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Authors: Lucía Etxebarría

Amor, curiosidad, prozac y dudas (18 page)

Había una enorme mancha roja sobre los azulejos blancos. Brillaba muchísimo y parecía palpitar, como si estuviera viva, y es que estaba en perpetuo movimiento, porque era una mancha de sangre aún fresca, roja, brillante, líquida, sin solidificar. Había sangre por todas partes. Los azulejos blancos aparecían salpicados de motitas carmesí, y el papel higiénico teñido de escarlata. Cuando me fijé bien reparé en que Cristina, que iba en camisón, estaba cubierta de sangre de cintura para abajo, y lo primero que pensé es que tenía el período, porque supongo que ésa es una de las cosas que nos diferencian a hombres y mujeres: que los hombres ven sangre y piensan en violencia y nosotras vemos sangre y pensamos en óvulos desperdiciados o en niños no nacidos. Pero no se trataba ni de lo uno ni de lo otro, sino que la chalada de mi hermana pequeña había estado todo aquel tiempo haciéndose cortes en las piernas con una cuchilla de afeitar. No caí en la cuenta hasta que vi la cuchilla en la mano y me fijé bien en sus muslos, llenos de arañazos, por los que la sangre fluía como si fuese salsa de tomate rezumando de una jarra rota. Dios bendito, Dios bendito, pero ¿por qué has hecho esta barbaridad?, le pregunté. No me cabía en la cabeza cómo había sido capaz de hacerse aquello y lo curioso es que lo primero que pensé cuando lo vi no fue que mi hermana estuviera loca ni nada por el estilo, sino que hacía falta mucho valor para ser capaz de ignorar de semejante manera el propio dolor. Entonces mi hermana se sentó en el borde de la bañera y se secó las lágrimas de la cara, con lo que sólo consiguió embadurnársela de rojo, porque tenía las manos ensangrentadas. Me recordaba el cuento de Blancanleves, cuando la reina está bordando en la ventana y una gota de sangre cae sobre el alféizar de ébano, y la reina pide un deseo: tener una niña con las mejillas rojas como la sangre, la piel blanca como la nieve y los cabellos negros como el ébano. Mi hermana podría haber sido una Blancanieves pálida, con los ojos brillantes como copas de cristal de Bohemia recién lavadas y el pelo corto y negro cayéndole sobre la cara, con una belleza trágica y convulsa, como una heroína de novela de Bárbara Cartland (sólo que con el pelo corto, claro). Cristina empezó entonces a susurrar, como si recitase una letanía, y exactamente igual que si estuviera rezando el rosario. Intentó explicarme que se hacía daño porque no podía aguantarse a sí misma y que se odiaba, y no hacía más que quejarse de mi madre. Según Cristina, mi madre no la soportaba y no la dejaba vivir en paz, nunca le dirigía una palabra agradable y era incapaz de encontrar algo bueno en nada de lo que ella dijese o hiciese. Y yo, allí, sentada en el borde de la bañera, presa de un temor respetuoso que no había sentido desde aquellas mañanas frías en que las monjas nos hacían rezar maitines en la helada capilla del colegio, con el aire todavía dormido y la luz del día por aparecer. Yo musitaba incoherentes tonterías de conveniencia e intentaba convencerla de que mi madre era una buena persona y que no la odiaba, pero la verdad es que siempre se habían llevado a matar la una y la otra, y me daba la impresión de que tampoco tenía yo muchos argumentos para animar a Cristina. Y entonces ella empezó a sollozar y a repetir que nadie la quería, que papá se había marchado y que Gonzalo se había marchado y que nadie la quería. Y resultaba difícil entenderla, porque hablaba tan bajito y se interrumpía constantemente con los hipidos y los sollozos, y al final no hacía más que repetir de forma incoherente el nombre de Gonzalo y no entendía yo a qué venía semejante perra con Gonzalo, aunque quizá simplemente no quisiera entenderlo.

