamó la vulva... No voy a describírtelo. Gore puro. Pues ese mes tenía exámenes y saqué tres sobresalientes por primera vez en mi vida. Sublimación.

—¿Tú has tenido sobresalientes alguna vez? —pregunto yo, incrédula. Entre nosotros, Line es de las que para leer un libro tiene que ir siguiendo las líneas con el dedo índice.

—Sí, pero no creo que la cosa se repita, porque yo, qué quieres que te diga, por muy mal que me salga soy una adicta al sexo. No pasa una semana sin que lo intente otra vez. Ellos, los muy cabrones, sí que lo tienen fácil —suspira—, porque al final no importa que la cosa les salga mejor o peor, el caso es que siempre se corren, mientras que nosotras... es como jugar a la lotería.

—Exacto, como la lotería; nunca toca.

—¡Tampoco exageres ... ! Aunque la verdad es que son todos unos inútiles. La mayoría se cree que con metértela, ¡hala!, ya está todo hecho. Y todavía tienen el descaro de preguntarte después si te lo has pasado bien.

—Y no creas —sigo yo—, que a veces casi pienso que eso es lo mejor, porque cuando les da por hacer de amantes hábiles entonces sí que no hay quien les aguante. Hay algunos que deben de creerse que trabajan en el circo; una vueltecita, ¡hop!, ahora otra vueltecita, ¡hop! Qué manía con el vuelta y vuelta, ni que una fuera un filete.

Line saca una lima del bolsillo y comienza a limarse las uñas con pinta distraída.

—Joder, que mal tengo las manos... A lo que íbamos, yo a veces tengo la impresión de que se acaban de empollar el Kamasutra y que pretenden ponerlo en práctica conmigo, que casualmente soy la primera pardilla con la que topan dispuesta a hacer de conejillo de indias. Pero a los que menos soporto es a esos que no controlan un pijo y se empeñan en durar horas y horas, traca, traca, y cuando están a punto de correrse...

El autobús se detiene bruscamente en una parada.

—... paran —remato yo. Sé perfectamente de lo que me está hablando.

—Exactamente, y hala, otra vez, horas y horas, hasta que acaba por dolerte el coño.

La parada está en medio de un descampado que tiene aspecto de pesadilla tóxica. Sube al autobús un jovencito de pelo largo y rubio. Es raro que suba aquí. Debe de venir del Cerro de la Liebre. Habrá ido a pillarles jaco a los gitanos. Como si lo viera. Es mono. No le echo más de veinte años. Lleva una camisa a cuadros sobre una raída camiseta de los Sonic Youth. Enseña su pase al conductor y busca dónde sentarse. Mientras cruza el pasillo Line le dirige una mirada breve y voraz. Una vez que ha calibrado su coeficiente de presa potencial, retorna la conversación.

—Lo peor de todo es cuando quieren que se la chupes —dice, y suelta una risita sarcástica.

El jovencito melenudo ha ido a sentarse, precisamente, en el asiento posterior a Line.

—No me hables —digo yo—. Hay algunos que se ponen de un pesaaado con eso... Parece que no hubiese otra cosa en el mundo.

—Y encima tardan una barbaridad. —Line abre exageradamente la boca hasta que casi se desencaja la mandíbula—. Dezpued de un dato con la boca así, acabas con ajujetaz en la lengua.—Vuelve a cerrar la boca—. Te juro que más de una vez me han dado ganas de pegarle al tío un buen mordisco en la polla y acabar de una vez con el asunto.

El conductor se gira a mirarla, sorprendido. Un bocinazo le hace volver la vista a la carretera y le obliga a dar un volantazo para esquivar un coche. Nosotras dos pegamos un nuevo respingo en nuestros asientos.

—¡JOOOODER! —exclamo yo, con la voz de cazallera que me sale cuando me cabreo—. ¡YA VAN DOS! Este autobús es más peligroso que un misil crucero.

El conductor frena bruscamente y se vuelve hacia mí. Si las miradas mataran, ya habría caído fulminada.

—Mira, guapa —me dice el conductor—. La culpa es tuya por no bajar el volumen. ¿O te has creído que los demás estamos aquí para escuchar vuestras vulgaridades?

—PERO ¿USTED QUIÉN SE HA CREíDO QUE ES, OIGA? —respondo, a berrido limpio. Vaya por Dios, mis niveles de testosterona se han vuelto a disparar.

—Diga usted que sí, señor conductor —Interviene el obrerete mayor—. A éstas me las llevaba yo a la obra y se les iban a quitar las ganas de cachondeo.

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