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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (15 page)

Porque era el único chico de la fiesta más alto que yo. Porque cuando aquel caracráter empezó a morrearme y a meterme mano mientras bailábamos las lentas yo no tenía muy claro si debía dejarme hacer o pegarle una bofetada con expresión ofendida, como había visto hacer en las películas; y finalmente decidí dejarme.

Porque no tenía valor para abofetear a un chico que me sacaba por lo menos diez centímetros.

Y también, sobre todo, porque quería ponerme de una vez por todas por encima de Verónica, Leticia, Laura y Nines.

Diez de la noche. Fiesta terminada. Antes de entrar en casa, frente al espejo del ascensor hice desaparecer con un kleenex el brillo de labios y la máscara de pestañas. Porque mi madre me habría matado si me hubiese visto llegar a casa pintada. Y me enjuagué los dientes con el elixir Licor del Polo que guardaba en el bolso para que tampoco se notara que había dado cuatro caladas a un cigarrillo Mencey.

Sin tragarme el humo, claro.

Ya dentro de casa, me fui directamente a la cama, sin cenar. Sin mis zapatos «de salir» con tacón de tres centímetros, y sin mi sujetador marca Belcor, modelo Maidenform, talla 80, color rosa salmón, que me venía grande y hubo que ajustar, volvía a parecer lo que en realidad era. Una niña de doce años y siete meses, más interesada en las aventuras de Sandokán o en la melena de una niña morenita que en las habilidades linguobucales de un adolescente granujiento.

Me acordé de los morreos del caracráter y no sentí la sensación de gozosa plenitud que según Verónica, Leticia, Laura y Nines debía acompañar al primer beso. En realidad, el recuerdo me resultaba, me resulta todavía, de lo más desagradable, y me entraron ganas de vomitar.

Y aquella niña de doce años y siete meses se levantó muy digna de la cama y rebuscó en su primer bolso (donde guardaba los kleenex, las llaves, el brillo de labios, la máscara de pestañas, el elixir Licor del Polo y el dinero) hasta que encontró el billete de metro en el que había apuntado el teléfono de caracráter (él no podía ni debía llamarla a casa, porque a mi casa no llamaban chicos) y lo rasgó en montones de pedacitos pequeñitos.

Después regresó a su cama, satisfecha.

Y desde entonces, mientras mis compañeras de clase se dedicaban a pintarse las uñas con brillo, rizarse la melena, pintarse los ojos e intercambiar citas y teléfonos con los chicos de los Maristas, yo me encerré en mí misma y en mis números.

Se acabaron los experimentos con los chicos.

Al año siguiente aquella niña morena dejó el colegio. No he vuelto a verla, y sí he vuelto a verla. No he vuelto a ver a aquella Bea en particular, pero alguna vez he visto, o conocido en alguna fiesta, en la calle, en un bar, a una mujer con la misma expresión ensimismada, con la misma dulzura en los OJOS, y he sentido esa misma fascinación, esa intuición de haber encontrado a mi alma gemela.

Y entretanto la vida se me va entre números y cuentas, documentos internos y disquettes de ordenador, y resulta difícil recordar que mi cerebro no está hecho de chips, que soy humana.

Aunque cada día se me note menos.

N

de neurótica, naufragio y nostalgia

Ya decía Valmont aquello de que el camino más directo a la perversión pasa por la inocencia absoluta, y que nada resulta más fácil que enseñarle a una novicia prácticas sexuales que la prostituta más experimentada se negaría a realizar. Y si nos atenemos a mi caso, entonces el señor vizconde de Valmont tenía razón, porque, como tantas niñas educadas en un colegio de monjas yo no conocía educación sexual de ningún tipo, excepto la de la propia experiencia, porque nadie, nadie, hablaba de sexo en mi familia. Anita y mi madre son de las que cambian de canal cuando aparece una escena subidita de tono, y Rosa... Rosa es para darle de comer aparte. Siempre he tenido la impresión de que pasa bastante del tema. Por lo menos nunca la he oído hablar de sexo. Ni tampoco puedo imaginármela follando. Seguro que se lo plantea como una ecuación: energía más resistencia es igual a orgasmo. O que en el momento cumbre se pone a repasar mentalmente los valores de la bolsa, no sea que mañana bajen los tipos de interés y la cojan desprevenida.

Obvia decir que en el colegio el tema ni se mencionaba. Nos advertían, eso sí, de que teníamos que llegar vírgenes al matrimonio (las pobres monjas, qué ingenuas ... ), y con eso estaba todo dicho. Y siempre se nos describía a los hombres como una especie de maníacos sexuales que sólo deseaban una cosa, y que una vez que la consiguieran nos abandonarían. Me costó mucho darme cuenta, años más tarde, una vez convertida en el pendón que soy, de que la mayoría no nos abandonaban, es más, no se conformaban con una sola y se mosqueaban bastante si dabas a entender que eso era lo que tú habías esperado de ellos.