Al rato, cuando Cristinita se calmó y dejó de hipar, avisé a mamá y a Rosa, que cuando entraron en el cuarto de baño y se lo encontraron convertido en los calabozos del castillo de Drácula no dieron crédito a lo que veían. Rosa enseguida se hizo cargo de la situación, como un sargento en un cuartel; metió a Cristina en el coche y se la llevó al hospital, y mamá apareció a los cinco minutos en el baño, cubo y fregona en mano, empeñada en borrar aquel episodio de nuestra memoria a fuerza de Vim Clorex y Cristasol.

Después de aquello mamá decidió enviar a Cristina a una psicóloga, una más joven y más moderna que el anterior, y a la que Cristinita mandó a freír espárragos a los dos meses. Y así comenzó una sucesión de psiquiatras, psicólogos y terapeutas que iban proveyéndonos de una lista de diagnósticos que ni mamá ni yo entendíamos mucho. Mamá no acababa de confiar en aquellos señores ni en sus teorías, pero habría dado cualquier cosa, habría pagado lo que fuera con tal de que uno de esos señores le cambiara a la niña y nos la devolviera tranquilita y calmada, convertida en una versión depurada de Cristina, tan mona y tan encantadora como podía llegar a ser, pero sin los arrebatos de mal genio ni las excentricidades.

Mi hermanita fue creciendo y los numeritos continuaron, pero mi hermanita no estaba loca. No, no lo estaba. O no del todo. Había dos Cristinas. Estaba la que gritaba y nos amenazaba con cuchillos y aparecía en casa a las siete de la mañana hecha una facha y se peleaba con mamá día sí y día también, y estaba la Cristinita encantadora cuyos pretendientes bloqueaban la línea telefónica. Algo tenía que tener, supongo, para encandilar de esa manera a los chicos e incluso a mi propio marido, que no paraba de referirse a ella, cuando mi madre llamaba preocupadísima, como a «tu pobre hermanita, con lo mona y lo maja que es la pobre», como si mi pobre hermanita fuese una hermanita de la caridad, olvidando que a mi madre le habían enviado una carta del colegio haciéndole saber que mi pobre hermanita vendía anfetaminas entre sus condiscípulas, anfetaminas que robaba de la trastienda de la farmacia y que ayudaban a sus compañeras de clase a mantenerse desveladas las vísperas de los exámenes, y encima las vendía a precio de oro, porque una caja de Dicel valía por entonces doscientas pesetas, y ése era precisamente el precio a que mi hermanita vendía una sola pastilla, una sola, de una caja de veinte, porque mi pobre hermanita no era tonta, no, ni mucho menos, y sabía muy bien cómo hacer dinero para pagarse las borracheras, porque mamá había decidido no darle un duro más, ni paga ni nada. Y mi marido se olvidaba también de que una tarde, ordenando armaris, mamá se había encontrado en el cajón de las medias una caja de Cristina que contenía hachís y preservativos, además de cartas de sus novios con un contenido que mamá calificaría luego, en su llamada telefónica de aquel día, de pornográfico. Y mi Borja olvidaba también que la Cristinita que tan bien le caía era la misma que había montado el número en nuestra boda, borracha perdida y colgándose del cuello de Gonzalo, con la lengua de trapo de todo lo que había bebido, y entonces sólo tenía catorce años, una niña aún.

A veces me apetece llamar a mi hermana porque pienso que ella podría entenderme, que sería la única persona que podría entenderme, porque ella debe de haber pasado por tantas cosas que nada de lo que yo pudiera contarle le sorprendería. O quizá sí le sorprendiese. Supongo que le sorprendería saber que yo nunca he fumado un cigarrillo de hachís y que tampoco he usado preservativos, por increíble que resulte, porque Carlos me decía que le resultaba incómodo usar aquella cosa de goma y, además, aseguraba que no se sentía lo mismo, y si él lo decía, a mí me parecía bien, porque al fin y al cabo era él quien tenía experiencia. Supongo que a ella le sorprendería saber que cuando leo los consejos sobre vida sexual en el Mía y veo esas barbaridades que escriben sobre el orgasmo me pregunto si yo alguna vez habré tenido uno, y llego a la conclusión de que no he debido de experimentarlo, porque si hubiese sentido un orgasmo lo sabría, digo yo. Y el caso es que las horas y los días se me pasan sin hacer nada, como una sucesión interminable de hojas en el calendario, y yo no paro de llorar, y ¿quién puede garantizarme que la vida de mi hermana es mejor o peor que la mía? y, ¿quién puede garantizarme que mi hermana la chalada, mi hermana la que ha ido de psicólogo en psicólogo desde que tenía quince años no sería capaz de entenderme, e incluso de darme consejos?

