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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (9 page)

El televisor (pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo) un macroartefacto de tecnologia japonesa que desentona entre tanto hallazgo de almoneda, tanto mueble rústico y tanta moqueta de sisal, está encendido. En la pantalla, dos chicas repintadas de peinados imposibles se pegan berridos la una a la otra con asento venesolano. Ana contempla la pantalla con las pupilas extraviadas. Intento sacarla de su semiletargo.

—Pues eso, que cómo estás. Vuelve la cabeza hacia mi, sorprendida. Parece que alguien la hubiese sacudido.

—Ah, perdona, se me había ido la cabeza. ¿Quieres tomar algo?

—Un vaso de agua. Pero no te preocupes, ya voy yo. No hace falta que te levantes.

Me dirijo hacia la cocina y saco un vaso del armario de gresite blanco. La vajilla, cristalería y objetos de menaje de la casa de Ana son diseño Ágata Ruiz de la Prada. Gracias a Dios, Ana, al contrario que yo, no es dada a estampar vasos contra el suelo cuando se enfada, porque cada uno debe de costar un ojo de la cara y medio. Me sirvo agua en una antigua pila de granito que en su día Ana hizo importar expresamente de Italia y a la que ha añadido unos grifos antiguos de bronce de Trentino. Los azulejos antiguos de la pared provienen de una fábrica de cerámica ibicenca. Más que una cocina esta estancia parece un museo, y esto, más que un fregadero, una pila bautismal. Vaso de agua en mano, vuelvo al salón. Ana ha apagado la televisión.

—Bueno, pues aquí estamos... —(Mamá y Rosa me han obligado a venir a verte. Dicen que te pasa algo. He venido a ver qué coño te pasa y si se te puede echar una mano. No tengo ovarios para ser tan directa)—. ¿Qué has hecho últimamente?

—Nada, absolutamente nada. Nada de nada. —Pronuncia las palabras con un tono monocorde, como lo habría hecho un ordenador, una computadora asesina que dirigiera una nave espacial, la versión femenina de Hal.

—Mujer, no seas tan drástica. Algo habrás hecho.

—Comer y dormir. Comer poco y dormir menos aún. Cuidar de mi marido y de mi niño. Cuidarles poco.

—Por cierto, ¿dónde está el niño?

—En la guardería. Hay que llevarlos pronto para que adquieran un temperamento sociable.

—¿Y quién dice eso?

—Los psicólogos.

—Sí, fíate tú mucho de los psicólogos. Ya ves cómo me han dejado a mí.

—Cállate, que tú no estás tan mal...

Incómodo silencio. (Desde luego, tú no tienes pinta de estar muy bien. Si no fueras mi hermana, dirla que estás colgada. En la vida te había visto con semejantes ojeras. Pareces un poema.)

—Sí estoy mal. He cortado con Iain. Hace un mes. —Me arrepiento de mis palabras prácticamente antes de acabar de pronunciarlas. En el fondo ¿le importa a ella un comino mi vida privada? Pero supongo que me encuentro tan mal que no puedo evitar proclamar mi ansiedad a los cuatro vientos.

—¿Le dejaste tú? —me pregunta.

—No, me dejó él a mí.

—Vaya, lo siento. De todas formas no tardarás en encontrar a otro. A ti nunca te ha costado mucho.

(¿Me estás llamando putón en la cara?)

—Sobreviviré.

—Claro que sí. Tú sobrevivirías a una guerra nuclear.

(¿Qué coño quieres decirme con eso? ¿Va de indirecta?)

—No tanto.

—Casi. Siempre has sido una chica fuerte. Rosa y tú podríais comeros el mundo. No como yo. Yo no soy más que una mosquita muerta.

—¿Qué estás diciendo?

(Ana, por favor, no te hagas la mártir.)

—Nada, no sé qué digo. Ultimamente no me encuentro muy bien.

—Deberías salir a la calle, que te diera el aire. No te puede sentar bien pasarte todo el día encerrada en casa.