Además, durante todo el día sólo veíamos mujeres. Quisiera resumirlo así: había dos reacciones extremas. O se estaba realmente loca por los hombres, o una acababa relacionándose con una mujer. De hecho, el grupo mejor visto era aquel en que todo el mundo sabía que las parejas de amigas no eran sólo amigas. Yo salí de las primeras, creo que no hace falta aclararlo.

Así que cuando empecé a tener encuentros sexuales, y como no quería que nadie me tomara por tonta, daba por sentado que mi pareja sabría más que yo y me limitaba a hacer sin rechistar lo que me sugería. Afortunadamente, o no, tampoco me relacionaba precisamente con expertos (entre nosotros, mi primo, el supuesto donjuán, no tenía ni idea de follar) de modo que debo agradecerle a la divina providencia el hecho de que en mi primera adolescencia no hiciera ninguna barbaridad de la que hoy pudiese arrepentirme. Nada de lo que descubrí me pareció demasiado sorprendente. Llamadlo instinto, llamadlo tolerancia natural.

En ésas estaba cuando a los diecisiete años llegué a la facultad. Allí conocí a Gema y a Line, que desde entonces han sido mis inseparables.

La gente se sorprende mucho cuando se entera de que Gema es lesbiana. Como si fuera marciana. Y luego dicen esa memez de «Huy, pues se la ve muy femenina ... » ¿Qué esperan? ¿Que se corte el pelo al uno y se vista de comando? ¿Que haga culturismo? El propio Iain me preguntaba si no sentia cierto reparo, si no me sentía amenazada. Pues no. Nunca. Ella nos lo dijo desde el primer momento, y a mí no me pareció mal, ni a Line tampoco.

En cualquier caso, en primero de carrera las tres nos encontrábamos en idéntica situación, aunque nuestros objetivos fueran diferentes. Nuestra experiencia no resultaba lo suficientemente amplia para satisfacer nuestra curiosidad. Y fue a Line a quien se le ocurrió la feliz idea de alquilar películas porno. Así podríamos adquirir información de primera mano sobre todo tipo de técnicas y posturas que en aquel momento sólo podíamos imaginar.

Hicimos una excursión de media hora en metro hasta Aluche, en busca de un videoclub donde no existieran posibilidades de toparse con ningún conocido. El dependiente nos dirigió una miradita lasciva y nos preguntó si nos gustaba mucho ese tipo de cine. Se ofreció a quedar con nosotros cualquier día para enseñarnos algunas cintas especiales que no estaban a la venta. Salimos de allí por piernas.

Al final encontramos otro videoclub, éste en Pueblonuevo, regentado por un viejecito amabilísimo que no sólo no nos hacía ninguna pregunta comprometida sino que nos asesoraba sobre las últimas novedades. Con el tiempo nos enteramos de que el videoclub era en realidad de su hijo, pero que el chaval pasaba poco por allá porque le traía más a cuenta dejar al viejo al cargo. Así el abuelete se distraía y el dueño podía irse de cañas. El vejete nos llamaba juventud y siempre que íbamos se tiraba un rato largo de charla con nosotras. Casi nunca se refería a las películas que alquilábamos, excepto para comunicarnos la opinión de sus otros clientes. Yo creo que nos cogió cariño y todo.

Como elegíamos las películas sin ningún criterio y cogíamos a toda prisa la primera cinta nueva que llegaba al videoclub, por aquello de la vergüenza que se nos había inculcado y el pudor que se nos suponía, en nuestro universo se mezclaban las starlettes falsamente impúberes y los barrigones casposos de principios de los ochenta con las guerreras siliconadas y los galanes esteroidados de las postrimerías de los noventa.

Lo hemos visto todo.

Jovencitas con pinta de estudiantes de colegio mayor cuyo halo de piadosa inocencia no les impedía realizar los numeritos más osados. Garañones de aspecto sórdido con pinta de estibador portuario, felices poseedores de arietes de treinta centímetros que les catapultaban directamente a la cima del star system postsicalíptico. Decididas colegialas de cuerpo engañosamente preadolescente y garganta abisal que compensaban sus senos más bien escasos con un entusiasmo sin precedentes a la hora de engullir con la mayor voracidad trancas hiper-desarrolladas. Nínfulas que relamían con deleite y con la expresión más inocente, como si de helado de vainilla se tratara, los restos de semen que quedaban en las comisuras de sus boquitas de piñón. Ositos de peluche de discreto tonelaje que exhibían con orgullo los veinticinco centímetros de rigor en la profesión. Califormanas oxigenadas, tigresas insaciables de curvas esculturales y facciones de leopardo, concienzudas y expertas en la fellatio, rítmicas y agitadas en la forlón. Morenazos de pelo en pecho, inagotables e inventivos, auténticos latin lovers. Diosas reconstruidas armadas de una delantera megaatómica, que avasallaban a sus incrédulos partenaires con sus generosas glándulas siliconadas. Recicladas venus plásticas que se despojaban con orgullo de sus sujetadores de encaje rosa y nos permitían ver cómo su pecho de guerreras de hierro ascendía orgulloso hacia el cielo, desafiando las más elementales leyes de la gravedad y de la genética. Sementales con una energía digna de una locomotora que arrancaban a la garganta de sus compañeras auténticos rugidos de placer. Galanes de coletita engominada que parecían proxenetas de posibles. Mulatonas de traseros sabrosones que movían las caderas con la potencia de un tornado. Chuloputas de vaquero prieto y camiseta ceñida, sobrealimentados de anabolizantes, cuya coraza de músculos cincelados, en contraste con sus exiguas herramientas, sugería poca mecha para tanta dinamita. Exquisitas orquídeas asiáticas, más sofisticadas que precisas, delicadas y peligrosas como una flor carnívora. Camioneros que compensaban su escaso sentido del ritmo y su total inexpresividad con la potencia desaforada de sus fluidos seminales, un auténtico diluvio. Y rubios hiperoxidados que se resarcían de la poca espectacularidad de un riego vital inconsistente y cristalino con una naturalidad portentosa ante la cámara y un ímpetu y un brío desmedidos.