O

de obsesión

Solía besarme en la espalda. No eran besos normales. Apoyaba sus gruesos labios en mi piel, como si fuesen ventosas. Eran besos mojados. Me acariciaba la espalda durante horas. Me besaba sin parar. El milagro de los peces y los besos. Más hay cuanto más reparto. Nadie me había besado así antes. Temo que nadie volverá a hacerlo. Una conversación telefónica con Line. Yo estaba deprimida. Ciclotimia, se llama. Personalidad depresiva. Infancia conflictiva. Carencia de serotonina. Exceso de testosterona. Colecciono diagnósticos. Me quiero morir dos o tres veces por año. Dos o tres veces al año el mundo se convierte en un desierto inhóspito. El cansancio es enorme. Sólo quiero dormir y llorar. El simple gesto de levantar un brazo para coger el vaso de agua de la mesilla se convierte en un esfuerzo hercúleo. Me siento sola y vacía. No encuentro ni dentro ni fuera de mí ninguna razón para seguir adelante. Deja de quejarte, decía ella. La vida no es tan horrible. De hecho, está bastante bien. ¿Sí?, dije yo. Dame tres razones para vivir. Sólo tres. Sin pensarlo. Lo primero que te venga a la cabeza. No sé..., respondió Line. Así, de golpe... Los éxtasis..., el chocolate... y el sexo anal. ¿Que nunca lo has probado? No me lo creo. Es lo mejor que hay. Iain tenía la piel blanca y cremosa. Increíblemente suave. El pelo rubio y fino. Olía a campo, a champú de hierbas. Yo dormía encerrada en una cárcel cálida, atrapada entre sus piernas y sus brazos. Rodeada de mimos y algodón. Podía pedirle cualquier cosa. Hazme esto, hazme lo otro, bésame en este sitio, en este otro. Fóllame aquí y ahora. Nunca fallaba. Nunca, nunca, nunca fallaba. He sido la niña más mimada de la creación. He follado donde y como he querido. En el sofá, en la cama, en la mesa del comedor, en el portal, en el ascensor. Notaba sus besos en la espalda y sus manos en las caderas y le sentía entrar dentro de mí. ¿Que nunca lo has probado? Es lo mejor que hay. Encendíamos velas rojas y escuchábamos ambient. El éxtasis amplifica la sensibilidad. El contacto físico se convierte en algo místico. El roce de la piel es suficiente para llevarte al orgasmo. Las cosas más vulgares se inflaman de belleza y me encienden las sábanas, y yo me abro entera, y enseño mi cáliz y mi zumo, como una flor. ¿Que nunca lo has probado? Es lo mejor que hay. Él odiaba que trabajara en una barra. Cuando bebía no soportaba a los hombres con los que hablaba. Sus miradas codiciosas y sus sonrisas cómplices. ¿Con cuántos hombres te has acostado? ¿Con cuántas mujeres lo has hecho tú? Decenas y veintenas y treintenas de mujeres que han sentido tus besos en su espalda. Pero ningún otro hombre me ha cogido por detrás. No hablamos de cantidad, hablamos de calidad. Por supuesto que me gusta. Me gustaba más que nada. Habría rogado y suplicado, me habría arrastrado por el suelo para conseguir más. Nunca hago nada que no desee hacer. Sus dedos iban bajando por mi columna vertebral. Al principio duele, ligeramente, luego es una mezcla de placer y dolor, por fin el dolor se diluye y todo es goce. Sientes que hay un millón de laberintos dentro de tu cuerpo, pasadizos secretos que conectan todos sus agujeros con tu cerebro. Millones de circuitos que transmiten descargas eléctricas de tres mil voltios. Dinamita pura. Pequeñas explosiones dentro de tu cuerpo. Eres un terrorista tecnológico. Mi unabomber del sexo. Eres mi ejército de liberación. Dispara tu fusil. Una vez bebió demasiado