(Deberías liarte la manta la cabeza, correrte cuatro buenas juergas y ponerle los cuernos al memo de tu marido. Lo que a ti te hace falta es un buen polvo. Lo estás pidiendo a gritos.)

—Eso mismo dice mamá.

Me levanto, vaso de agua en mano, y miro a través de la ventana. Hace frío y el día está medio nublado. Los árboles, las aceras, los columpios, todo está rodeado de una especie de aura blanca (¿el vapor del aire congelado?, ¿mi imaginación?), y el paisaje entero parece pintado en una sola gama cromática: grises acerados y azules desvaídos. Contemplo a unos niños que juegan en el parque. Una niña rubia con coletitas y un jersey a rayas que me recuerda ligeramente a Line se desliza por el tobogán. Sentado sobre la arena, peligrosamente cerca de los columpios, hay un niño que no tendrá más de tres años comiéndose la tierra. Una chica joven, que debe de ser la encargada de cuidar a la parejita, está sentada en el banco de madera, leyendo una revista. La pintura verde que antaño recubrió el banco hace tiempo que se ha oxidado. Respiro hondo. No me puedo quedar mirando eternamente por la ventana. Tengo que volver con mi hermana. Sé muy bien cómo continuará la conversación. Hablaremos de cosas intrascendentes, del bar que mi familia está empeñada en que deje; de por qué yo, licenciada y trilingüe, sigo trabajando detrás de una barra; de lo caro que se está poniendo todo últimamente; del niño, que cada día está más grande; del último aumento de sueldo de Borja, su marido, mi cuñado, y de todas esas cosas que en el fondo nos importan un comino y que utilizamos para olvidar las cosas que realmente nos importan y de las que, por tanto, no nos atrevemos a hablar. No mencionaremos la nostalgia desesperada que yo siento de Iain ni las razones que puedan haber conducido a Ana a convertirse en una zombi catódica, una adicta a los culebrones y a la ruleta de la fortuna. Con los ojos clavados en el cristal (sobre un vidrio mojado escribí su nombre) experimento una mezcla de rabia contenida e impotencia (y mis ojos quedaron igual que ese vidrio) que me sube por el esófago como un vómito reprimido. Allí, al otro lado del cristal, hay un parque y un tobogán y unos niños que juegan, y millones de cosas por ver y por hacer, pero mi hermana se conforma con contemplar un sucedáneo de realidad comprimido dentro de una pantalla de 46 pulgadas. Siento ganas de agarrarla por el cuello de la bata y sacudirla. Me gustaría hacerla reaccionar. Pero, por otra parte, no me siento con autoridad moral para dar consejos. Al fin y al cabo, yo tampoco soy precisamente un ejemplo de radiante felicidad ni me siento quién para cuestionar el sistema de vida de nadie. Decido volver al sillón, sentarme con las piernas muy juntas, como una chica decente, y aguantar estoicamente media hora de charla tópica, que no revele, que no comprometa. Está decidido. El tiempo exacto para no quedar mal. Y luego regresaré a mi casa, a mi apartamento de cincuenta metros cuadrados y paredes desconchadas, amueblado con muebles viejos rescatados de los contenedores, grunge por pura necesidad.

Me vuelvo hacia ella con una sonrisa, decidida a echar una nueva paletada de tierra sobre el túmulo de la verdad. Media hora de conversación intrascendente y habré cumplido con mis deberes de hermana. Habré cumplido. Como siempre.

H

de hastío

Cristina se ha marchado y ha dejado en el aire su perfume, un aroma dulzón que no sé identificar. No es una marca conocida. Será pachuli o algo así que habrá comprado en un mercadillo de esos modernos. Habría podido decirle muchas cosas, y sin embargo he pasado la mayor parte del tiempo sin abrir la boca, revolviendo inútilmente la cabeza en busca de un tema de conversación. Creo que al final se ha marchado porque no me aguantaba más. La aburro, o la deprimo, o ambas cosas a la vez. Y la verdad es que no la culpo. Me ha dejado sola en este salón. Sola, como paso casi todas las mañanas. Borja está en el trabajo y el niño en la guardería. No tengo de quién cuidar, excepto de mí misma.Y ni siquiera eso sé hacerlo bien.