Llegamos a sabernos de memoria la identidad de las principales luminarlas de la constelación genital: Ginger Lynn, John Holmes, Tori Welles, Gabriel Pontello, Ashlyn Gere, Christophe Clark, Savanah, Peter North, Tracy Lords, Ron Jeremy... Nombres y apellidos inverosímiles que habían elegido chicos y chicas procedentes de pueblos anónimos el día que llegaron a Los Ángeles y decidieron asumir una nueva identidad: la de superdotados sexuales destinados a habitar nuestros sueños más húmedos.

Los guiones eran inexistentes y el argumento no era sino una excusa para hilar las seis escenitas clave que toda película exigía. En las más cutres, las escenas se sucedían sin ilación ninguna. Las chapuzas eran de antología. En muchos casos se veía la pértiga del sonido. Casi todos los actores se quedaban mirando a la cámara en pleno polvo, esperando instrucciones, y en la mayor parte de las cintas era fácil apreciar que la herramienta que ejecutaba la penetración no correspondía, por color o por tamaño, con la que segundos antes enarbolaba orgullosamente el actor de turno, o que el pene que se había introducido en la vagina embutido en un condón salía de ésta sin él. Se ve que con las prisas ni se habían tomado el trabajo de buscar un inserto que no cantase... Pero, seamos sinceros, ¿qué importancia tienen una iluminación calamitosa o una composición de planos simplemente inexistente cuando lo que importa es ver puro y duro metesaca?

Como resultado de esta atipica educación sexual me quedó la idea de que los tíos siempre se corrían fuera, excepto cuando querían tener hijos, porque eso habían hecho mis cinco amantes y eso hacían los chicos del porno. Y se me fijó una obsesión por las pollas grandes, ay, ¡pobre de mí!, que ya nunca me abandonaría; y es una desgracia, porque la experiencia y el tiempo me han demostrado que, al contrario de lo que el porno me había hecho creer, las trancas de veinticinco centímetros no suponen la regla, sino la excepción.

A veces pienso que eso fue lo que hizo que me enamorase de esa manera de Iain: que materializó todas mis fantasías de adolescente, las que el cine porno me había hecho albergar. Porque él tenía una polla enorme, y duraba tanto como los garañones del porno, y hacía tantos numeritos como ellos.

La verdad es que nadie se explica por qué me colgué de aquella manera. A ninguna de mis amistades le caía bien. No era lo que se entiende por un chico encantador, precisamente. Era borde como él solo. Apenas dirigía la palabra a mis amigas, y cuando lo hacía era para soltar alguna inconveniencia. En el bar no le soportaban. Y no era para menos, con sus numeritos de celos.

Sí, es difícil de entender. Pero si me paro a pensarlo, no podía ser de otra manera. Estaba cantado. Tenía que acabar loca por un tipo como él.

La explicación más obvia, la de psicoanálisis de a duro, es aquella que me daban mis terapeutas, esa historia de que yo ando buscando al padre que me abandonó y por eso me cuelgo con tíos mayores que yo, tranquilos, responsables y de aspecto protector. Pero eso no explica, por ejemplo, por qué antes de Iain me gustaba tanto Santiago, que era más joven que yo y al que se podía calificar de todo menos de responsable. Las explicaciones simplistas no sirven para nada.

Hay que tener en cuenta cómo me encontraba yo cuando conocí a Iain. Más sola que un cacto en medio del desierto y más perdida que un bantú en un cuarto de baño. De pronto, todo se me había juntado. La muerte de Santiago, la hospitalización de Line y la ausencia de Gema. Uno la palma de un pico chungo, a la otra la ingresan, por enésima vez, en un hospital de paredes blancas donde la atiborran a concentrados de proteínas y donde sólo me permiten visitarla media hora cada dos días. Y Gema, que siempre había sido mi agarradera, mi lastre, la fuerza sensata que me conectaba con el mundo, estaba encerradísima con su puñetera tesis, y casi no podía contar con ella. Yo tenía la impresión de que utilizaba lo de la tesis como excusa, porque después de lo de Santiago quería apartarse un poco del ambiente, cosa que yo no podía reprocharle.

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