y cuando salimos del bar empezó a gritarme. Siguió gritando hasta que llegamos a casa. Le dije que yo no era suya, que no era de nadie, y que hacía con mi cuerpo lo que me daba la gana. Que no soporto que me griten. Que ya he oído suficientes gritos a lo largo de mi vida. Que vivo sola porque no quiero oír ni uno más. Pero él seguía gritando. Cuchillos en los oídos. Cogí mi propio cuchillo. Le adverti que si se acercaba a mí le mataría. Estaba dispuesta a hacerlo. No quiero que nadie más me haga daño. Dijo que no tenía valor. Levanté la mano. Dirigí el cuchillo hacia mi brazo. Me hice un tajo profundo a lo largo del antebrazo. Vi la sangre correr. Sentí rayos en el brazo. El dolor viajando desde el brazo hasta el cerebro. A la velocidad de la luz. Sentí el dolor inundarme por completo. Pude sentir el peso del vacío, del cielo azul sobre la sangre roja. Pero no me parecía tan horrible. Ocultaba, al menos, el otro dolor. El dolor que me causaban los gritos. La angustia que me desgarraba por dentro. El dolor que no sangra, el que no se ve. Su sexo olía a almizcle, dulce, mareante. Sabía agridulce, a vainilla y pimentón. En la casa de socorro tuve que explicar que me había cortado preparando la ensalada. Una ateese que me miraba, escéptica. Enormes ojos incrédulos. Un destello de compasión en sus iris azules. De vuelta a casa él me besó el brazo y las puntas de los dedos, una por una. Aseguró que lo sentía. Me folló una y otra vez. Cada vez que acababa yo repetía que luego tendría que irse. Que no pensaba verle más. Que podía follarme todo lo que quisiera y que eso no cambiaría las cosas. Dijo que si le pedía que se marchara no volvería más. Le respondí que ya sabía dónde estaba la puerta. Le vi marcharse y no dije una palabra. Quería morirme. Desintegrarme. Estaba verdaderamente harta de todo. De toda la gente que había utilizado su amor como arma. De toda la gente que me había jodido porque me quería. Quien bien te quiere te hará llorar. Odio esa frase. Le he llamado todos los días. Le he escrito cartas, he dejado recados en su contestador. Quería morirme, desintegrarme. Pero existen tres razones para seguir adelante. Nadie me había besado así antes. Nadie me había follado así antes. Temo que nadie lo volverá a hacer.

P

de poder

Palabras que me definen.

Equilibrio tecnológico. Correo electrónico. Memoria Ram. lances. Presupuestos. Informes por triplicado. Curvas de camna. Capital riesgo. Mínimo amortizable. Comité de dirección. an de crecimiento. Inyección de capital. Versión alfa. Fase beta. Proyectos. Equipos. Multimedia. Liderazgo.

Mi vida no es muy apasionante.

Mi trayectoria fue meteórica. Acabé la carrera con excelentes notas y empecé a trabajar a los veintidós años. A los veintiocho me nombraron directora financiera y mi foto salió en la sección de negocios de El País.

He tenido cuatro amantes, ninguno de ellos fijo ni particularente memorable. Sé bien que no son muchos, si tenemos en cuenta mi edad.

No ha sido una cuestión de moral. Ha sido, quizá, una cuestión de circunstancias.

No puedo decir que tenga amigos, aunque es cierto que mantengo cierta vida social. A veces voy a cenas de negocios o salgo con colegas del trabajo. También asisto periódicamente a reuniones de antiguos alumnos en las que compruebo cómo los chicos de mi clase se han convertido en señores calvos con barriga y las chicas en madres de familia, como se veía venir.

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