Rendijas de luz se filtran a través de las cortinas y arañan el suelo para recordarme que fuera existe un día por vivir. Un día que transcurre ajeno a mí, sin que yo haga nada por evitarlo, no sé. Esta mañana había venido al salón decidida a coser, pero al cabo de dos puntadas me ha entrado un cansancio horrible y al final me he quedado mirando la tele, sin hacer nada. Pensaba aprovechar las cortinas, los vestidos y los manteles viejos para confeccionar una colcha de patchwork, cosiendo distintos trozos y retales los unos a los otros hasta que acabasen componiendo una única superficie.

La historia de papá y mamá está confeccionada como un edredón, como un trabajo de patchwork. Yo, que soy la mayor, he visto más, he vivido más, he escuchado más; y de todas maneras, no sé, me parece que sólo sé que no sé nada, como dijo el filósofo aquel.

Puedo relatar la historia a partir de viejos álbumes de fotos, de conversaciones espiadas a mamá y a tía Carmen, de inesperadas confidencias que mamá se ha permitido alguna vez, cuando la tristeza le oprimía como una faja demasiado ceñida. Algunas cosas me las han contado, otras las he deducido, otras, quizá, sólo las imagino. Yo necesitaba una historia porque todos necesitamos un pasado, y yo confeccioné una historia como si de una colcha de patchwork se tratase, uniendo como pude trozos de recuerdo y retales de memoria, para que compusieran una historia que, creo, es la que más se ajusta a la verdad.

Yo siempre he estado orgullosa de este salón. Lo he mantenido pulcrísimo, y tampoco es que sea tan fácil. Hay que pasar la aspiradora una vez al mes, como mínimo, por sillas, sofás y cortinas. Hay que lavar los visillos también una vez al mes con agua y jabón, sin frotarlos ni retorcerlos. Para darles consistencia una vez limpios hay que sumergirlos en agua con azúcar y colgarlos todavía húmedos a fin de eliminar cualquier arruga.

Si la vida se pudiera limpiar igual que unos visillos, si pudiéramos hacer desaparecer nuestras manchas en una lavadora, todo sería más fácil. De todas formas, hace tiempo que no me preocupan mis visillos ni mis cortinas. Ahora todo me da igual.

Hace más o menos un mes que no dejo de llorar.

Mamá era una niña de familia bien de San Sebastián que se vino a Madrid a estudiar farmacia. En Madrid se alojaba en una residencia para señoritas regentada por unas monjas, en la que la existencia estaba sujeta a imposiciones y horarios. Había una hora para levantarse y una hora para comer y una hora para estudiar y una hora para llegar a dormir.

Las fotos de entonces, borrosos testimonios en blanco y negro, me la presentan con los rasgos difuminados merced al polvo que el álbum ha ido acumulando con los años. Mamá, que todavía no es mamá, tiene una larga melena rubia alisada a fuerza de plancha y toga, y unos ojos claros que alguien le dibujó en la cara con trazo segurísimo, adornados con unas pestañas enormes que debían confundirse con mariposas cuando mamá pestañeaba y las hacía aletear. Mamá no se atrevía a usar minifalda y lleva un vestido cuadrado, que yo diría que es de Scherrer, y es posible, porque entonces mamá tenía dinero de sobra para pagarse un traje de Scherrer si quería, y la falda le sube un milímetro exacto por encima de una rodilla escueta y bien dibujada. Mamá es guapa. Muy guapa. Los chicos de su clase la apodan la Sueca por lo de la melena lacia y rubia y los ojos grises. Aquella melena larguísima era su orgullo, me contó una vez mamá. Cada noche, antes de dormir se entregaba a un ritual diario de cepillado. Media hora. Cien golpes de cepillo. Para que brillara. Para que resplandeciera en la universidad y él pudiera sentirse orgulloso de ella.

Lo peor de este salón son los cojines del sofá, que están hechos una pena. Tienen manchas negras del rímel que se ha quedado ahí como testimonio indeleble de mis llantinas, de cuando muerdo el cojín por la noche para evitar que Borja escuche los sollozos.

En cuanto a los cojines, hay que intentar lavarlos sin humedecer el relleno. Lo más fácil es cubrirlos con fundas de quita y pon para lavarlas independientemente, y limpiar la parte interior en seco.

No pienso lavar las fundas. Las tiraré directamente. Y compraría otras si no fuera porque no me apetece nada bajar a la calle.

Mamá conoció a papá en un guateque de colegio universitario, un guateque que acababa a las diez y en el que se escuchaban los discos de Paul Anka en un pick-up. No tuvo ni que fijarse en él. Papá se le impuso como una aparición nada más entrar en aquel enorme salón, porque papá se elevaba diez centímetros por encima del resto de los presentes en la sala. Y al segundo de verlo decidió que sería suyo o de ninguna. Menuda tontería, decía mamá más tarde, cuando rememoraba aquel primer arrobamiento de veinte años, la mayor tontería que hice en mi vida.

Acabo de darme cuenta de que hay una abolladura bien visible en el costurero de pino. Este costurero es una pieza de anticuario, pero ¿cómo puedes explicarle eso a un niño de dos años? Y cuando el niño agarra una de sus rabletas y le da por estampar su camión contra la madera, no hay quien le pare.

Para arreglar una abolladura sobre la madera hay que aplicar un trapo blanco húmedo, procurando que empape la madera. Acto seguido hay que colocar otro trapo grueso, también humedecido, y aplicar la plancha de vapor caliente, porque la acción del calor dilatará las fibras y las nivelará.

Ojalá la vida fuese tan fácil de arreglar como los contratiempos domésticos.

Papá era como para cortar la respiración. En mi recuerdo se mezclan la imagen que me queda de aquel papá que conocí hasta los doce años con las fotos del álbum, y el resultado es una especie de Gregory Peck con acento malagueño. El pelo y los ojos son oscuros; la nariz, dibuja un ángulo perfecto de treinta y cinco grados; la sonrisa, inmensa y deslumbrante. Dos filas simétricas de dientes tan blancos como los azahares de pureza que se le ofrecen a la Virgen. Es sorprendente lo mucho que Cristina se le parece, pienso cuando hojeo el álbum, y no puedo evitar una punzada de envidia. A mí también me gustaría ser guapísima, no simplemente mona. Anita es una niña monísima, ideal, dicen mis amigas, las de la cuadrilla de Donosti. Una niña ideal. Pero no soy una niña. Tengo treinta y dos años.

Papá estudiaba económicas y malvivía en un cuartucho desfondado de una pensión de la calle Huertas, en la que el frío era tan intenso que pegaba dentelladas y por la noche lo obligaba a dormir con dos Jerséis puestos y un gorro de lana.

Papá le hacía reír a mamá con su acento malagueño, cambiaba las eses por zetas y se comía las consonantes finales. Decía todo lo que le venía a la cabeza. Su lengua era diez segundos más rápida que su cerebro. Y mamá se reía como no se había reído nunca, como nadie le había hecho reír en los aburridos paseos por el parque de San Sebastián. Papá paseaba con ella por la Gran Vía y ni siquiera podía invitarla a un café porque siempre andaba corto de dinero. Debían de hacer un contraste gracioso, mamá con sus trajes impecables estilo Jacqueline Onassis y papá con su viejo abrigo a cuadros, heredado de su padre y que le venía corto, y su raída bufanda de punto enmarcando su cuadrada mandíbula de actor de cine.

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